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»Me contaron que había formado con mi hermano Peroras y varias mujeres -su madre Doris, su mujer, la de Féroras-una especie de camarilla que se reunía en secreto en banquetes nocturnos. Mi hermana Salomé me daba cuenta de todo. Me dispuse a dispersar a toda aquella tropa. A Peroras le obligué a residir en Perea, capital de su tetrarquía. Fue tan necio que en su cólera juró antes de partir que no volvería a poner los pies en Jerusalén mientras yo viviese. En cuanto a Antípater, le envié en misión a Roma, para representarme en el proceso que César había abierto al ministro árabe Silleo -el mismo con el que Salomé quería casarse-, a quien se acusaba de haber participado en el asesinato de su rey Aretas IV. En la delegación que acompañaba a Antípater iban hombres que yo tenía a sueldo, y que debían contarme todo lo que hacía y decía. Poco tiempo después de su llegada a Perea, Peroras cayó enfermo, y de tanta gravedad que me convencieron para que me reuniera con él si quería volver a verle vivo. Fui, no tanto por piedad fraternal, como puede suponerse, como para aclarar una situación que me parecía oscura. El hecho es que Peroras murió en mis brazos jurando que le habían envenenado. Parece poco probable. ¿Quién hubiera podido tener ínteres en hacer que desapareciera? Sin duda no su mujer, una antigua esclava que al perderle lo perdía todo. Pero fue ella la que reveló el secreto. En el curso de las reuniones nocturnas organizadas a mis espaldas por Antípater y Peroras, decidieron hacer venir a Arabia una envenenadora, con todo lo necesario para desembarazarse de mí y de los hijos de Alejandro y de Aristóbulo. Cuando Antípater y Peroras se separaron, este último conservó el frasco de veneno con la intención de usarlo, mientras Antípater estaba en Roma, al abrigo de toda sospecha. Ordené a la mujer de Peroras que fuese a buscar el veneno. Fingió obedecerme, pero se fue a arrojar desde lo alto de una terraza para quitarse la vida. Sin embargo no murió, y la llevaron a mi presencia gravemente herida. Mientras, encontraron el frasco de veneno: estaba casi vacío. La desventurada me contó que ella misma lo había vaciado en el fuego por orden de Peroras, a quien mi visita había turbado, y que renunciaba así a hacerme perecer. Pero Herodes no es hombre como para creerse ese tipo de cuento edificante. De todo aquel fárrago sólo resultaba evidente la culpabilidad principal de Antípater. Ésta quedó definitivamente establecida cuando intercepté una carta suya enviada desde Roma a Peroras. Le preguntaba si "el asunto estaba resuelto", si añadía una dosis de veneno "por si era necesario". Hice que no tuviese noticia de la muerte de Peroras ni de mi estancia en Perea.

»Volvió sin desconfiar a Jerusalén, adonde yo ya había vuelto, y pronto me cubrió de halagos contándome el feliz término del proceso de Sílleo, que había quedado confuso y había sido condenado. No tardé en rechazarle arrojándole a la cara la muerte de su tío y el descubrimiento de toda la conjura. Cayó a mis pies jurándome que era inocente de todo. Le hice conducir a prisión. Luego, como siempre cuando me sumerge la amargura de la traición de los más próximos a mí, la enfermedad se abatió sobre mi persona. No sabría decir cuánto tiempo duró mi postración. Era incapaz de prestar la menor atención a los resultados de las investigaciones a las que por orden mía procedía Quintilio Varo, gobernador romano de Siria. Un día me llevaron una cesta de fruta. Sólo vi el cuchillo de plata destinado a cortar los mangos y pelar las pinas. Lo manejé gozando de su afilada hoja, del mango que se adaptaba perfectamente a la palma de la mano, del feliz equilibrio establecido entre ambas partes. Un objeto hermoso, en verdad, puro, elegante, perfectamente adaptado a su función. ¿Qué función? ¿La de pelar manzanas? ¡Claro que no! Más bien la de dar muerte a los reyes desesperados. De un solo golpe me clavé la hoja en el pecho, en el lado izquierdo. Brotó la sangre. Un velo cayó sobre mis ojos.

»Cuando recobré el conocimiento lo primero que vi fue la cara de mi primo Ajab que se inclinaba sobre mí. Comprendí que había fallado. Pero mi breve ausencia había bastado para hacer estragos. Desde su prisión Antípater había empezado a sobornar a sus guardianes con su herencia. Estaba escrito que yo no moriría sin haber hecho rodar más cabezas. La primera que rodó fue la de Antípater, mi hijo primogénito, aquél a quien yo destinaba mi corona.

»Fue la víspera de vuestra llegada. Ya no tenía heredero, pero al menos se anunciaba un extraño y solemne cortejo de visitantes. Tampoco eso hubiese significado mucho de no ser que mi nigromante Manahem hubiese atraído mi atención sobre un astro nuevo y caprichoso que surcaba nuestro cielo, el mismo que os ha conducido aquí, a ti, Gaspar, y a ti, Baltasar. Gaspar ha reconocido en él la cabeza rubia con cabellos de oro de su esclava fenicia, Baltasar la mariposa abanderada de su niñez. Permitidme que también yo dé a ese planeta la figura que se me parece. El cuento que nos ha relatado Sangali es muy instructivo. La estrella errante para mí sólo puede ser el pájaro blanco de los huevos de oro que persigue el viejo rey Nabunasar cuando busca una progenitura. El viejo rey de los judíos se muere. El rey ha muerto. El pequeño rey de lo judíos nace. ¡Viva nuestro pequeño rey!

