Observaba a un joven caravanero que disponía un hábil entrelazamiento de cuerdas destinadas a impedir que el peso se deslizara por el lomo del animal, cuando media docena de soldados interpelaron al hombre y le rodearon por completo. Hubo una discusión bastante viva cuyo sentido escapó a Taor. Luego los soldados se llevaron al caravanero. Un hombre obeso que llevaba anudado a la cintura el rosario de calcular de los mercaderes, no se perdió ni un detalle de la escena, y pareció buscar con los ojos un testigo para compartir con él su indignación satisfecha. Al descubrir a Taor, le explicó:
– ¡Ese bribón me debe dinero, y se disponía a largarse con la caravana! ¡Le han prendido a tiempo! -¿Adonde le llevan? -preguntó Taor. -Ante el juez de los miércoles, evidentemente. -¿Y luego?
– ¿Luego? -se impacientó el mercader-. Pues tendrá que pagarme, y como no va a poder, tendrá que ir a las minas de sal. Luego, encogiéndose de hombros ante tanta ignorancia, corrió tras los soldados.
¡La sal, la sal, siempre la sal! Taor sólo oía esta palabra desde que estuvo en Belén, una palabra obsesionante y fundamental, formada por tres letras; todos los alimentos básicos tenían muy pocas letras, trigo, vino, mijo, arroz, té… Alimentos cargados de símbolos y que definían otras tantas civilizaciones diferentes. Pero si existe una civilización del trigo, del mijo o del arroz, ¿es posible imaginar una civilización de la sal? ¿No hay en ese crista! un amargor y una causticidad que se oponen a que de él salga algo bueno y vivo? Echando a andar detrás de los soldados y de su prisionero, interrogó a Draoma. -Dime, tesorero-contable, para ti, ¿qué representa la sal? -¡La sal, mi señor, es una inmensa riqueza! Es el cristal precioso, como hay piedras preciosas y metales preciosos. En numerosas regiones sirve de moneda corriente, una moneda sin efigie, y por lo tanto independiente del poder del príncipe y de sus manipulaciones fraudulentas. Una moneda, por consiguiente, incorruptible, pero que sólo vale en los climas muy secos, pues tiene el inconveniente de fundirse y desaparecer bajo la primera lluvia.
– ¡Incorruptible para el hombre, pero a merced de un aguacero!
Taor admiraba el genio de ese cristal, que seguía enriqueciéndose de atributos contradictorios, y que también era capaz de hacer locuaz e ingenioso a un contable bobalicón.
Los soldados y su prisionero, siempre seguidos por el gordo mercader, desaparecieron detrás de un muro. Taor y su compañero descubrieron allí una estrecha escalera, por la que también bajaron. Un estrecho pasadizo con mucha pendiente conducía luego a un sótano grande y espacioso que tiempo atrás debía de tener encima un imponente edificio, a juzgar por sus paredes con contrafuertes y a su techo de forma ojival. Una muchedumbre silenciosa iba y venía sin prestar atención -a no ser precisamente por su silencio- al tribunal de los miércoles, que tenía sus sesiones en un entrante en forma de ábside. Taor observaba apasionadamente a aquellos hombres, a aquellas mujeres, a aquellos niños, todos sodomitas, habitantes secretos -o ignorados, en virtud de una convención tácita, por sus vecinos- de la ciudad maldita, supervivientes de una población exterminada por el fuego del cielo mil años atrás. «Está claro que esta especie es indestructible», pensó, «puesto que ni siquiera el propio Dios ha conseguido acabar con ella». Buscaba en aquellos rostros, en aquellas siluetas, lo que podía caracterizar al pueblo sodomita. Su delgadez y la impresión de fuerza que daban les hacían parecer altos, aunque su estatura no era más que mediana. Pero ni siquiera en las mujeres y los niños se advertía lozanía y frescor, ya que había en sus cuerpos una sequedad y una ligereza, en su rostro una expresión de tensa vigilancia, siempre dispuesta al sarcasmo, que atraían y al mismo tiempo inspiraban temor. «La belleza del Diablo?, pensó Taor, porque no olvidaba que se trataba de una minoría de réprobos, odiada por sus costumbres, aunque en su apariencia y en su comportamiento todo indicaba que querían ser a pesar de todo de su estirpe, sin provocación, pero no sin orgullo.
