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Debido a que respeta la virginidad de la doncella y no afecta al peligroso engranaje de la fecundidad de la esposa, la sodomía gozaba de particular favor entre las mujeres, hasta el punto de que se inscribía en un verdadero matriarcado. Por otra parte, a una mujer -la esposa de Lot- rendía culto toda la ciudad, como a su divinidad tutelar.

Avisado por dos ángeles de que el fuego del cielo iba a caer sobre la ciudad, Lot traicionó a sus conciudadanos y huyó a tiempo con su mujer y sus dos hijas. Sin embargo se les prohibió volver la vista atrás. Lot y sus hijas obedecieron. Pero la esposa no pudo por menos que volver la cabeza para dirigir un último adiós a la ciudad querida que estaba desapareciendo entre las llamas. No se le perdonó aquel impulso de ternura, y Yahvé inmovilizó a la desventurada en forma de columna de sal 13

Para conmemorar aquel martirio los sodomitas se reunían todos los años en una especie de fiesta nacional en torno a la estatua que, desde hacía ahora mil años, huía de Sodoma, pero a pesar suyo, hasta el punto de que una torsión de todo su cuerpo la hizo quedar mirando a la ciudad, magnífico símbolo de fidelidad valerosa. Cantaban himnos, bailaban, se emparejaban «a la manera de nuestra tierra» en torno a la Madre Muerta, cubrían con toda la flora de la región, rosas de arena, anémonas fósiles, violetas de cuarzo, ramas de yeso, a aquella mujer, impulsiva e inmovilizada a un tiempo, en la dura espiral de sus velos petrificados.

Poco tiempo después la sexta salina vio llegar a un nuevo preso. Su piel curtida, su cuerpo carnoso y sobre todo el asombro horripilado que albergaba sin cesar su mirada en aquellos lugares subterráneos, todo en él delataba al hombre recién arrancado a la tierra florida y al dulce sol, y llevando aún en él el buen olor de la vida superficial. Los hombres rojos le rodearon inmediatamente para palparle e interrogarle. Se llamaba Dema, y era oriundo de Merom, a orillas del pequeño lago Huleh que atraviesa el Jordán. Como la región es muy pantanosa y abunda en peces y aves acuáticas, vivía de la caza y de la pesca. ¡Ay, si no hubiera abandonado su lugar de origen! Pero, empujado por la esperanza de presas más abundantes, descendió por el curso del Jordán, primero hasta el lago de Genesaret, donde vivió largo tiempo, y luego más al sur, cruzando la Samaría, hasta detenerse en Betania y, finalmente, llegar a la desembocadura del río en el mar Muerto. ¡Región maldita, fauna horrible, encuentros execrables!, gemía. ¿Por qué no había vuelto atrás en seguida, regresando al norte risueño y verde? Había tenido una disputa con un sodomita y le había partido la cabeza de un hachazo. Los compañeros del muerto se habían apoderado de él y le habían llevado con ellos a Sodoma.

Los hombres rojos no tardaron en considerar que ya habían sacado todo lo que podían del preso extranjero, y lo abandonaron al estado de postración desesperada que atravesaban siempre los recién llegados antes de resignarse a su horrible situación. Taor le tomó bajo su protección, le obligó afectuosamente a comer un poco, y le hizo lugar en su nicho de sal para que pudiera tenderse a su lado. Hablaron durante horas y horas a media voz en la noche malva de la salina, cuando, con los ríñones y la nuca rotos por la fatiga, no podían conciliar el sueño. Así fue como Dema hizo una alusión incidental a cierto predicador al que había oído a orillas del lago de Tiberíades y en los alrededores de la ciudad de Cafarnaúm, y al que las gentes solían llamar el Nazareno. Al principio Taor no reparó en aquellas palabras, pero en aquel momento un llamita cálida y brillante danzó en su corazón, pues comprendió que se trataba del mismo a quien no había podido encontrar en Belén, y por quien se había negado a regresar con sus compañeros. Dejó pasar aquella alusión como un pescador deja pasar un pez magnífico que acecha desde hace años, pero al que teme asustar una vez que lo ha encontrado, pues sólo extremando el cuidado y la delicadeza va a conseguir que entre en la nasa. Como disponía de tiempo ilimitado, dejó que la memoria de Dema destilara lentamente, gota a gota, todo lo que sabía del Nazareno, por haberlo oído contar o por haberlo visto con sus propios ojos. Dema evocó así aquel banquete de boda en Cana en el que Jesús convirtió el agua en vino, luego la gran muchedumbre reunida en torno a él en el desierto, a la que había alimentado hasta saciarla con cinco panes y dos peces. Dema no había presenciado estos milagros. En cambio estaba allí, a orillas del lago, cuando Jesús rogó a un pescador que se alejase de la costa en su barca, y que allí echara las redes. El pescador obedeció de mala gana, porque había estado trabajando toda la noche sin conseguir ninguna pesca, pero esta vez creyó que su red iba a reventar, hasta tal punto era grande la cantidad de peces capturados. Dema había visto esto con sus propios ojos, y daba fe de ello. -Parece ser -dijo por fin Taor- que el Nazareno lo que quiere por encima de todo es dar de córner a los que le siguen…

– Sin duda, sin duda -aprobó Dema-, pero los hombres y mujeres que le rodean distan mucho de aceptar siempre con entusiasmo su invitación. Hasta el punto de que yo le oí contar un apólogo bastante amargo, sin duda inspirado por la frialdad y la indiferencia de aquellos a los que quería dar mucho. Es la historia de un hombre rico y generoso que había hecho grandes gastos para ofrecer una cena suculenta a sus parientes y amigos. Cuando todo estuvo preparado, al ver que no acudía nadie, les mandó un criado para recordarles su invitación. Pero cada cual inventó un pretexto diferente para excusarse. Uno tenía que ir a ver un campo que acababa de comprar, otro tenía que probar cinco yuntas de bueyes nuevos, un tercero debía irse en viaje de bodas. Entonces el hombre rico y generoso mandó a sus criados que invitaran en las calles y en las plazas a todos los mendigos, lisiados, ciego y cojos, «a fin de que, dijo, los deliciosos platos que he preparado no se pierdan».

Escuchándole, Taor recordaba las palabras que él mismo pronunció tras oír el relato que hicieron Baltasar, Melchor y Gaspar, y en verdad que en aquellos momentos debió de tener una inspiración divina, porque, después de reconocer que se sentía terriblemente ajeno a las preocupaciones artísticas, políticas y amorosas de los tres reyes magos, expresó la esperanza de que también a él el Salvador le hablase en un lenguaje acorde con su íntima personalidad. Y ahora, por boca del pobre Dema, Jesús le contaba historias de banquete de bodas, de panes multiplicados, de pescas milagrosas, de festines ofrecidos a los pobres, a él, Taor, cuya vida entera -y hasta su gran viaje a Occidente- había tenido como centro preocupaciones alimenticias.

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13 Génesis, 19