«¡Gaspar, Melchor, Baltasar, escuchadme! Os nombro a los tres plenipotenciarios del reino de judea. Yo soy débil, demasiado frágil para lanzarme a perseguir el pájaro de fuego que posee el secreto de mi sucesión. Ni siquiera llevándome en angarillas sobreviviría a una expedición aventurera. Manahem ha atraído mi atención sobre una profecía de Miqueas que sitúa en Belén -pueblo natal de David- el nacimiento del salvador del pueblo judío.

»Id allí, cercioraos de la identidad y del lugar exacto del nacimiento del Heredero. Prosternaos en mi nombre ante él. Y luego volved para contármelo todo. Sobre todo no dejéis de volver aquí…

El anciano rey se interrumpió, ocultó el rostro entre sus manos. Cuando lo descubrió, una horrible expresión lo desfiguraba.

– No se os ocurra traicionarme, ¿me oís? Creo haber hablado con mucha claridad esta noche, evocando para vosotros algunos episodios de mi vida. Sí, es cierto, tengo ya la costumbre de que me traicionen, siempre he sido traicionado. Pero ahora vosotros lo sabéis: cuando me engañan, me vengo, y aprisa, sin compasión. Os ordeno… no, os conjuro, os suplico: haced que en el umbral de mi muerte, una vez, una sola vez, no sea traicionado. Macedme este último óbolo: un acto de fidelidad y de buena fe, gracias al cual no entraré en el más allá con un corazón totalmente desesperado.

Se fueron. Se adentraron en el profundo valle de Gihon, y ascendieron las abruptas pendientes de la montaña del Mal Consejo. Saludaron a su paso la tumba de Raquel. Anduvieron hacia la estrella que se eriza de agujas de luz en el aire glacial. Avanzaron con paso sideral, y cada uno poseía un secreto y una manera de caminar. Está el que se deja mecer por la tranquila ambladura de su camello, y que sólo ve en el cielo negro la cara y los cabellos de la mujer que ama. Está el que inscribe en la arena la huella diagonal del trote de su yegua, y que sólo ve en el horizonte el aleteo de un gran insecto centelleante. También hay el que va a pie porque lo ha perdido todo, y sueña con un imposible reino celestial. En los oídos de los tres resuena todavía una historia llena de gritos y de horrores, la que les ha contado el gran rey Herodes, y que es su historia, la historia de un reinado feliz y próspero, bendecido por el bajo pueblo de los campesinos y de los artesanos.

¿O sea que el poder es eso?, se pregunta Melchor. Ese infecto magma de torturas y de incestos, ¿es el precio que hay que pagar para ser un gran soberano que va a ocupar para siempre un lugar en la historia?

¿O sea que el amor es eso?, piensa Gaspar. Herodes sólo ha amado a una mujer, Mariamna, con un amor total, absoluto, indestructible, pero, ay, no correspondido. Porque Mariamna, la asmonea, no era de la raza de Herodes, el idumeo, y la desdicha no ha dejado de ensañarse con esa pareja maldita, una desdicha que se repite con monótona ferocidad en todas y cada una de las generaciones que han salido de ellos. Y el negro Gaspar se estremece al medir el abismo lleno de amenazas que le separa de Biltina, la rubia fenicia.

¿Es eso el amor al arte?, se interroga Baltasar, con los ojos fijos en el abanderado celeste, que agita sus alas de fuego. En su mente se confunden dos revueltas, la de Nippur que destruyó su Balchazareum, y la de Jerusalén que abatió el águila de oro del Templo. Pero mientras Herodes respondió a los sublevados a su manera, con una matanza, él, Baltasar, cedió. El Balthazareum no fue ni vengado ni reconstruido. Porque el viejo rey de Nippur es presa de una duda. La hermosura de las estatuas griegas, de las pinturas romanas, de los mosaicos púnicos o de las miniaturas etruscas, cuando toda la tradición religiosa la condena, ¿no será porque contiene realmente algo de maldito? Piensa en su joven amigo, Asur el babilonio, que orienta sus búsquedas hacia una celebración de las humildes realidades humanas. Pero ¿cómo exaltar lo que por su naturaleza está condenado a ser irrisorio, efímero?

Y los tres tratan de imaginar, cada uno a su manera, al pequeño rey de los judíos hacia el cual Herodes les ha delegado tras de su pájaro blanco. Pero todo se hace confuso en su mente, porque aquel Heredero del Reino mezcla atributos incompatibles, la grandeza y la pequeñez, el poder y la inocencia, la plenitud y la pobreza.

Hay que seguir andando. Ir a ver. Abrir los ojos y el corazón a verdades desconocidas, prestar oído a palabras inauditas. Andan, presintiendo con conmovido gozo que tal vez una era nueva va a abrirse ante sus pasos.