Di las órdenes necesarias para las honras fúnebres de mi padre. El dolor y las disposiciones que había tenido que tomar me tenían agotado. Al día siguiente debían presentarme, con la pompa más solemne, a los veinte miembros del Consejo de la Corona, para que me confirmaran de manera oficial en mi próximo acceso a la sucesión de mi padre. Estaba yo descansando cuando, con las primeras luces del alba, Baktiar, mi antiguo preceptor, que siempre había sido para mí un segundo padre, se hizo llevar a mi presencia, y me advirtió que tenía que levantarme y huir sin tardanza. Lo que me contó desafiaba la más negra de las imaginaciones. La reina, mi madre, estaba presa. Querían a toda costa que firmase unas confesiones mentirosas, según las cuales yo era el fruto de otros amores que se suponía había tenido con un nómada de su tribu. Los conjurados amenazaban con darme muerte si se negaba a confirmar tales infamias. Sin duda, el Consejo, del cual dos tercios de sus miembros estaban comprados, iba a destronarme para dar la Corona a mi tío. Sólo huyendo podía salvar a la reina de aquel dilema que le imponían. Entonces los conjurados tendrían que dejarla en libertad, y yo estaría a salvo, aunque reducido a la mayor de las pobrezas, y careciendo hasta del derecho a usar mi nombre.
Huimos, pues, por los pasadizos subterráneos del palacio que lo comunican con la necrópolis. Pude así, debido a las circunstancias, saludar de pasada a mis antepasados, y recogerme ante la tumba preparada para mi padre, según las órdenes que yo mismo había dado unas horas atrás. Para engañar a los que nos perseguían tomamos la dirección que en apariencia era la menos lógica. En vez de huir hacia el este, en dirección a Asiria, donde hubiéramos podido refugiarnos -pero no teníamos ninguna posibilidad de llegar al Eufrates antes de que nos alcanzaran-, nos dirigimos hacia poniente, en dirección a Hama, la ciudad de mi peor enemigo. Dos días después, tendido entre el argayo de una peñas, vi pasar el cortejo de mi tío Atmar, que se dirigía a Palmira. Comprendí que se había puesto en camino aun antes de conocer la decisión del Consejo, hasta tal punto tenía la anticipada certeza de cuál iba a ser. Tanta prisa me permitió medir la magnitud de la traición de la que yo era víctima.
Vivíamos de la mendicidad, y esta terrible prueba en cierto modo me enriqueció, sobre todo haciéndome conocer a mi propio pueblo bajo un aspecto diametralmente opuesto a aquél bajo el cual hasta entonces le había entrevisto. En ocasiones yo había presidido los repartos de víveres entre los indigentes de Palmira. Con la inconsciencia de mí edad, yo representaba a la ligera ese papel aparentemente halagador y fácil de bienhechor generoso que se acerca, con las manos llenas, a la miseria de los más necesitados. Y ahora, convertido en mendigo, era yo quien llamaba a las puertas y tendía mi gorro a los viandantes. ¡Admirable y benigna inversión! Al comienzo no podía apartar de mi mente la idea de la atroz injusticia de la que era víctima, ni pensar que el rico al que imploraba para comer, era mi súbdito, y en principio yo tenía poder, tan sólo haciendo chascar mis dedos, para enviarle a las minas o hacer que su cabeza rodara por el serrín. Y algo de esos sombríos pensamientos que se agitaban dentro de mí debían de manifestarse en mi rostro. Algunos, a quienes el desdén volvía distraídos, me daban o me rechazaban sin mirarme. Otros, enojados al ver mi cara, me aparcaban en silencio, o me dirigían unas palabras de reproche: «Te veo muy orgulloso para ser un mendigo», o bien: «No doy nada a los perros que muerden». A veces incluso oía un consejo no poco cínico: «¡Si eres tan fuerte, cógelo en vez de pedirlo!, o: «A tu edad y con esos ojos, deberías hacerte salteador de caminos, en vez de mendigar a la puerta de los templos». Comprendí que la realeza unida a la necesidad sin duda tiende más a hacer un bandido que un pordiosero, pero el rey, el bandolero y el mendigo tienen algo en común, se sitúan al margen del trato ordinario de los hombres, y no aceptan nada por medio del intercambio o el trabajo. Estas reflexiones, añadidas al recuerdo del reciente golpe de Estado del que había sido víctima, me permitían descubrir la precariedad de esas tres condiciones, y pensaba que tal vez un día se instaure un orden social en el que ya no habrá lugar ni para un rey, ni para un bandolero ni para un mendigo.
Jerusalén, y la visita que hicimos al rey Herodes el Grande iban a dar a mis reflexiones otras cuestiones en qué pensar y otro curso.
