Выбрать главу

Sí, es una sublime maravilla este nuevo templo que hace a Herodes el Grande igual y quizá superior a Salomón. Ya puede imaginarse qué turbación provocaba en mi cabeza de príncipe destronado, qué tempestad causaba en mi corazón de huertano el espectáculo de tanto esplendor, de tanto poderío, también de tanto horror grandioso.

Sin embargo, fue algo muy distinto cuando al décimo día nos informaron que, por orden del rey, el gran chambelán nos invitaba a la cena que iba a celebrarse aquella noche en el gran salón del trono. Estábamos seguros de que Herodes comparecería en ella, aunque nada lo indicase la fórmula de la invitación, como si el tirano hubiese querido rodearse de misterio hasta el último momento.

Y no obstante, ¿lo confesaré? ¡Cuando entré en el salón, al principio no vi ni reconocí a Herodes! Yo imaginaba que llegaría tarde, el último, para hacer más solemne su entrada. Pero entonces me dijeron que tal cosa hubiese sido contraria a las reglas de la hospitalidad judía, que exigen que el dueño de la casa esté presente para recibir a sus invitados. Claro que el rey, tendido en un diván de ébano rebosante de almohadones, conversaba, aparentemente de forma confidencial, con un anciano de piel muy blanca que estaba tendido a su lado, y cuyo rostro noble y puro contrastaba de modo impresionante con el rostro sacudido por muecas y estragado del rey. Luego me dijeron que se trataba del famoso Manahel, vidente, oniromántico y nigromante esenio al que Herodes consultaba continuamente desde que Manahem le dio una palmada en la espalda cuando tenía quince años llamándole rey de los judíos. Pero una vez más, al no sospechar la presencia de Herodes, al principio sólo vi el reflejo mil veces repetido de un bosque de antorchas encendidas en las bandejas de plata, los frascos de cristal, los platos de oro, las copas de sardónice.

Abriéndose paso por entre la multitud de criados que se atareaban en torno a las mesitas y los divanes, el mayordomo se precipitó al encuentro del cortejo precedido por Baltasar y Gaspar, y en el que se mezclaban sus respectivos séquitos, el blanco y el negro, tan reconocibles, a pesar del desorden, como dos cordones de colores distintos estrechamente trenzados. Los dos reyes ocuparon los lugares de honor a ambos lados del lecho en el que conversaban Herodes y Manahem, y yo me instalé lo mejor que pude entre mi preceptor Baktiar y el joven Asur, un poco apartado, frente al espacio libre, en forma de herradura, que separaba las mesas del gran ventanal, que se abría a un rincón de Jerusalén nocturno y misterioso. Nos sirvieron vino aromatizado con escarabajos dorados que habían asado a la parrilla con sal. Tres tañedoras de arpa proporcionaban, por entre el rumor de las conversaciones y los ruidos de la vajilla, un fondo sonoro armonioso y monótono. Un enorme perro canelo, que nadie sabía de dónde había salido, provocó el desorden y las risas, hasta que un esclavo se lo llevó. Vi a un hombrecillo de pelo rizado, carilleno y con las mejillas rosadas, ya no muy joven, envuelto en una túnica blanca sembrada de flores, llevando un laúd bajo el brazo, y se inclinó ante Herodes. Éste se interrumpió para concederle un instante de atención, y luego dijo: «Sí, pero más tarde». Era el narrador oriental Sangali, maestro del mashal, que procedía de la costa de los Malabares. Sí, más tarde, en efecto, llegaría la hora de la palabra, porque antes íbamos a comer. Se abrieron de par en par las puertas para dejar pasar unos carritos en los que humeaban platos y marmitas. La costumbre exigía aquí que todo estuviese al mismo tiempo a disposición de los comensales. Trajeron hígados de platijas mezclados con lecha de lampreas, sesos de pavos reales y faisanes, ojos de musmones y lenguas de crías de camello, ibis rellenos de jengibre, y sobre todo un abundante guiso cuya oscura salsa, todavía hirviente, cubría vulvas de yegua y genitales de toros. Los brazos desnudos con ganchudos dedos se tendían hacia los platos. Las mandíbulas se movían, los dientes desgarraban, las nueces subían por el esfuerzo de la deglución. Mientras, las tres arpistas continuaban con sus acordes aéreos. Guardaron silencio a un ademán del mayordomo cuando los criados trajeron un gran marco de acero atravesado por una docena de espetones en los que giraban, chorreando grasa, aves de carne blanca y apretada. Herodes se había interrumpido y sonreía en silencio por entre su rala barba. Los asadores descargaron los espetones en los platos, y con la ayuda de afilados cuchillos partieron en dos cada una de las aves. Estaban rellenas de setas negras en forma de cono.

