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Por segunda vez descubría que la grandeza es el único remedio verdadero para el amor desgraciado. El dolor encuentra el colmo de su pesar en las penas vulgares, los golpes bajos, las mezquindades acumuladas, las insidias. Primero fue el cometa -avatar celeste de Biltina- lo que me arrancó de la languidez de mis aposentos para lanzarme por los caminos del desierto. Y aquella mañana veía el dolor de una madre elevada a una altura sublime, oía las expansiones filiales del sol levante y del coloso de piedra con voz de niño. ¡Y yo era rey! ¿Cómo no iba a comprender tan exaltante lección? Me sonrojé de cólera y de vergüenza al pensar en la abyección en que había caído para torturarme a propósito del vómito de una esclava, preguntándome con desesperación si la causa había sido la pierna de antílope, la cola de cordero o mi negritud. A mis hombres les costó reconocer a su soberano, abrumado de pesadumbre la víspera, cuando les ordené enérgicamente que la caravana volviese a ponerse en marcha, para proseguir hacia el noreste, en dirección al mar Rojo.

Desde Tebas, necesitamos dos días para llegar a Konópolis, donde se fabrican vasijas, ánforas y jarras con una arcilla mezclada con cenizas de esparto. El resultado es una materia porosa que conserva el agua fresca gracias a una constante evaporación. Después nos adentramos en un macizo montañoso en el que sólo fue posible avanzar haciendo jornadas muy cortas. Tuvimos que sacrificar dos camellos jóvenes poco avezados o cargados en exceso que se lastimaron con las rocas. Una vez más fue una ocasión para mis hombres de hartarse de carne. Necesitamos diez días completos de penoso avance por desfiladeros dominados por cumbres nevadas, paisaje totalmente nuevo para nosotros, antes de desembocar en la llanura litoral. Nuestro alivio fue inmenso al descubrir por fin el horizonte marino, luego las playas de arena salada, sobre las cuales los más ardientes de mi séquito se abalanzaron gritando de entusiasmo igual que niños. Porque el mar parece siempre como una promesa de evasión, ay, muy a menudo engañosa.

Nos detuvimos en el puerto de Kosseir. Como la mayor parte de las ciudades costeras del mar Rojo, lo esencial del tráfico marítimo de Kosseir se efectúa con Elat, en el extremo norte del golfo que separa la península del Sinaí y la costa de Arabia. Es el antiguo Ezion Gueber del rey Salomón, por donde pasaba el oro, el sándalo, el marfil, los monos, los pavos reales y los caballos de los dos continentes, el africano y el arábigo. Nueve días tuvimos que emplear en discusiones para fletar las nueve barcazas que necesitábamos para transportar hombres, animales y provisiones. Luego aún fue forzoso aguardar cinco días más, porque el viento soplaba del norte y hacía imposible la navegación. Por fin pudimos levar anclas, y tras una semana de navegación al píe de los acantilados de granito abruptos y desérticos, dominados por imponentes cumbres, entramos en la anchura del puerto de Elat. Esta apacible travesía fue un reposo para todo el mundo, y en primer lugar para los camellos inmovilizados en la sombra de las calas, y que se rehicieron la joroba comiendo y bebiendo hasta la saciedad.

Desde Elat a Jerusalén nos habían anunciado veinte días de camino, y sin duda hubiésemos recorrido esa distancia en ese tiempo, de no ser por el encuentro que tuvimos dos días antes de Jerusalén, y que retrasó nuestra marcha, aunque dándole un nuevo significado.

Desde que desembarcamos, Barka Mai me hablaba de la majestad inaudita de la antigua Hebrón hacia la que nos dirigíamos, y que según él hubiera bastado para justificar el viaje. Se enorgullecía de ser la ciudad más antigua del mundo. ¿Y cómo no iba a serlo si fue allí donde se refugiaron Adán y Eva cuando fueron expulsados del Paraíso? Aún había más: podía verse el campo cuya arcilla utilizó Yahvé para modelar al primer hombre.