Desde que murió mi padre, el tiempo parecía correr a una velocidad anormal, con saltos brutales, metamorfosis fulminantes, convulsiones. Una de esas convulsiones fue la que me produjo el descubrimiento de Jerusalén. Habíamos ascendido por las colinas de Samaria en compañía de un judío de estricta observancia a quien sólo el miedo a los animales feroces y a los bandidos había podido mover a buscar la compañía de unos extranjeros, unos impuros, unos bárbaros como nosotros. Las oraciones que no dejaba de mascullar le proporcionaban un excelente pretexto para no decir nada a nadie.
Súbitamente, al llegar a la cima de un desnudo otero, vimos que se quedaba inmóvil, y, con los brazos en cruz para impedir que le adelantáramos, se sumió en un largo silencio. Por fin, dijo por tres veces en lo que parecía un éxtasis: «¡La Santa! ¡La Santa! ¡La Santa!».
Era cierto. Jerusalén estaba allí, ante nuestros ojos, al pie del monte Scopus en el que estábamos. Yo veía por primera vez una ciudad más grande y más poderosa que mi Palmira natal. ¡Pero qué diferencia entre el palmeral rosado y verde del que yo venía y la metrópolis del rey Herodes! Lo que abarcábamos era un desorden de terrazas, de cubos y de murallas embutido en un recinto con almenas hostiles como los dientes de una trampa. Y toda aquella ciudad, surcada por callejuelas y escaleras oscuras, estaba bañada en una luz uniformemente gris, y de ella se elevaba, junto con escasas humaredas, un rumor triste mezclado con gritos de niños y ladridos de perros, un rumor hubiérase dicho que también gris. Aquel amasijo de casas y edificios estaba limitado al este por una mancha de color verde pálido, ceniciento, el monte de los Olivos, y más lejos por los confines áridos y fúnebres del valle de Josafat; al oeste por un túmulo pelado, el monte del Gólgota; al fondo, por el caos de tumbas y de grutas de la Guehena, un abismo que se ahonda y se hunde hasta seiscientos pies por debajo de la ciudad.
Al acercarnos pudimos distinguir tres masas imponentes que aplastaban con sus muros y sus torres el hervidero de casas. Eran de una parte el palacio de Herodes, amenazadora fortaleza de piedras sin tallar, en el centro el palacio de los Asmoneos, más antiguo y de un orgullo menos ostentoso, y sobre todo, hacia levante, aquel tercer templo judío, aún sin terminar, prodigioso edificio, ciclópeo, babilónico, de una majestad grandiosa, verdadera ciudad sagrada en el seno de la ciudad profana, cuyas columnatas, pórticos, atrios y escaleras monumentales se elevaban progresivamente hasta el santuario, punto culminante del reino de Yahvé.
Entramos en la ciudad por la Puerta de Benjamín, y en seguida nos vimos arrastrados por una oleada humana en la que se advertía una excepcional expectación. Baktiar preguntó cuál era la causa de esa fiebre. No, no era una fiesta, ni el anuncio de una guerra, ni la preparación de una boda principesca lo que provocaba tal agitación. Era la llegada de dos visitantes reales, el uno procedente del sur, el otro de la Caldea, y que después de haber recorrido juntos el último trecho del camino, desde el Hebrón, ocupaban con sus séquitos todas las posadas y viviendas disponibles que había en Jerusalén, antes de ser recibidos por Herodes.
Estas noticias causaron en mí una gran turbación. Desde mi más tierna infancia, yo había sido criado en la admiración y el horror por el rey Herodes. Forzoso es decir que desde hacía treinta años en todo Oriente no se hablaba más que de sus maldades y de sus proezas, y sólo se oía el grito de sus víctimas y el estruendo de su fanfarrias victoriosas. Amenazado por todas partes y sin más defensa que mi oscuridad, hubiese sido una temeridad loca ponerme en las manos del tirano. Mi padre siempre se había mantenido a prudente distancia de tan temible vecino. Nadie hubiera podido reprocharle alguna manifestación de amistad o de hostilidad respecto al rey de los judíos. Pero, ¿y mi tío Atmar? ¿Se lo había ocultado todo a Herodes para que así tuviera que aceptar los hechos consumados? ¿O se había asegurado al menos su benévola neutralidad antes de recurrir a la fuerza? Yo nunca hubiera podido pensar que me iba a refugiar en Jerusalén en calidad de delfín desposeído, teniendo que pedir ayuda y protección a Herodes. En el mejor de los casos me haría pagar muy caro el menor de los servicios que me prestase. En el peor me entregaría al usurpador a cambio de lo que le interesase.