– ¿Has oído hablar alguna vez de la goma adragante? -le preguntó.
– ¿La goma adragante? Desde luego que no, nunca -confesó humildemente Taor.
– Es la savia de un arbusto del género astragalus que se encuentra en Asia Menor. En el agua fría se hincha, y entonces toma el aspecto de un mucílago blanco, viscoso y espeso. Esa goma adragante ocupa un lugar importante en las altas esferas de la sociedad. Se convierte en pasta pectoral para los boticarios, en gomina para los peluqueros, en almidón para los lavanderos y en jalea para los pasteleros. Pero su apoteosis se da en el Raha-lukum.
«Primero hay que lavar la goma con agua fresca, la pones en una tortera, la cubres de agua y la dejas reposar diez horas.
Al día siguiente empiezas poniendo al fuego un recipiente con agua que servirá para el baño de María. Viertes el contenido de la tortera en una cacerola, que pones al baño de María. Esperas a que la goma se funda, removiendo con una cuchara de madera y espumando de vez en cuando. Luego pasas la goma fundida a través de un tamiz, y otra vez la dejas reposar diez horas. Una vez pasado ese tiempo, vuelves a la cocción al baño de Mana. Añades azúcar, agua de rosas o flor de azahar. Lo dejas cocer revolviendo sin cesar hasta obtener una pasta que forme una cinta. Lo sacas del fuego y lo dejas reposar un minuto Luego viertes la pasta en una mesa de mármol, y con el cuchillo la cortas en cubitos, no sin antes hundir una nuez en cada uno de ellos. Dejas que se endurezca en un lugar fresco
– Bueno, pero ¿y el pistacho?
– ¿Qué pistacho?
– Yo te hablaba del Rahat-lukum con pistacho
– Nada más fácil. Pulverizas los granos de pistacho hasta que se convierta en verdadero polvo, ¿entiendes? Y lo incorporas a la pasta en vez del agua de rosas o de la flor de azahar que te decía. ¿Estás satisfecho?
– Sin duda, sin duda -murmuró pensativamente Taor.
No añadió, por miedo a irritar a su compañero, hasta qué punto esa historia del Rahat-lukum le parecía ahora lejana; la cáscara ínfima y ligera de una semilla que había cambiado toda su vida, hundiendo en ella raíces formidables, pero cuya floración prometía llenar el cielo.
La alta sociedad sodomita no desdeñaba pedir a la administración de las minas que le enviase presos salineros para efectuar trabajos serviles, o como ayuda temporal en ciertas circunstancias excepcionales. La administración no veía con buenos ojos esas prácticas -nefastas para los presos, según creía-, pero no podía oponer una negativa a cierras personalidades. Así fue como Taor pudo conocer, bajo la librea de un criado o de un copero, a los dueños de Sodoma, en el curso de largas cenas en las que se reunían. Esas funciones -que respondían a su vocación alimentaria- le ofrecían un puesto de observación incomparable. Considerado por los anfitriones y los invitados como inexistente, lo veía todo, lo oía todo, lo registraba todo. Si los jefes de la mano de obra temían que esas horas pasadas en un ambiente lujoso y refinado menguasen la resistencia física y moral de los salineros, se engañaban, al menos en el caso de Taor. Por el contrario, nada más vigorizante para el antiguo príncipe del azúcar que el espectáculo de aquellos hombres y de aquellas mujeres que no eran la sal de la tierra, porque, según decían, no había tierra en Sodoma, sino la sal de la sal, o incluso, añadían la sal de la sal de la sal. Pero no se sentía inclinado a apegarse sin reservas a aquellos malditos, aquellos réprobos, unidos por un espíritu acerado de negación y de escarnio, un escepticismo inveterado, una arrogancia hábilmente cultivada. Con toda evidencia eran prisioneros de un prejuicio de denigramiento y de corrosión que respetaban escrupulosamente como la única ley tribal.
Taor estuvo un tiempo trabajando para una importante casa, la de un matrimonio que llevaba una vida de gran lujo, y cuyas cenas reunían a lo más brillante y corrosivo de Sodoma. Se llamaban Semazar y Amrafele, y aunque eran marido y mujer se parecían como hermano y hermana, con los ojos sin pestañas, los párpados que jamás se cerraban, la nariz arremangada por la insolencia, los labios delgados, sinuosos, burlones, y aquellas dos grandes arrugas amargas que les cruzaban las mejillas. Rostros iluminados por la inteligencia, que sonreían siempre, que no sabían reír. Desde luego, formaban un matrimonio unido e incluso armonioso, pero al estilo de Sodoma, y un observador poco avisado se hubiera sorprendido de la atmósfera de maldad vigilante que mantenían entre sí. Con un instinto de tirador infalible, cada uno de ellos acechaba el punto vulnerable de su interlocutor, aquél en el que se descubre, para convertirlo al instante en el blanco de una nube de flechecitas envenenadas. La regla implícita de la relación entre sodomiras exigía que cuanto más se amasen, se encarnizaran con mayor crueldad el uno contra el otro. Aquí la indulgencia significaba indiferencia, y la benevolencia desdén.
