– Señores jueces -dijo-, os debo una disculpa, y en primer lugar por no haberme presentado mejor. Soy Taor Malek, príncipe de Mangalore, hijo del maharajá Taor Malar y de la maharaní Taor Mamoré. La escenita, bastante ridicula -convengo en ello-, a la que acabáis de asistir no se explica de otro modo: en mi vida he tocado, ni siquiera visto, una moneda. Talento, mina, dracma, siclo, óbolo, son otras tantas palabras de una lengua que no hablo ni entiendo. ¿Treinta y tres talentos seria la suma necesaria para salvar a este hombre? ¡Ni se me ha pasado por la cabeza que pudiese no tenerla! ¿Que resulta que no la tengo? ¡No importa! Tengo otra cosa que ofreceros. Soy joven, mi salud es excelente. ¡Demasiado buena quizá, si juzgo por mi vientre! Sobre todo no tengo ni mujer ni hijos. Solemnemente, señores jueces y tú, mercader demandante, os pido que aceptéis que yo ocupe el lugar del prisionero en vuestras prisiones. Trabajaré en ellas hasta que haya ganado lo suficiente para pagar esa deuda de treinta tres talentos.
La muchedumbre había dejado de reír. La enormidad del sacrificio imponía el silencio y el respeto.
– Príncipe Taor -dijo entonces el juez-, hace un momento no medías la importancia de la suma necesaria para rescatar al deudor. Ahora nos haces una proposición incomparablemente más grave, puesto que te ofreces a pagar con tu cuerpo y tu vida. ¿Lo has pensado bien? ¿No obras movido por un impulso de despecho, porque se acaban de reír de ti?
– Señor juez, el corazón del hombre es oscuro y turbio, y no podría jurar qué es lo que se esconde en él, ni siquiera en el mío. En cuanto a los motivos que me empujan a obrar como lo hago, en mi cautiverio tendré mucho tiempo para aclararlos. Que te baste saber que son lúcidos, firmes e irrevocables. Me ofrezco de nuevo para ocupar el lugar de este hombre durante el tiempo de cautiverio necesario para pagar su deuda.
– Sea -dijo el juez-, hágase según tu voluntad. ¡Que le encadenen!
Los verdugos se arrodillaron inmediatamente con sus herramientas a los pies de Taor. Draoma, que seguía con la bolsa en la mano, dirigía miradas de horror a derecha y a izquierda.
– Amigo mío -le dijo Taor-, guarda este dinero, te será útil para tu viaje. Anda, vuelve a Mangalore, donde tu familia te espera. Sólo te pido dos cosas: la primera, que allí no digas ni una palabra de lo que acabas de ver, ni de la suerte que me está reservada.
– Sí, príncipe Taor, sabré callar. ¿Y la otra cosa?
– Dame un abrazo, porque no sé cuándo volveré a ver a un hombre de mi país.
Se abrazaron, y luego el contable se perdió entre la muchedumbre, tratando en vano de disimular su prisa. Los verdugos trabajaban afanosamente a los píes de Taor. El preso liberado se abandonaba a las efusiones de su familia. Ya iban a llevarse a Taor, cuando éste se volvió por última vez hacia el juez.
– Sé que debo trabajar por la suma de treinta y tres talentos -dijo-. Pero, ¿cuánto tiempo necesita uno de vuestros presos para reunir esta suma?
La pregunta pareció sorprender al juez, que ya estaba estudiando el legajo de otro asunto.
– ¿Que cuánto tiempo necesita un preso salinero para ganar treinta y tres talentos? ¡Pues nada más sencillo de calcular, treinta y tres años!
Y se volvió encogiéndose de hombros. ¡Treinta y tres años! Esta perspectiva de tiempo prácticamente infinita dio vértigo a Taor. Se tambaleó, y se lo llevaron desvanecido a los subterráneos de las salinas.
Para todos los presos salineros el régimen de iniciación era el mismo. El efecto del cambio de las condiciones de ambiente y de vida afectaba de un modo tan terrible a las constituciones, incluso las más rudas, que ante todo había que evitar un suicidio. E! recién llegado se veía, pues, encadenado en el fondo de una celda individual. Si era necesario, le alimentaban a la fuerza por medio de una cánula. Una experiencia secular había demostrado que la aclimatación tenía más posibilidades de realizarse si era radical. Una vez superada la gran crisis inicial de la desesperación -que podía durar de seis días a seis meses-, e! salinero no debía volver a ver la luz del sol antes de cinco años. Durante este período sólo iba a ver a hombres de la mina, sometidos a las mismas condiciones que él, y su alimentación iba a ser a partir de ahora invariable: salazón de pescado y agua salobre. Y cae de su propio peso que en ese último aspecto, Taor -el príncipe del azúcar- fue donde tuvo que hacer la reforma más penosa de sus gustos y de sus costumbres. Desde el primer día tuvo la garganta inflamada por una sed ardiente, pero aún no era más que una sed de garganta, localizada y superficial.
