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Taor no escuchaba esas súplicas, porque prestaba toda su atención a otras voces, confusas, pero imperiosas, que resonaban en sus oídos desde Belén. Cada vez más su vida se construía ante sus propios ojos por escalones, cada uno de los cuales poseía una evidente afinidad con el anterior -y en el que cada vez la evidencia le obligaba a reconocerse a sí mismo-, pero también una originalidad sorprendente, a la vez áspera y sublime. Asistía subyugado a la metamorfosis de su vida que se hacía destino. Porque ahora se encontraba en el infierno, pero ¿acaso no había empezado todo con unos alfóncigos? ¿Adonde iba? ¿Cómo iba a acabar todo aquello?

Llegaron ante un templo del que no quedaba más que la escalera, unas columnas truncadas y, más lejos, un gran cubo de piedra que debió de ser el altar. Taor subió unos peldaños del atrio -desgastados como si los hubieran pisado legiones de ángeles y de demonios-, y luego se volvió hacia sus compañeros. Sólo sentía afecto y gratitud por aquellos hombres de su tierra que le habían seguido fielmente en una aventura de la que no comprendían nada, pero ya era hora de que supieran, de que decidiesen, de que dejasen de ser niños irresponsables.

– Sois libres -les dijo-. Yo, Taor, príncipe de Mangalore, os libero de todo deber para con mi persona. Esclavos, os doy la libertad. Y vosotros, los que dependéis de mí por palabra o contrato, podéis hacer lo que os plazca. Amigos fieles, os ruego que no sigáis sacrificándoos por mí, a no ser que una convicción imperiosa os empuje a seguirme. Nos embarcamos en un viaje que prometía ser divertido, previsto, limitado, en virtud sobre todo de la frivolidad de sus propósitos. ¿Ha comenzado alguna vez tal viaje? A veces lo dudo. En cualquier caso, terminó cierta noche en Belén, mientras unos niños se atracaban de golosinas y sus hermanos morían. Entonces empezó otro viaje, mi viaje personal, y no sé adonde me lleva, ni tampoco si lo haré solo o con un compañero. Vosotros decidiréis. Ni os echo ni os retengo. ¡Sois libres!

Y sin decir una palabra más volvió a mezclarse con ellos. Anduvieron largo por callejas que serpeaban entre zahúrdas. Finalmente, como anochecía, se metieron en lo que había debido de ser el jardín interior de una quinta, y que ya sólo parecía una mazmorra. Una multitud de roces a ras del suelo les advirtió que al entrar habían debido de desplazar a una familia de ratas o un nido de serpientes.

De los hechos siguientes Taor dedujo que había dormido varías horas. En efecto, despertó al oír unos sonoros pasos acompañados del ruido de un bastón que resonaba en la calleja. Al mismo tiempo, luces y sombras bailaban en las paredes, evidentemente provocadas por una linterna que alguien balanceaba con la mano. Los ruidos se alejaron, las luces desaparecieron. Pero el sueño no volvió. Un poco después volvieron los ruidos y las luces, como si se tratara de una ronda efectuada regularmente por un vigilante nocturno. Esta vez el hombre entró en el jardín. Deslumbró a Taor levantando su linterna. No estaba solo. Tras él se disimulaba otra silueta. Dio unos pasos y se inclinó sobre Taor. Era alto, vestía unos ropajes negros que contrastaban con la extrema palidez de su rostro. Tras él su compañero esperaba, con un pesado bastón en la mano. El hombre se irguió, retrocedió, inspeccionó el destartalado patio en el que se encontraba. Entonces se le alegró la cara y estalló en una sonora risa.

– ¡Nobles extranjeros -dijo-, sed bienvenidos en Sodoma!

Y de nuevo se echó a reír. Por fin dio media vuelta y se fue por donde había venido. Sin embargo, las luces movedizas de la linterna habían permitido a Taor ver mejor al hombre que le acompañaba, y el príncipe estaba estupefacto de sorpresa y de horror. De aquel hombre hubiera dicho que estaba enteramente desnudo, pero se trataba de algo muy distinto. Aquel hombre estaba rojo, rojo sangre, y en todo su cuerpo se veían claramente los músculos, los nervios y las venas recorridas por el estremecimiento de la vida. No, aquel hombre no iba desnudo, estaba despellejado, era un despellejado vivo y viviente, que recorría Sodoma en tinieblas con un garrote en la mano.

