– Hay que esperar al monzón de invierno para la ida, y aprovechar el monzón de verano para volver. Sí todo va bien, volveremos a verles dentro de catorce meses.
– ¡Catorce meses! -exclamó Taor horrorizado-. Será mejor que vayamos nosotros mismos.
Taor tenía veinte años, pero el principado de Mangalore, situado en la costa de Malabar -parte sudoriental de la península del Decán- estaba gobernado por su madre desde la muerte del maharajá Taor Malar. Pero hubiérase dicho que en la maharaní Taor Mamoré la afición al poder iba en aumento a medida que se iba desvaneciendo su hermosura antaño radiante, y que lo que más la preocupaba era mantener al príncipe heredero apartado de los asuntos del reino, que ella aspiraba a gobernar sola. Para mejor conseguir sus fines, había elegido para su hijo un compañero cuyos padres eran hechuras suyas, y que cumplía celosamente la misión que ella le había asignado. Con el pretexto de acceder a los menores deseos del adolescente y de poner todo su empeño en que fuera feliz, le mantenía sumido en preocupaciones de una frivolidad total, todas propias para favorecer su pereza, su sensualidad y sobre todo la afición inmoderada por los dulces, que había manifestado desde su más tierna edad. Esclavo ambicioso que sólo se movía por la esperanza de convertirse en liberto y de tener una fulgurante ascensión en la corte, Siri Akbar era un joven frío e inteligente, pero seríamos injustos exagerando la parte de doblez que había en su docilidad respecto a la maharaní y su abnegación corruptora respecto a Taor. No carecía de sinceridad e incluso de cierta candidez, y a su manera amaba a la soberana y a su hijo, porque su mente no distinguía la voluntad de poder de la primera, la afición a las golosinas del segundo y su propia ambición, que le ordenaba someterse a la una y a la otra. En verdad el alma de los habitantes de Mangalore estaba extremadamente simplificada por el aislamiento en el que los confinaban el mar y los desiertos que formaban las fronteras del principado. Y así en el momento en que comienza esta historia, el príncipe Taor no sólo no había salido nunca de su reino, sino que raramente se había aventurado fuera de los límites de los jardines del palacio.
En cambio, Siri se dedicaba a mantener relaciones comerciales con lejanas factorías para satisfacer la curiosidad y el desmedido amor a la pastelería de su amo. Era él quien había comprado a unos navegantes árabes aquel cofrecillo que contenía un único Rahat-lukum, y no permitió que volviesen a hacerse a la mar sin haber hecho que embarcaran dos hombres suyos encargados de aclarar el misterio de aquel pequeño dulce oriental.
Pasaron meses. El monzón del noreste que se había llevado a los viajeros, dejó su lugar al monzón del suroeste, que los devolvió. No tardaron en presentarse en palacio. ¡Ay, no traían ni Rahat-lukum ni receta! Habían recorrido en vano la Caldea, la Asiría y la Mesopotamia. ¿Hubiera sido necesario ir más hacia el oeste, llegar hasta la Frigia, luego dirigirse hacia e! norte, hacia la Bitinia, o por el contrario seguir decididamente el camino del sur, el de Egipto? La sujeción que les hacía depender del régimen de los monzones les había obligado a hacer una difícil elección. Prolongar sus búsquedas hubiera hecho que no llegaran a tiempo de aprovechar la única estación en la que los vientos son favorables para volver a la costa de Malabar. Aquello hubiese significado un año de retraso. Tal vez hubieran impuesto este plazo al príncipe Taor de encontrarse con las manos vacías. Pero no era tal el caso, ni mucho menos. Porque habían tenido extraños encuentros en las tierras áridas de Judea y en los montes desolados de Neftalí. Aquellos confines antaño vacíos de habitantes, desde hacía poco tiempo abundaban en anacoretas, estilitas y profetas solitarios, vestidos con pieles de camello y provistos de cayados de pastor. Se les veía salir de sus cavernas con la mirada ardiente en medio de la espesura de los cabellos y la barba, e increpar a los viajeros anunciando el fin del mundo, y ofreciéndose a orillas de los lagos y de los ríos para bañarles con objeto de limpiar sus pecados.
Taor, que había estado escuchando distraídamente aquellas noticias para él ininteligibles, empezó a impacientarse. ¿Qué tenían que ver aquellos salvajes del desierto con el Rahat-lukum su receta?
Precisamente, afirmaron los viajeros, había entre ellos quienes profetizaban la invención inminente de un manjar trascendente, tan bueno que saciaría para siempre, tan sabroso que aquél que lo probase una sola vez ya no querría comer nada más hasta el fin de sus días. ¿Se trataba del Rahat-lukum de pistacho? Sin duda no, puesto que el Divino Confitero que debía inventar ese plato sublime aún no había nacido. Se le esperaba incesantemente en el pueblo de Judea, y algunos pensaban, apoyándose en ciertos textos sagrados, que nacería en Belén, un pueblo situado a dos días de camino al sur de la capital, donde había visto la luz el rey David.
