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En los días siguientes las horas de marcha sucedían a las horas de marcha, las tierras rojas agrietadas a los ergs erizados de espinos, los pedregales con hierbas amarillas a las sales centelleantes de las sebjas, parecía que estábamos caminando por la eternidad, y muy pocos de nosotros hubieran sido capaces de decir cuánto tiempo hacía que habíamos iniciado el viaje. También eso es el viaje, una manera de que el tiempo transcurra a la vez mucho más lentamente -según el negligente balanceo de nuestras monturas- y mucho más aprisa que en la ciudad, donde la variedad de los quehaceres y de las visitas crea un pasado complejo dotado de planos sucesivos, de perspectivas y de zonas diversamente estructuradas.

Vivíamos principalmente bajo el signo de los animales, y en primer lugar, como es natural, de nuestros propios camellos, sin los cuales hubiéramos estado perdidos. Fuimos inquietados por una epidemia de diarrea que provocó una hierba abundante y grasa, y que hacía chorrear por los flacos muslos de nuestras bestias humores verdes y líquidos. Un día tuvimos que abrevarlas a la fuerza, porque el único manantial existente antes de tres jornadas de camino daba un agua límpida, pero que el natrón había vuelto amarga. Hubo que matar a tres camellas, casi desfallecidas, antes de que quedaran reducidas al estado de esqueletos ambulantes. Esto fue ocasión de una comilona a la que me uní más por solidaridad con mis compañeros que por gusto. Según la tradición, los huesos con tuétano se metían en la bolsa de los estómagos; éstos se enterraban bajo las brasas, y al día siguiente aparecían llenos de un caldo sanguinolento que hacía las delicias de los hombres del desierto. Pero el aprovisionamiento de leche quedó considerablemente disminuido.

Nos acercábamos insensiblemente al Nilo, y de pronto lo divisamos no sin maravilla, inmenso y azul, bordeado de papiros cuyas umbelas se acariciaban al viento en medio de un sedoso crujido. En una ensenada pantanosa había un hipopótamo panza arriba, con sus cortas patas al aire, despanzurrado en gran parte, con todas las tripas fuera. Nos acercamos y vimos salir de aquella viscosa caverna a un niño desnudo, como una estatua roja de sangre en la que no se veía más blancura que la de los ojos y la de los dientes. Se rió a carcajadas alargándonos los brazos y ofreciéndonos vísceras y pedazos de carne.

Tebas. Cruzamos el río para mezclarnos con la muchedumbre de la antigua metrópolis egipcia. Fue un error. A medida que avanzábamos hacia el norte veíamos aclararse las pieles. Me anticipo al momento en el que iban a ser los negros, como nosotros, los que llamaremos la atención en medio de una población blanca, inversión difícilmente imaginable del blanco sobre fondo negro al negro sobre fondo blanco.

Aún no había llegado ese momento, pero de todas formas me estremecí al ver cabezas rubias entre la población del puerto. ¿Tal vez fenicios? Sí, fue un error, porque mis heridas volvieron a abrirse al contacto con los hombres. Mi corazón herido solamente soporta el desierto. Con alivio por mi parte, llegué al silencio de la orilla izquierda, donde los dos colosos de Memnón velan sobre las tumbas de los reyes y de las reinas. Anduve largamente a orillas del agua viendo pescar a los halcones sagrados, imágenes del dios Horus, hijo de Osiris y de Isis, vencedor de Seth. Esas espléndidas aves tienen el pico demasiado corto para coger peces. Pescan, pues, con sus garras, y cuando se dejan caer sobre la superficie del agua como meteoritos, en el último momento un resorte hace salir sus patas provistas de garras, que se tienden hacia su presa sumergida. Arañan el espejo del agua, y en seguida remontan el vuelo moviendo rápidamente las alas, y mientras vuelan desgarran con su pico el pez que mantienen prisionero. Más que ningún otro pueblo, los egipcios se han sentido impresionados por la sencillez del cuerpo del animal, y la perfección de su ajuste al orden de la naturaleza. Sin duda alguna eso justifica un culto. ¡Señor Horus, dame la cándida fuerza y la salvaje belleza de tu ave emblemática!