– Amigos míos -gritó Herodes-. Os invito a hacer honor a este plato delicado, histórico y simbólico, que no dudaré en elevar a la dignidad de plato nacional del reino de Herodes el Grande. Se inventó bajo el imperio de la necesidad hace unos treinta años. Fue poco después de la guerra que yo libraba contra Malco, rey de Arabia, por instigación de la reina Cleopatra. Un temblor de tierra convirtió en pocos minutos toda Judea en un montón de ruinas, matando a treinta mil personas e inmensas cantidades de ganado. Sólo se beneficiaron de la catástrofe los buitres y los árabes. Mi ejército, que vivaqueaba al raso, no sufrió las consecuencias del seísmo. Sin embargo, mandé inmediatamente a Malco unos emisarios de paz, arguyendo que en semejantes circunstancias era mejor que renunciáramos a batirnos. Pero Malco, queriendo aprovecharse de la situación, hizo asesinar a mis enviados y se apresuró a atacarme. Su proceder fue abominable. Era yo quien le había salvado de la esclavitud a la que quería reducirle Cleopatra. Para conseguir la paz, pagué entonces doscientos talentos, y me comprometí a entregar más tarde una suma equivalente, sin que ello costase a Malco ni un solo denario. Y ahora suponiendo que yo me veía reducido a la impotencia por el seísmo, mandaba sus tropas contra mí. No le esperé. Crucé el Jordán y le acometí con la rapidez del rayo. En tres batallas hice trizas su ejército. Y naturalmente no acepté ninguna negociación, ninguna propuesta de rescate de prisioneros. Exigí y obtuve una capitulación sin condiciones.

»En estas circunstancias gloriosas y dramáticas, mis cocineros, agotados ya todos los recursos, un buen día me sirvieron un ave asado con setas. El ave era un buitre, y las setas trompetas de los muertos. Me reí mucho. Lo probé. ¡Era delicioso! Hice prometer a mis intendentes que la vez siguiente me servirían al mismo Malco, a pesar de que se nos prohíbe comer carne de cerdo.

La chanza provocó grandes carcajadas entre los invitados. Herodes también se reía, cogiendo con las manos la osamenta del buitre asado que un esclavo había puesto ante él. Todo el mundo le imitó. Sirvieron vino en las cráteras. Durante un rato sólo se oyó el crujido de los huesos. Más tarde hicieron circular bandejas de pasteles de miel, montones de granadas y de uva, de higos y de mangos. Entonces la voz del rey se elevó de nuevo, dominando el tumulto. Reclamaba la presencia de aquel narrador oriental que habíamos visto al comienzo del banquete. Le llamaron. Su aire cándido y frágil contrastaba con los semblantes ahítos y feroces que le rodeaban. Hubiérase dicho que su evidente candidez excitaba la crueldad de Herodes.

– Sangali, puesto que tal es tu nombre, vas a contarnos un cuento -ordenó-¡Pero cuidado con lo que dices, que no se te ocurra aludir involuntariamente a algún secreto de Estado! Que sepas que te juegas las dos orejas en esta empresa. Te ordeno, pues, por tu oreja derecha…

Pareció que estaba pensando cuidadosamente lo que quería ordenarle. Por eso desencadenó una tempestad de risas cuando terminó la frase:

– … que me hagas reír. Y por tu oreja izquierda te ordeno que me cuentes una historia en la que intervenga un rey, sí, muy sabio y muy bueno, al que sus herederos daban muchas preocupaciones. Eso es: un rey que ya es viejo y que se preocupa por su herencia. Si me hablas de otra cosa y no me haces reír, saldrás de aquí desorejado, como lo fue antaño Hircán II, a quien su sobrino Antígono mutiló con sus propios dientes» para impedir que llegase a ser sumo sacerdote.

Hubo un silencio.

– Ese rey cuya historia quieres oír -dijo por fin Sangali con voz intrépida- se llamaba Barbadeoro.

– ¡Adelante con Barbadeoro! -aprobó Herodes-. Escuchemos la historia de Barbadeoro y de sus herederos, porque, sabedlo, amigos míos, en este momento nada me interesa tanto como las cuestiones de herencia.

Barbadeoro o la sucesión

Érase una vez en la Arabia Feliz, en la ciudad de Chamur, un rey que se llamaba Nabunasar III, y que era famoso por su barba ensortijada, fluvial y dorada, a la que debía su sobrenombre de Barbadeoro. Cuidaba mucho de ella, hasta el punto de que por la noche la metía en una pequeña funda de seda, de la que sólo salía por la mañana para ser confiada a las expertas manos de una barbera. Porque conviene saber que si los barberos manejan la navaja y cortan cuidadosamente las barbas, las barberas, por el contrario, sólo utilizan el peine, la tenacilla y el vaporizador, y jamás cortan ni un solo pelo a sus clientes.