Hebrón, la puerta del desierto de Idumea, monta guardia sobre tres pequeñas colinas verdes, plantadas de olivos, de granados y de higueras. Sus casas blancas, enteramente cerradas al exterior, no permiten ver ningún signo de vida. Ni una ventana, ni una prenda de ropa secándose en una cuerda, ni un alma por sus callejas escalonadas, ni siquiera un perro. Ésta es al menos la adusta máscara que opone al extranjero la primera ciudad de la historia de la humanidad. Eso fue también lo que me contaron los mensajeros que envié para anunciar nuestra llegada. Sin embargo, en Hebrón no habían encontrado solamente el vacío. Según lo que me dijeron, una caravana nos había precedido apenas en unas horas, y ante la escasa hospitalidad de los habitantes de aquel lugar, los viajeros estaban levantando al este de la ciudad un campamento que prometía ser magnífico. Me apresuré a mandar un enviado oficial para presentarnos y averiguar las intenciones de aquellos extranjeros. Volvió visiblemente satisfecho del resultado de su misión. Aquellos hombres eran el séquito del rey Baltasar IV, soberano del principado caldeo de Nippur, y el rey nos daba la bienvenida y me rogaba que aceptase su invitación para cenar.

Lo primero que me sorprendió al acercarme al campamento de Baltasar fue la cantidad de caballos. Nosotros, las gentes del profundo sur, sólo viajábamos con camellos. El caballo, debido a que suda y a que orina mucho, no es apto para la falta de agua, que es nuestra condición habitual. Y sin embargo el rey Salomón hacía venir de Egipto los caballos que enganchaba a sus famosos carros de combate. Por su cabeza arqueada, sus patas cortas pero fuertes, su grupa redonda como una granada, los caballos del rey Baltasar pertenecen a la célebre raza de los montes Taurus, y según la leyenda descienden de Pegaso, el caballo alado de Perseo.

El rey de Nippur es un anciano afable que a simple vista parece apreciar por encima de todo la comodidad y el refinamiento de la vida. Se desplaza de una manera tan suntuosa que a nadie se le ocurre ni por un momento preguntarle con qué objeto viaja: por placer, por recreo, por felicidad, responden los tapices, la vajilla, las pieles y los perfumes, de todo lo cual se encarga una servidumbre numerosa y especializada. Apenas llegamos, fuimos bañados, peinados y ungidos por unas muchachas expertas cuyo tipo físico no dejó de impresionarme. Más tarde me contaron que eran todas de la raza de la reina Malvina, oriunda de la lejana y misteriosa Hircania. El rey, tributando así un delicado homenaje a su esposa, hace que sean de allí todas las doncellas del palacio de Nippur. De piel muy blanca, tienen espesas cabelleras negras como el jade, formando un contraste delicioso con unos ojos azul celeste. Mi desgraciada historia personal hizo que prestara atención a esos detalles, y las contemplé con mucho interés mientras me prodigaban sus cuidados. De todas formas, una vez agotado el primer efecto de la sorpresa, el encanto se desvanece un poco. Una piel blanca y unos cabellos abundantes y negros es algo bonito, pero advertí la huella de un vello oscuro sobre su labio superior y sus antebrazos, y no tengo la seguridad de que un examen más minucioso de esas muchachas pueda acabar siéndoles favorable. En resumen, prefiero las rubias y las negras: al menos el color de la piel armoniza con su pilosidad. Por supuesto, me guardé mucho de hacer preguntas indiscretas a Baltasar, sobre todo teniendo en cuenta que él no me interrogó acerca de los motivos y de la meta de mi viaje. Obligados por la cortesía, jugamos a ese extraño juego que consiste en callar lo esencial y a no abordarlo más que indirectamente, por medio de deducciones extraídas mal que bien de frases insignificantes que cambiamos, de tal suerte que al final de nuestro primer encuentro yo casi no sabía nada de él, y por su parte, tampoco él hubiera podido decir gran cosa de mí. Por fortuna no estábamos solos, y nuestros esclavos y cortesanos no estaban sometidos a la misma regla de discreción, por lo cual al día siguiente sabríamos más el uno del otro gracias a los chismes de tinelos, cocinas y cuadras, que no dejarían de llegar a nuestros oídos. Lo que parecía seguro es que el rey de Nippur es un gran experto en arte, y que colecciona con pasión esculturas, pinturas y dibujos. ¿Acaso viajaba simplemente para ver y adquirir objetos bellos? Tal suposición parecía acorde con su fastuoso cortejo.