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– ¡Después de un Adán negro, un Jesús negro!

– ¿Acaso no es lógico? Si Adán sólo se volvió blanco al cometer el pecado, ¿no debe Jesús ser negro como nuestro antepasado en su estado original?

– ¿Pero y los padres, María y José?

– ¡Blancos! ¡Sin la menor duda, como Melchor y Baltasar!

– ¿Y qué dijeron los otros al ver aquel milagro, un niño negro nacido de padres blancos?

– Pues, mira, no dijeron nada, y yo, por discreción, para no humillarles, luego no he hecho ninguna alusión al niño negro que vi en el Pesebre. En el fondo me pregunto si lo miraron bien. Porque estaba un poco oscuro en aquel establo. Tal vez fui el único que advertí que Jesús es un negro…

Calló, conmovido por esa visión retrospectiva.

– Y ahora, ¿qué vas a hacer? -preguntó Taor.

– Compartiré con todos los que quieran escucharme la maravillosa lección de amor de Belén.

– Pues bien, empieza por el príncipe Taor, y dame esta primera lección de amor cristiano.

– El niño del Pesebre convertido en negro para acoger mejor a Gaspar, el rey mago africano. Aquí hay algo más que en todos los cuentos de amor que conozco. Esta imagen ejemplar nos recomienda que nos hagamos semejantes a aquellos a los que amamos, que veamos con sus ojos, hablemos con su lengua materna, que les respetemos, palabra que significa originariamente mirar dos veces. Así se eleva el placer, la alegría y la felicidad a esa potencia superior que se llama amor.

»Si esperas de otro que te dé placer o alegría, ¿le amas? No. Sólo te amas a ti mismo. Le pides que se ponga al servicio del amor que sientes por ti mismo. El amor verdadero es el placer que nos proporciona el placer del otro, la alegría que nace en mí ante el espectáculo de su alegría, la felicidad que siento al saber que es feliz. Placer del placer, alegría de la alegría, felicidad de la felicidad, eso es el amor, nada más.

– ¿Y Biltina?

– Ya he enviado a Meroe un correo con la orden de que pongan inmediatamente en libertad a mis dos esclavos fenicios. Ellos harán lo que les plazca, y en cuanto a mí felicidad será completa por la felicidad que haya podido dar a Biltina.

– Señor Gaspar, no quisiera parecer que te llevo la contraria, pero me parece que te has despegado mucho de esa mujer desde tu visita a Belén…

– No la amo menos, pero con un amor diferente. Este nuevo amor puede iluminarnos a los dos de felicidad, pero no puede disminuirnos ni al uno ni al otro, a ella, por ejemplo, limitando su libertad, a mí haciendo que me consuman los celos. Biltina puede preferir a Galeka. Entonces se alejará de mí, aunque no sin haberme dado la felicidad de su felicidad. No le guardaré ningún rencor, porque no quiero seguir reduciéndola al estado de objeto, y ejercer mi derecho de propietario sobre ese objeto.

– Amigos Baltasar, Melchor y Gaspar -dijo Taor-, os confieso con toda humildad que he entendido muy poco de cuanto me habéis dicho. El arte, la política y el amor, tal como os proponéis practicarlos a partir de ahora, me parecen llaves sin cerraduras, o si preferís cerraduras sin llaves. Es cierto que no descubro en mí un interés muy intenso por esas cosas. La verdad es que cada uno de nosotros tiene sus preocupaciones, el Niño sabe responder a ellas con una exactísima adivinación de nuestra íntima personalidad. Por eso lo que dice a uno en el secreto de su corazón es ininteligible para los demás. En cuanto a mí, siento una apasionada curiosidad por saber en qué lengua va a hablarme. Porque sabed que para mí no es un museo, ni una mujer, ni un pueblo lo que me ha lanzado a los caminos, es… No, no trataré de explicároslo, creeríais que me burlo de vosotros y os reiríais de mí, si no os enojabais. Tal vez sólo tú, rey Baltasar, poseerías la indulgencia, la generosidad y la libertad de mente para comprenderme y para admitir que el destino puede tornar la apariencia de una ínfima golosina. El Niño me espera con su respuesta ya preparada para el príncipe de lo azucarado, que acude a él desde la costa de Malabar.

