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Taor celebró consejo con Siri; éste sólo tenía prisa por volver a Elat, donde estaba fondeada la flotilla, y allí esperar tranquilamente la época de! cambio de monzón para navegar hacia Mangalore. Insistía en el triste estado de la caravana, tres elefantes perdidos de cinco, hombres muertos, otros enfermos, desaparecidos -que habían huido o habían sido secuestrados-, un capital de dinero y de provisiones terriblemente menguado, el contable Draoma lo sabía muy bien. Taor le escuchaba con sorpresa. Aquel lenguaje era el del sentido común, que reconocía porque él mismo lo había empleado hacía muy poco tiempo. Pero en él se había producido un gran cambio. ¿Cuándo exactamente? No lo sabía… y oía los argumentos de Siri como un cuento pueril y anticuado, completamente ajeno a la situación real y a sus imperiosas exigencias. ¿Qué exigencias? Encontrar el Niño y abrirle su corazón. Taor ya no podía ocultarse a sí mismo que bajo el pretexto irrisorio de su expedición -conquistar la receta del Rahat-Lukum de pistacho- asomaba ahora un propósito misterioso y profundo que desde luego tenía una vaga afinidad con él, pero que lo desbordaba infinitamente, como la magnífica mostaza negra a cuya sombra los hombres van a reposar, es muchísimo mayor que el grano minúsculo del que salió..

Taor se disponía, pues, a ordenar que siguieran hacia el norte, en dirección a Nazaret, pensara lo que pensase Siri, cuando las palabras de la moza de la posada les pusieron provisionalmente de acuerdo. Ella había asistido a la recién parida, y fue la primera en atender al niño que acababa de nacer. Y había oído conversar al hombre y a la mujer, y afirmó que decían que iban a descender hacia el sur, en dirección a Egipto, para escapar a un gran peligro del que alguien les había avisado. ¿Qué peligro podía amenazar a un oscuro carpintero sin poder ni fortuna, caminando con su mujer y su bebé? Taor se acordó de Herodes. Siri, por su parte, veía que aquel viaje, comenzado como una gira de recreo, no dejaba de ensombrecerse y de rodearse de negras nubes.

– Señor-suplicó-, dirijámonos sin más tardanza hacía el sur. Así tomaremos a la vez la dirección de Elat y la de la huida de la Sagrada Familia.

Taor accedió. Pero no partirían hasta dos días después. Porque acababa de concebir un hermoso y alegre proyecto que se situaba en Belén.

– Siri -dijo-, entre todas las cosas que he aprendido desde que salí de mi palacio, hay una que estaba a cien leguas de sospechar, y que me aflige particularmente: los niños tienen hambre. En todos los pueblos y aldeas que hemos atravesado nuestros elefantes atraen a multitudes de niños. Les observo y les veo a todos delgados, enclenques, enflaquecidos. Unos llevan sobre sus piernas esqueléticas un vientre hinchado como un odre, y sé muy bien que éste es otro indicio de hambre, tal vez el más grave. Y esto es lo que he decidido. Hemos traído con nuestros elefantes golosinas en abundancia para darlas como ofrenda al Divino Confitero que imaginábamos. Ahora comprendo que estábamos en un error. El Salvador no es como nosotros suponíamos. Además, veo de día en día, a medida que se suceden nuestras tribulaciones, que desaparece nuestra impedimenta, y con ella todos los pasteleros y confiteros que la escoltaban. Vamos a organizar en el bosque de cedros que domina la ciudad una gran merienda nocturna, a la que invitaremos a todos los niños de Belén.

Y repartió las tareas con una alegre animación que acabó de consternar a Siri, cada vez más convencido de que su amo desatinaba. Los pasteleros encendieron hogueras y se pusieron a trabajar. Al día siguiente, olores de bollería y de caramelo inundaron las callejas de Belén desde las primeras horas de la mañana, de tal modo que la visita que hicieron de casa en casa los enviados de Taor para invitar a todos los niños -varones y hembras- a la merienda del jardín de los cedros, había sido bien preparada, y fue acogida con entusiasmo. A decir verdad, no se trataba de todos los niños. El príncipe había discutido el asunto con sus intendentes. No quería padres, y por lo tanto había que excluir a los más pequeños que no podían desplazarse ni comer solos. Pero bajaron todo lo posible en la escala de las edades, y finalmente se decidió quedarse en el límite de los dos años. Los mayores ayudarían a los más pequeños.

