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»De regreso de Rodas, aureolado por el éxito de mi empresa, los reuní a todos en Jerusalén, convencido de que mi buena estrella política impondría una reconciliación general. ¡Nacía más lejos de la realidad! Desde el primer momento sólo vi muecas de odio. Mi hermana Salomé amenazaba con una negra tempestad de sobreentendidos y de revelaciones devastadoras, que contaba con hacer estallar en el momento oportuno sobre la cabeza de Mariamna. Ésta me trataba con altivez, negándose a tener el menor contacto conmigo, cuando nuestra separación y los peligros a los que yo había escapado habían exasperado el amor que sentía por ella. Incluso hacía sin cesar alusiones mezquinas a un antiguo asunto, la muerte de su abuelo Hircán, que antaño yo había tenido que provocar. Poco a poco el misterio se disipó, y comprendí lo que había pasado durante mi ausencia. La verdad es que todas aquellas mujeres habían estado urdiendo intrigas, siempre suponiendo mí desaparición, que les había parecido probable. Y no eran sólo ellas. Soeme, el gobernador de Alexandrión, para ganarse el favor de Mariamna, futura regente del reino de Judea, le había revelado la orden que yo le di de ejecutarla en caso de que me ocurriese algo fatal. Hubo que poner orden en todo aquello. La cabeza de Soeme fue la primera que rodó por el serrín. Y no era más que el principio. Mi copero mayor pidió una audiencia secreta. Se presentó con un frasco de vino aromatizado. Mariamna se lo había dado asegurándole que se trataba de un filtro amoroso, y ordenándole, con una fuerte recompensa, que me lo hiciera beber sin advertirme de nada. No sabiendo qué partido tomar, se lo contó todo a mi hermana Salomé, quien le aconsejó que hablase conmigo. Mandé que trajeran a un esclavo galo y se le ordenó que bebiese aquel brebaje. Cayó fulminado. Mariamna, a la que convoqué inmediatamente, juró que nunca había oído hablar de aquel filtro, y que se trataba de una maquinación de Salomé para perderla. No era algo inverosímil, y como estaba deseoso de salvar a Mariamna, me pregunté en cuál de las dos mujeres iba a descargar mi cólera. También tenía el recurso de hacer torturar convenientemente al copero hasta que escupiese toda la verdad. Entonces tuvo lugar un golpe de efecto que cambió toda la situación. Mi suegra Alejandra, saliendo bruscamente de su reserva, se desató en acusaciones públicas contra su propia hija. No sólo confirmó la tentativa de envenenamiento contra mí, sino que además planteó una segunda cuestión afirmando que Mariamna había sido la amante de Soeme, al que se proponía hacer desempeñar un papel político de primer orden después de mi muerte. Para salvar a Mariamna, tal vez hubiese estado dispuesto a hacer callar definitivamente a aquella furia. Por desgracia el escándalo fue resonante. No se hablaba más que de eso en toda Jerusalén. El proceso no podía evitarse. Reuní un jurado de doce sabios ante el cual compareció Mariamna. Se comportó de un modo admirable, con valor y dignidad. Se negó en todo momento a defenderse. Se dictó sentencia: pena de muerte por unanimidad. Mariamna lo esperaba. Murió sin despegar los labios.

«Hice sumergir su cuerpo en un sarcófago abierto lleno de miel transparente. Lo conservé durante siete años en mis aposentos, observando día a día cómo su carne bienamada se disolvía en el oro translúcido. Mi dolor fue sin medida. Nunca la había amado tanto, y puedo decir que sigo amándola igual que entonces después de treinta años, de los nuevos matrimonios, de las separaciones, de las innumerables vicisitudes. Para ti, Gaspar, evoco ese drama que devastó mi vida. Escucha esos aullidos cuyo eco continúa resonando bajo las bóvedas de este palacio hasta ti: soy yo, Herodes el Grande, gritando el nombre de Mariamna a las paredes de mi alcoba. Mi dolor fue tan atroz, que mis criados, mis ministros, mis cortesanos huyeron espantados. Luego conseguí coger a uno de ellos, le obligué a llamar a Mariamna conmigo, como si dos voces tuviesen el doble de posibilidades de hacer que volviera. Casi me sentí aliviado cuando por esa misma época hubo una epidemia de cólera entre el pueblo y la burguesía de Jerusalén. Me pareció que esa prueba obligaba a los judíos a compartir mi desgracia. Por fin los hombres empezaron a caer como moscas a mi alrededor, tuve que decidirme a alejarme de Jerusalén. Más que retirarme a uno de mis palacios de Idumea o de Samaría, mandé levantar un campamento en medio del desierto, en la gran depresión de Ghor, una hondonada áspera y estéril que apestaba a azufre y a asfalto, buena imagen de mi corazón devastado. Allí viví unas semanas de postración de la que sólo me sacaban unas terribles jaquecas. Sin embargo, mi instinto no me había engañado: el mal combate el mal. Contra mi dolor y el cólera, el infierno del Ghor es como un hierro candente que se aplica a una llaga purulenta. Volví a subir a la superficie. Ya era hora. En efecto, ya era hora de enterarme de que mi suegra Alejandra, a la que había dejado imprudentemente en Jerusalén, conspiraba para conseguir el dominio de las dos fortalezas que dominan la ciudad, la Antonia, cerca del Templo, y la torre oriental, que se levanta en medio de los barrios de viviendas. Dejé que aquella arpía, que era gravemente responsable de la muerte de Mariamna, fuera aún más lejos en su intento, y luego aparecí de pronto para confundirla. Su cadáver fue a unirse a los de su dinastía.