– Príncipe Taor -dijo Baltasar-, me conmueve tu confianza, y hay en ti una candidez que admiro, pero que me da miedo. Cuando dices «el Niño me espera», comprendo sobre todo que eres tu el niño que espera. En cuanto al Otro, el del Pesebre, cuidado, porque quizá no te espere mucho tiempo. Belén no es más que un lugar de reunión provisional. Una sucesión de llegadas y de partidas. Tú eres el último, porque vienes de más lejos que los demás. Me gustaría estar seguro de que no llegarás demasiado tarde.

Estas sabias palabras del más sabio de los reyes tuvieron un efecto saludable en Taor. Al día siguiente, con las primeras luces del alba su caravana se puso en camino hacia Belén, y allí hubiera debido llegar en el curso de la jornada si un incidente grave no la hubiese retrasado.

En primer lugar hubo una tormenta que escaló sobre los montes de Judá, transformando los cauces resecos de los ríos y los pedregosos barrancos en furiosos torrentes. Los hombres y los elefantes hubiesen aguantado bien esa ducha de frescor, si la tierra, convertida en un embalsadero, no hubiera dificultado mucho su avance. Luego el sol hizo una súbita reaparición, y un espeso vapor se elevó de la tierra empapada. Todos resoplaban bajo los rayos del mediodía cuando un barrito desesperado heló los huesos de los viajeros. Porque conocían el significado de todos los gritos de los elefantes, y sabían, sin la menor duda posible, que aquél que acababa de resonar significaba angustia y muerte. Un instante después, el elefante Jina, que cerraba la marcha, se precipitaba hacia delante a galope tendido, con la trompa erguida, las orejas en abanico, arrollando y aplastando todo lo que se le ponía por delante. Hubo muertos, heridos, el elefante Asura fue arrojado al suelo con toda su carga. Se necesitaron largos esfuerzos para dominar el desorden que se creó. Después, una columna salió tras las huellas del pobre Jina, que eran fáciles de ver en aquella comarca arenosa, sembrada de arbustos y de espinos. El elefante, presa de una súbita locura, había galopado mucho, y ya caía la noche cuando los hombres llegaron al término de su búsqueda. Primero oyeron un zumbido intenso que procedía de un profundo barranco de cien codos, como si allí hubiese una docena de colmenas. Se acercaron. No se trataba de abejas, sino de avispas, y en vez de colmena descubrieron el cuerpo del desventurado Jina vestido con una espesa capa de avispas que formaban sobre él un caparazón negro y dorado, con la misma agitación del aceite hirviente. Era fácil imaginar lo que había sucedido. Jina llevaba una carga de azúcar que se había fundido con la lluvia y había recubierto su piel de un espeso jarabe. La proximidad de una colonia de avispas había hecho el resto. Sin duda las picaduras no podían perforar la piel de un elefante, pero están los ojos, la boca, las orejas, la extremidad de la trompa, para no hablar de los órganos tiernos y sensibles situados bajo la cola y sus alrededores. Los hombres no se atrevieron a acercarse al cuerpo del desdichado animal. Se limitaron a cerciorarse de su muerte y de la pérdida de la carga de azúcar. Al día siguiente, Taor, su séquito y los dos elefantes que quedaban hicieron su entrada en Belén.

Las constantes idas y venidas que había provocado en todo el país el censo oficial, que había obligado a las familias a ir a inscribirse en su municipio de origen, solamente había durado unos días. Después de que todos fueran de un lado a otro, cada cual había vuelto a su casa. La población de Belén volvía a sus costumbres, pero las calles y las plazas estaban ensuciadas por todos los desechos que quedan tras una fiesta o una feria -briznas de paja, boñigas, esportillas rotas, fruta podrida y hasta coches destrozados y animales enfermos-. Los elefantes y la comitiva de Taor no despertaron gran interés en unos adultos cansados y que ya lo habían visto todo, pero como en todas partes, una nube de niños andrajosos se agolparon a su alrededor, mendigando y admirando a la vez. El posadero que les había indicado los tres reyes, les informó de que el hombre y la mujer habían vuelto a irse con el niño después de haber cumplido sus obligaciones legales. ¿En qué dirección? Lo ignoraba. Sin duda hacia el norte, para regresar a Nazaret, de donde habían venido.