Las horas que siguieron Taor las pasó en una semiinconsciencia en la que se mezclaba el sueño con la lucidez, y sin duda también algunas alucinaciones. No obstante, ruidos y rumores que venían de la ciudad -chirriar de carros, pisadas de animales en el empedrado, gritos, llamadas, juramentos-, todo un sordo zumbido de muchedumbre y de movimiento era muy real, y demostraba que Sodoma seguía estando habitada y tenía una vida secreta y nocturna. Esta vida disminuyó y se desvaneció del todo al nacer el día. Entonces, al mirar a su alrededor Taor se dio cuenta de que sólo tenía un compañero a su lado. ¿Siri sin duda? No podía estar seguro, porque el hombre dormía, envuelto hasta los cabellos en una manta. Taor le tocó el hombro, luego le sacudió llamándolo. El dormido salió bruscamente de debajo de la manta e irguió una despeinada cabeza hacía Taor. No era Siri, era Draorna, un personaje ínfimo al que Taor nunca había prestado atención que vivía a la sombra de Siri y que cumplía escrupulosamente las delicadas e importantes funciones de tesorero-contable de la expedición.

– ¿Qué haces aquí? ¿Dónde están los demás? -le interrogó el príncipe con vehemencia.

– Nos has devuelto la libertad -dijo Draoma-. Se han ido. La mayor parte en dirección a Elat, detrás de Siri.

– ¿Qué ha dicho Siri para justificar que se iba?

– Ha dicho que estos lugares estaban malditos, pero que inexplicablemente algo te retenía aquí.

– ¿Ha dicho eso? -se sorprendió Taor-. Es verdad que no me decido a abandonar esta tierra sin haber encontrado lo que, sin saberlo bien, he venido a buscar. Pero, ¿por qué Siri no ha hablado conmigo antes de dejarme?

– Ha dicho que eso le resultaría demasiado difícil. Que con tu discursito nos has obligado a hacer una elección diabólica: irse como ladrones o quedarse.

– Y él se ha ido como un ladrón. Le perdono. Pero tú, ¿por qué te has quedado? ¿Sólo tú has querido ser fiel a tu príncipe?

– No, señor, no -reconoció Draoma con franqueza-. Yo también me hubiera ido muy a gusto. Pero soy responsable del tesoro de la expedición, y tengo que presentarte mis cuentas. No puedo volver a Mangalore sin tu sello. Sobre todo porque nuestros gastos han sido considerables.

– ¿O sea que una vez que haya puesto el visto bueno a tus cuentas tú también huirás?

– Sí, mi señor -respondió sin empacho Draoma-. Yo sólo soy un modesto contable. Mi mujer y mis hijos…

– Está bien, está bien -le interrumpió Taor-. Tendrás tu visto bueno. Pero salgamos de este horrible lugar.

Bajo la luz rasante del naciente sol, la ciudad volvía a tener un relieve del que carecía desde su destrucción, pero irreal, espectral, fantástico. Lo que amueblaba el espacio no eran torres, capiteles, techumbres, sino sombras inmensas proyectadas en negro sobre las losas enrojecidas por la luz del nuevo día. Taor pisaba esas sombras con una alada sensación de felicidad que no trataba de explicarse. Lo había perdido todo, sus golosinas, sus elefantes, sus compañeros; no sabía adonde iba; su pobreza y su disponibilidad para todo lo que pudiera sucederle le sumían en una ebriedad de canto.

Un vago rumor, gritos de camellos, golpes sordos, juramentos y gemidos le atrajeron hacia el sur de la ciudad. Desembocaron en una explanada bastante grande en la que una caravana se disponía a partir. Los camellos de albarda, con una tosca cuerda anudada a la mandíbula inferior, paseaban a su alrededor una lenta mirada de altiva melancolía. Les habían atado las patas delanteras, y sólo podían andar a pasitos rápidos. Les desataron, pero sólo para hacer que se agacharan, y se dejaron caer primero hacia delante y luego hacia atrás con gruñidos de exasperación. Luego ataron las cargas de sal, única mercancía que llevaba la caravana, a veces en placas rectangulares translúcidas -cuatro por camello-, otras en conos moldeados, envueltos en esteras de hojas de palma. El lugar se abría directamente al desierto, y Taor pensaba a pesar suyo en un puerto -Elat o Mangalore- donde una flotilla se disponía febrilmente a aparejar para una larga travesía. Porque lo cierto es que nada se parece más a una singladura monótona y regular por un mar en calma que el avance de una caravana por en medio de las rubias dunas que ondulan hasta el fondo del horizonte.