Taor opinaba que sus informadores estaban extraviándose en las arenas de la especulación religiosa. Demasiados discursos y conjeturas, él exigía pruebas concretas, testimonios fidedignos, en resumidas cuentas, algo que se viera, se tocase, o, mejor aún, que se comiese.
Entonces los dos hombres, después de consultarse con la mirada, sacaron de su talega un tarro bastante grande, pero de forma no poco rústica.
– Esos anacoretas vestidos como osos -explicó uno de ellos- que afirman ser los precursores del Divino Confitero, se alimentan sobre todo de una mezcla original y muy sabrosa, que tal vez sea como el presentimiento del manjar sublime anunciado y esperado.
Taor cogió el tarro, lo sospesó y se lo acercó a la nariz. -Pesa mucho, pero huele mal -concluyó, tendiéndolo a Siti-, Ábrelo.
El tosco disco de madera que obstruía el orificio del tarro cedió cuando Siri hizo fuerza con la punta de su espada.
– Que me traigan una cuchara- ordenó el príncipe. La sacó del tarro con una mezcla viscosa y dorada en la que estaban prisioneros unos animalillos angulosos.
– Miel -aseguró.
– Sí -confirmó uno de los viajeros-, miel silvestre. Se encuentra en pleno desierto en algunos huecos de las piedras o en tocones de árboles muertos. Las abejas liban de los bosques de acacias que durante unos breves períodos primaverales no son más que una masa de flores blancas muy perfumadas.
– Langostas -añadió Taor.
– Langostas, si quieres llamarlas así -concedió el viajero-, pero langostas de arena. Son unos insectos grandes que vuelan en nubes compactas y lo destruyen todo a su paso. Para los labradores son un terrible azote, pero los nómadas se alimentan con ellas, y reciben su llegada como un maná celestial. Les llaman saltamontes.
– Pues son saltamontes confitados en miel silvestre -concluyó el príncipe, antes de meterse la cuchara en la boca.
Hubo un silencio general hecho de expectativa y de degustación. Luego el príncipe Taor dio su veredicto.
– Es más original que sabroso, más sorprendente que suculento. Esta miel hermana curiosamente una especie de acritud con su dulzor original. En cuanto a las langostas -o saltamontes- aportan con sus crujidos un matiz salado que no puede ser más sorprendente en la miel.
Hubo un nuevo silencio durante el cual saboreó una segunda cucharada.
– Detesto la sal, pero la sinceridad me obliga a proferir esta asombrosa verdad: el azúcar salado es más azucarado que el azúcar azucarado. ¡Qué paradoja! Tengo que oír eso de la boca de otros. Repetid la frase, os lo ruego.
Sus íntimos conocían las pequeñas manías del príncipe, y estaban acostumbrados a complacerle. Repitieron a coro con voz unánime:
– El azúcar salado es más azucarado que el azúcar azucarado.
– ¡Qué paradoja! -repitió Taor-. ¡Estas son maravillas que sólo se encuentran en el Occidente! Sirí, ¿qué te parecería una expedición por esas regiones lejanas y bárbaras, para traer el secreto del Rahat-lukum, aprovechando la ocasión para traer algunos otros?
– Señor, soy vuestro esclavo -respondió Siri, con toda la ironía que sabía poner en sus declaraciones de fidelidad más incondicionales.
Sin embargo, no quedó poco sorprendido al enterarse unos días después que el príncipe había pedido una audiencia a su madre -era la única forma que tenía de verla- para hablarle de un proyecto de viaje, y se sintió completamente desbordado -hasta podría decirse que engañado, traicionado, escarnecido- cuando su amo le hizo saber, inmediatamente después de la entrevista, que la maharaní Mamoré aprobaba su idea, y ponía a disposición de su hijo, para que pudiera llevar a cabo sus propósitos, cinco navíos con sus tripulaciones, cinco elefantes, cada uno de ellos con su correspondiente cornac, ademas de un tesorero-contable llamado Draoma, un tesoro de talentos, siclos, bekas, minas y güeras, monedas que circulaban por toda el Asia anterior. Era todo su universo, y diez años de pacientes intrigas, lo que se derrumbaba en torno a él. ¿Cómo podía prever que el rabat-lukum de pistacho que había hecho probar al príncipe, añadiéndose al deseo de la maharaní de desembarazarse de su hijo -a cualquier precio- y a los imprevisibles impulsos que tienen los seres débiles, cándidos y sumisos, que todas esas circunstancias heterogéneas se conjugarían para desembocar en aquel resultado catastrófico? Catastrófico en efecto, porque estaba convencido de que para un intrigante de su especie sólo podía haber salvación estando muy cerca de la fuente del poder, pero era evidente, tanto para la maharaní como para el príncipe, que debería embarcarse con éste en tan extravagante aventura. Las semanas siguientes figuraron sin duda entre las más amargas que Siri Akbar había vivido.