Poco a poco desapareció, pero para ser sustituida por otra sed, menos dolorosa quizá, pero profunda, esencial. Ya no eran su boca y su garganta las que reclamaban agua dulce, era todo su organismo, cada una de sus células que sufrían una deshidratación fundamental y se reunían en un clamor silencioso y unánime. Sabía bien que esa sed, cuando la oía rugir en su interior, iba a necesitar todo el resto de su vida para saciarse, si le ponían en libertad antes de su muerte.
Las salinas formaban una inmensa red de galerías, salas y canteras subterráneas enteramente talladas en la sal gema, verdadera ciudad enterrada, doblemente encerrada, puesto que se encontraba bajo las viviendas y los edificios públicos, igualmente inhumados, de Sodoma. El trabajo se repartía entre los tres estadios de la producción salinera. Había los cavadores, los canteros y los talladores. Estos últimos convertían en placas blancuzcas los bloques arrancados del fondo por los canteros. Los cavadores realizaban un trabajo de excavación y de exploración que duraban desde hacía siglos, y que parecía que no se iba a acabar nunca. La dureza de la sal gema hacía inútil todo entibiamiento, pero eso no significaba que la labor careciese de sorpresas y peligros. A veces se veía aparecer en el espesor de una pared o un techo un fantasma oscuro de formas fantásticas, pulpo gigante, caballo enfermo de miembros hinchados, o pájaro de pesadilla. Se trataba de una bolsa de arcilla blanda, aprisionada en la gema como una burbuja gigantesca en la pureza de un cristal. La aparición de un «fantasma» en el curso de los trabajos de excavación obligaba a los cavadores a rodear el obstáculo, del que era imposible calcular la masa total. Las galerías se encontraban así infestadas de monstruos inmóviles, agazapados en el vientre de la montaña, y a veces uno de ellos, cansado de las manipulaciones y los alfilerazos de las hormigas humanas, estallaba con un ruido de trueno, e inundaba toda una mina bajo toneladas de arcilla líquida.
La explotación se componía de noventa y siete minas, que proporcionaban su cargamento a las dos caravanas que cada semana salían de Sodoma. Aunque a la producción de las losas de sal se añadía el importante añadido de los conos moldeados en formas de madera a partir de la sal marina recolectada en estanques que secaba el sol. Debido a que eso tenía lugar al aire libre, el trabajo de las salinas era codiciado por todos los salineros de las profundidades, que lo consideraban como un cierto retorno a las condiciones de la vida normal. Algunos obtenían a fuerza de servilismo que les destinaran allí. Pero la mina no deja fácilmente a los que la sirven. El fuerte sol, al cual aquellos hombres ya no estaban acostumbrados, les quemaba la piel y los ojos, y tenían que volver a la penumbra subterránea con lesiones cutáneas o una oftalmía incurables. El colmo de la degeneración era adaptarse a la degeneración hasta el punto de que cualquier mejora resultaba imposible. Bajo la acción permanente de la humedad saturada de sodio, algunos mineros veían cómo su piel se desgastaba, se hacía más delgada, hasta convertirse en completamente diáfana -como la que recubre una herida recién cicatrizada-, y eso les hacía parecer despellejados. Les llamaban los hombres rojos, y uno de ellos era el que había visto Taor la noche en que llegó a Sodoma. Generalmente iban desnudos -porque no soportaban ninguna ropa, y menos aún las de la mina, que debido a la sal eran muy ásperas-, y si se aventuraban a salir al exterior era en plena noche, por horror al sol. Sin duda debido a sus orígenes indios, Taor no conoció esa excoriación general, pero sus labios se apergaminaron, la boca se le resecó, los ojos se le llenaron de purulencias que no dejaban de supurar a lo largo de las mejillas. Al mismo tiempo veía desaparecer su vientre, y el cuerpo se le convirtió en el de un viejo encorvado y encogido.