»Pero, ay, aún no había terminado con la estirpe de los asmoneos. De mi unión con Mariamna me quedaban dos hijos, Alejandro y Aristóbulo. Después de la muerte de su madre, los envié a instruirse a la corte imperial, a fin de sustraerlos a las miasmas de Jerusalén. Tenían diecisiete y dieciocho años cuando me llegaron noticias alarmantes acerca de su conducta en Roma. Me avisaron que querían vengar a su madre de una muerte injusta -de la que me hacían el único responsable- e intrigaban contra mí cerca de Augusto. Así, unos años después, la desgracia seguía persiguiéndome. Yo tenía cerca de sesenta años, y tras de mí una larga sucesión de pruebas, de triunfos políticos brillantes, desde luego, pero que había pagado con terribles reveses de fortuna. Pensaba seriamente en abdicar, en retirarme definitivamente a mi Idumea natal. Por fin el sentido de la Corona se impuso una vez más. Fuí a Roma en busca de mis hijos. Volví con ellos a Jerusalén, les instale cerca de mí, y me preocupé por casarlos. A Alejandro lo casé con Glafira, hija de Arquelao, rey de la Capadocia. A Aristóbulo le di por esposa a Berenice, hija de mi hermana Salomé. Muy pronto un verdadero frenesí de intriga se apoderó de toda mi familia. Glafira y Berenice se declararon la guerra. La primera consiguió que su padre, el rey Arquelao, interviniera contra mí en Roma. Berenice se alió con su madre Salomé para enemistarme con Alejandro. En cuanto a Aristóbulo, por fidelidad a la memoria de su madre, quiso solidarizarse con su hermano. Para que la confusión llegara a su colmo, se me ocurrió llamar a Jerusalén a mi primera mujer, Doris, y a su hijo Antípater, que vivían en el destierro desde que me casé con Mariamna. Ambos participaron activamente en aquellas luchas, y Doris no cejó hasta lograr compartir de nuevo mi lecho.

»En medio del gran sentimiento de repugnancia que me invade ya no sé qué decisión tomar. Quisiera por una vez escapar a los baños de sangre que hasta ahora siempre han zanjado todos mis conflictos domésticos. En mi desolación busco una autoridad tutelar a la que poder someter mis problemas familiares, pero sobre todo las diferencias que me oponen a mis hijos. Puesto que todo parece tramarse en Roma, ¿por qué no recurrir a Augusto, cuya brillante reputación no cesa de ir en aumento?

»Fleto una galera y embarco en compañía de Alejandro y de Aristóbulo con destino a Roma. Allí debíamos reunimos con Antípater, que se encontraba estudiando en esta ciudad. Pero el Emperador no estaba allí, y sólo supieron darnos informaciones muy vagas acerca del lugar donde se encontraba. Comienza con mis tres hijos una obstinada búsqueda de isla en isla y de puerto en puerto. Finalmente, vamos a recalar en Aquilea, al norte del Adriático. Mentiría si dijera que Augusto se alegró al ver que turbábamos su reposo en esta residencia de ensueño con el desembarco de toda una familia, de la cual ya oía hablar con demasiada frecuencia. La explicación se desarrolló en el curso de una tempestuosa jornada, en medio de una apasionada contusión. Más de una vez rompimos a hablar los cuatro al mismo tiempo, y con tanta vehemencia que casi parecía que íbamos a llegar a las manos. Augusto sabía a las mil maravillas enmascarar su indiferencia y su hastío con una inmovilidad escultural que podía confundirse con la atención. No obstante, la increíble refriega doméstica a la que asistió, a pesar suyo visiblemente acabó por sorprenderle, incluso por interesarle, como un combate de serpientes o una batalla de cochinillas. Al cabo de varias horas, cuando nuestras voces empezaban a enronquecer, salió de su silencio, nos mandó callar, y nos anunció que después de haber sopesado cuidadosamente nuestros argumentos, iba a dictar sentencia:

»-Yo, Augusto, emperador, os ordeno que os reconciliéis y que a partir de ahora viváis en buena armonía -decidió.

»Tal fue la resolución imperial que tuvo que bastarnos. ¡No era gran cosa al lado de la expedición que habíamos emprendido! Pero hay que admitir que era una idea muy extraña ir a buscar un arbitro que zanjara nuestros conflictos familiares. Sin embargo, yo no podía irme con tan menguadas ventajas. Hice como si me dispusiera a retrasar mi partida. Augusto, malhumorado, buscaba desesperadamente la manera de desembarazarse de nosotros. Medí atentamente su creciente exasperación. En el momento oportuno cambié bruscamente de tema y aludí a las minas de cobre que poseía en la isla de Chipre. ¿No se había hablado tiempo atrás de confiarme su explotación? Aquello era pura invención mía, pero Augusto aprovechó ávidamente la ocasión que le ofrecí de vernos desaparecer. Sí, de acuerdo, podía explotar aquellas minas, pero la audiencia había terminado. Nos despedimos de él. Al menos yo no me iba con las manos vacías…