Taor pasaba y volvía a pasar como una sombra por aquellas vastas salas herméticamente cerradas, donde banqueteaban noches enteras. Licores de tonalidades tóxicas destilados por los laboratorios del Lago Asfáltico, inflamaban las imaginaciones, hacían subir el tono de los discursos, estallar el cinismo de los gestos. Allí se decían y se hacían cosas abominables de las que Taor era obligado testigo, pero no cómplice. Había comprendido que la civilización sodomita se componía de tres principios estrechamente amalgamados: la sal, la depresión telúrica y cierto uso amoroso. Ahora bien, las minas de sal y su extremada indignidad eran algo que Taor sentía en su carne y en su alma desde hacía tantos años que pronto iba a llegar e! día -si es que aún no había llegado -en que hubiera vivido en aquel infierno más tiempo que en ningún otro lugar. Sin duda ello bastaba para darle del espíritu sodomita cierta comprensión, pero sólo de carácter intelectual, abstracto. Recordaba los primeros pasos que dio por la ciudad fulminada observando cómo todos los relieves habituales, todas las alturas normales en una ciudad aquí se habían sustituido por sombras proyectadas. Precipitado en la vida subterránea de la ciudad, más tarde comprendió que los relieves, de los que aquellas sombras dibujaban el perfil, no sólo habían sido aplastados bajo el pie de Yahvé, sino que se les había dado la vuelta, convirtiéndolos en valores negativos.
Cada altura de la ciudad se reflejaba así bajo la forma invertida de una profundidad a la vez semejante y diametralmente opuesta. Esta inversión tenía su equivalente en el espíritu sodomita, que tenía de las cosas una visión en sombras negras, angulosas, cortantes, hundiéndose en abismos vertiginosos. En el sodomita toda altura de miras se resolvía en análisis fundamental, todo movimiento ascendente en penetración, toda teología en ontología, y la alegría de acceder a la luz de la inteligencia quedaba helada por el espanto del buscador nocturno que hurga en los basamentos del ser.
Pero la comprensión de Taor no iba más lejos, y veía con toda claridad que los dos elementos de la civilización sodomita que él conocía -sal y depresión- eran como accidentales y exteriores el uno respecto al otro, ya que el erotismo no los envolvía en su calor y su espesor carnales. Estaba claro que, al no haber nacido allí y de padres sodomitas, esa clase de amor iba a inspirarle siempre un horror instintivo, y que a la admiración que no podía negar a aquellas gentes, se mezclarían la compasión y la repulsión.
Les escuchaba, pues, celebrar sus amores con oído atento, pero le faltaba la simpatía sin la cual esas cosas sólo se comprenden a medias. Se jactaban de escapar a la atroz mutilación de los ojos, del sexo y del corazón -materializada por la circuncisión- que la ley de Yahvé inflige a los niños de su pueblo para hacerlos inaptos a toda sexualidad que no sea de procreación. Sólo tenían sarcasmos para el procreacionismo a toda costa de los demás judíos, que conducía fatalmente a crímenes innumerables que iban desde las maniobras abortivas hasta los abandonos de niños. Recordaban la infamia de Lot, aquel sodomita, que había renegado de su ciudad y elegido el bando de Yahvé, y que luego había sido embriagado y violado por sus propias hijas. Se alegraban de vivir en un desierto estéril, de su materia cristalina -es decir, que se agotaba en un montón de formas geométricas-, de los manjares puros y asimilables sin residuos que comían, gracias a los cuales sus intestinos, en vez de funcionar como una cloaca llena de inmundicias, era la columna hueca y fundamental de su cuerpo. Según ellos, las dos oes de Sodoma -como también las de Gomorra, pero con un sentido diferente-significaban los dos esfínteres opuestos del cuerpo humano, el oral y el anal, que se comunican, se corresponden y se llaman de un extremo a otro del hombre, como el alfa y el omega de la vida, y solamente el acto sexual sodomita responde a ese oscuro y gran tropismo. Decían también que gracias a la sodomía, la posesión, en vez de encerrarse en un callejón sin salida, comunica con el laberinto intestinal, irriga todas las glándulas, estimula todos los nervios, sacude todas las entrañas, y desemboca finalmente en plena cara, metamorfoseando todo el cuerpo en trompeta orgánica, tuba visceral, oflicleido mucoso, con curvas y volutas infinitamente ramificadas. Taor, en cambio, les comprendía mejor cuando les oía decir que la sodomía, en lugar de supeditar el sexo a la propafación de la especie, lo exalta lanzándolo por el camino real del circuito alimenticio.