Los primeros grupos se presentaron en e! jardín de los cedros apenas el sol hubo desaparecido tras el horizonte. Taor vio con emoción que aquellas gentes modestas habían hecho todo lo posible para honrar a su bienhechor. Los niños estaban todos lavados, peinados, vestidos con ropas blancas, y no era raro que llevasen en la cabeza una corona de rosas o de laurel. Taor, que había observado a menudo a bandas de granujillas que se perseguían aullando por las callejas y las escaleras de los pueblos, esperaba una comilona ruidosa y tumultuosa. Si les convocaba, ¿no era acaso para dar una alegría a aquellos pobrecitos? Pero estaban todos visiblemente impresionados por aquel bosque de cedros, las antorchas, aquella enorme mesa con una vajilla preciosa, y andaban cogidos de la mano y sosegadamente hasta los lugares que se les indicaba. Se sentaban, muy tiesos en los bancos, y posaban sus puñitos cerrados en el borde de la mesa, cuidando de no apoyar los codos en el mantel, tal como les habían recomendado.

Sin hacerles esperar, les sirvieron en seguida leche fresca aromatizada con miel, pues es bien sabido que los niños siempre tienen sed. Pero beber abre el apetito, y pusieron ante sus ojos desorbitados jalea de azufaifa, pastelillos de queso tierno, buñuelos de pina tropical, dátiles rellenos de piernas de nuez, soufles de lichís, frituras de mangos, pasteles de nísperos, cremas báquicas al vino de Lida, tortas de crema almendrada, y otras cien maravillas que hermanaban la tradición india con las recientes adquisiciones hechas por los viajeros en Idumea y en Palestina.

Taor observaba a distancia, lleno de asombro y de admiración. Había caído la noche. Antorchas resinosas -en escaso número y separadas entre sí- bañaban la escena de una luz suave, discreta y dorada. En medio de la negrura de los cedros, entre macizos troncos y ramas enormes, la gran mesa con el mantel y los niños vestidos de lino formaban un islote de claridad impalpable e irreal. Uno podía preguntarse si se trataba de un enjambre de chiquillos llenos de vida, que habían ido allí para atracarse, o de una teoría de almas inocentes y difuntas flotando como una frágil constelación en el cielo nocturno. Y como sí aquel festín de los elegidos tuviera que acompañarse necesariamente de la desventura de los réprobos, de pronto se oyó el eco lejano de un gran clamor doloroso que venía de la invisible aldea.

Las golosinas que se habían dispuesto profusamente sobre la mesa no eran más que un atractivo preludio. Pronto se olvidaron cuando vieron llegar en una camilla que transportaban cuatro hombres el pastel gigante, obra maestra de la arquitectura repostera. En efecto, estaba formado por almendrado, mazapán, caramelo y fruta escarchada, una fiel reproducción en miniatura del palacio de Mangalore, con estanques de jarabe, estatuas de membrillo y árboles de angélica. Ni siquiera habían olvidado a los cinco elefantes del viaje, modelados en pasta de almendra con colmillos de azúcar cande.

Esta aparición, que fue recibida con un murmullo de éxtasis, no hizo más que contribuir a la solemnidad del festín. Taor no pudo por menos que dirigir a sus invitados una breve alocución, hasta tal punto aquel enorme pastel le parecía cargado de significado.

– Hijos míos -empezó-, ya veis este palacio, estos jardines, estos elefantes. Es mi país, del que he salido para estar con vosotros. No es una casualidad que todo eso se encuentre aquí reproducido en dulce. Porque mi palacio era un lugar de delicias en el que codo estaba pensado para el placer y el deleite. Ahora me doy cuenta de que he dicho era, y no es, delatando así el presentimiento de que, no que el palacio y los jardines ya no existan en este momento en que os habló, sino que nunca más me será posible volver a él. Por otra parte, si me fui fue también, por así decirlo, por razones de azúcar. Lo que quería era conseguir la receta del Rahat-lukum con pistacho. Pero cada vez veo con mayor claridad que bajo ese pretexto infantil había algo que, por el contrario, era grande y misterioso. Desde que dejé atrás la costa de Malabar -donde un gato es un gato, y dos y dos son cuatro-, me parece estar adentrándome en un campo de cebollas, porque aquí cada cosa, cada animal, cada hombre posee un sentido aparente que oculta un segundo sentido, el cual, una vez descifrado, delata la presencia de un tercero, y así sucesivamente. Y por lo que a mí respecta, tal como ahora me veo, me parece que el joven cándido y bobalicón que se despidió de la maharaní Taor Mamoré se ha convertido en pocas semanas en un anciano lleno de recuerdos y de preceptos, y que creo que aún no han acabado mis metamorfosis.