Taor y Draoma se acercaron al tribunal que iba a juzgar al caravanero. A los soldados y al demandante se habían unido unos cuantos curiosos, pero también una mujer con la cara devastada por la pena, que apretaba contra su pecho a cuatro niños de corta edad. La gente señalaba también a tres personajes vestidos de cuero rojo que custodiaban unas herramientas inquietantes; tenían un aire bonachón, pero eso quedaba desmentido por sus evidentes funciones de verdugo.
El juicio fue muy rápido, ya que el juez y los acusadores apenas escuchaban las respuestas y las declaraciones del acusado.
– Si me encarceláis no podré seguir ejerciendo mi oficio, y entonces ¿cómo voy a ganar el dinero necesario para pagar mis deudas? -argumentaba.
– Te daremos otra ciase de trabajo -ironizó el acusador.
La condena no ofrecía ninguna duda, los gritos de la mujer y de los niños redoblaron. Entonces Taor se adelantó hacia el tribunal y pidió permiso para tomar brevemente la palabra.
– Este hombre tiene mujer y cuatro hijos pequeños que sufrirán dura y muy injustamente si le condenáis -dijo-. ¿Quieren los jueces y el demandante permitir a un rico viajero que está de paso en Sodoma que satisfaga las sumas que debe el acusado?
El ofrecimiento era insólito, y la muchedumbre empezó a apiñarse en torno al tribunal. El presidente hizo una señal al mercader para que se acercara, y ambos conversaron en voz baja durante unos momentos. Luego dio una palmada sobre su pupitre y pidió silencio. A continuación declaró que se aceptaba el ofrecimiento del extranjero, a condición de que la suma se pagara inmediatamente y en una moneda que fuese indiscutible.
– ¿De qué suma se trata? -preguntó Taor.
Un murmullo de asombro admirativo recorrió a los asistentes: ¡aquel generoso extranjero ni siquiera sabía qué cantidad se comprometía a pagar!
El mercader se apresuró a contestar a Taor:
– Renuncio a los intereses debidos al retraso, así como a los gastos de justicia que ya he tenido que hacer. Redondeo la suma por debajo. En resumen, me consideraré pagado si se me abonan treinta y tres talentos.
¿Treinta y tres talentos? Taor no tenía ni la menor idea del valor de un talento, como tampoco de cualquier otra moneda, pero la cifra treinta y tres le pareció modesta, y por lo tanto tranquilizadora, y con la mayor serenidad se volvió hacia Draoma y le ordenó: «¡Paga!». Toda la curiosidad de la muchedumbre se concentró entonces en el contable. ¿Iba verdaderamente a hacer el mágico ademán que liberaría al deudor insolvente? La bolsa que sacó de su manto pareció de un tamaño irrisorio, aunque menos decepcionante que las palabras que pronunció:
– Príncipe Taor -dijo-, no me has dado tiempo para darte cuenta de nuestros gastos y de nuestras pérdidas. Desde que salimos de Mangalore han sido enormes. Así, cuando el Bodhi fue abandonado a los quebrantahuesos…
– Ahórrame el relato de todo nuestro viaje -le interrumpió Taor-, y dime sin más rodeos cuánto te queda.
– Me quedan dos talentos, veinte minas, siete dracmas, cinco sidos de plata y cuatro óbolos -recitó el contable de un tirón.
La muchedumbre estalló en una carcajada. ¡O sea que aquel viajero tan seguro de sí mismo, y con aires de gran señor, no era más que un impostor! Taor enrojeció de cólera, pero aún más contra sí mismo que contra aquel gentío burlón. ¿Cómo era posible? Hacía menos de una hora gozaba de su pobreza como de una inesperada juventud ofrecida por el destino, se embriagaba con su falta de medios y su disponibilidad como un vino nuevo que probaba por primera vez, y ante aquella prueba -un hombre acribillado de deudas, una mujer con varios hijos a su cargo-, se comportaba como un príncipe que poseía mucho oro, y que suprimía todos los obstáculos haciendo un solo gesto para señalar a su tesorero mayor. Levantó la mano para pedir de nuevo la palabra.