Cediendo a la seducción de las aguas tranquilas y límpidas del río, levantamos nuestro campamento junto al agua, en la orilla izquierda. Barka Mai no había dejado de advertir la amargura de mi mueca y la tristeza de mis ojos. Sabía que ya había dejado muy atrás la alegre exaltación que sentía cuando partimos. Comimos en silencio el guiso de gruesas habas pardas y cebolla trinchada con aceite y comino que parece ser el plato nacional de este país. Como no tenía el menor apetito, fui particularmente sensible a la insipidez de esos manjares, y observé en esa ocasión que la comida es cada vez más sosa a medida que se avanza hacia el norte, una regla que sólo han desmentido los saltamontes macerados en vinagre que nos esperaban en Judea, Luego me abismé en la contemplación de los torbellinos y de los remolinos que hacían espejear la corriente perezosa del río.

– Estás triste como la muerte -me dijo Barka-. Deja de contemplar esas aguas glaucas. Vuelve tu vista, por el contrario, hacia la Montaña de los Reyes. Ve a pedir consejos a esos dos colosos que velan por la metrópoli de Amenofis. ¡Ve, que te esperan!

Para hacer que alguien obedezca, aunque sea un rey, no hay como mandarle el acto que desea realizar en el fondo de su corazón. Yo había visto desde lejos los dos gigantes, situados el uno al lado del otro, y en seguida sentí el deseo de ponerme bajo la formidable protección de esas figuras admirables. Porque de esas estatuas altas como diez hombres, emana una irradiación de serenidad, que se debe sin duda en parte a su postura: juiciosamente sentadas, con las dos manos posadas sobre las juntas rodillas. Primero di la vuelta a las dos estatuas, luego me adentré en la ciudad de los muertos de la que son las guardianas. Del templo funerario de Amenofis no quedan más que columnas, capiteles, escaleras que se interrumpen misteriosamente en el aire, bloques enigmáticos. Pero ese caos envuelve el orden negro de las tumbas y de las estelas. Bajo el desorden que es aún vida y humanidad, el reloj de los dioses sigue con su tic-tac imperturbable. Uno sabe con certidumbre que el tiempo trabaja para ella, y que dentro de poco el desierto habrá digerido esas ruinas. Sin embargo, los colosos velan… Quise hacer lo mismo que ellos. Me senté en cuclillas sobre mi manto al pie del coloso del norte. Durante una parte de la noche acompañé con mi pequeña y frágil guardia humana la eterna guardia del gigante de piedra. Por fin me dormí.

Me sacaron de mi sueño unos vagidos infantiles. Al menos eso fue lo que creí al principio. Se oía resonar una voz pueril y quejumbrosa. ¿De dónde salía? Parecía salir de lo alto, tal vez del cielo, o, mejor dicho, de la pequeña cabeza tocada con el nemes de Memnón. A veces también era como un canto, porque tenía acentos de ternura, trinos, un gorjeo de voluptuosidad infantil. Como las risitas de un niño de pecho recibiendo las caricias de su mamá.

Me levanté. A la lívida luz de la aurora, el desierto y las tumbas parecían aún más desoladas que en el crepúsculo. No obstante, por el este, al otro lado del Nilo, un desgarrón purpúreo hería el cielo, y un reflejo anaranjado caía sobre el pecho de piedra de mi coloso. Entonces me acordé de una leyenda que me habían contado, pero tan extravagante que llegué a olvidarla. Memnón era hijo de la Aurora y de Titón, rey de Egipto, quien le envió para socorrer la sitiada ciudad de Troya. Allí murió a manos de Aquiles. Desde entonces, todas las mañanas, Aurora cubre con lágrimas de rocío y de rayos afectuosos la estatua de su hijo, y el coloso adquiere vida y canta dulcemente bajo las cálidas caricias de su madre. A tan emocionante reencuentro estaba asistiendo yo, y sentí que me invadía una extraña exaltación.