Kallaha se puso en pie bruscamente, dominada por la cólera.
– ¡Haces demasiadas preguntas acerca de esta criatura! Diríase que te interesas mucho por ella. ¿Quieres que te la envíe para que tú mismo lo averigües?
La anciana había ido demasiado lejos. Debía llamarla al orden. Me levanté y con una voz distinta ordené:
– ¡Eso es! ¡Excelente idea! Prepárala, y que esté aquí dos horas después de la puesta del sol.
Kallaha se inclinó y salió andando hacia atrás.
Sí, el color rubio había entrado en mi vida. Era como una enfermedad que contraje cierta mañana de primavera mientras recorría el mercado de esclavos de Baaluk. Y cuando Biltina se presentó ungida y perfumada en mis aposentos, no hacía más que encarnar aquel giro de mi destino. Primero fui sensible a la claridad que parecía emanar de ella entre las oscuras paredes de la estancia. En aquel palacio negro Biltina brillaba como una estatuilla de oro en el fondo de un cofre de ébano.
Se sentó en cuclillas sin ninguna ceremonia frente a mí, con las manos cruzadas sobre su seno. La devoré con los ojos. Pensaba en las malignidades que poco antes había proferido Kallaha. Había aludido al vello de sus antebrazos, y en efecto, bajo la luz temblorosa de las antorchas veía sus brazos desnudos centelleando de reflejos de fuego. Pero sus orejas desaparecían bajo largos cabellos destrenzados, su fina nariz daba un aire de inteligencia insolente a su rostro. En cuanto a su olor, redondeé mi nariz con el fin de captar algo, pero más por apetito que para verificar la vieja calumnia repetida por la matrona respecto a los blancos. Así permanecimos largo rato, observándonos el uno al otro, la esclava blanca y el amo negro. Yo sentía con terror voluptuoso cómo mi curiosidad por aquella raza de características extrañas se iba convirtiendo en apego, en pasión. Lo rubio tomaba posesión de mi vida…
Por fin formulé una pregunta que hubiese sido más pertinente en su boca que en la mía, si las esclavas hubieran tenido derecho a hacer preguntas:
– ¿Qué quieres de mí?
Pregunta insólita, peligrosa, porque Biltina podía entender que le preguntaba su precio, cuando en realidad ya me pertenecía, y sin duda fue así como lo entendió, porque repuso en el acto:
– Mi hermano Galeka. ¿Dónde está? Somos dos niños hiperbóreos perdidos en el desierto de África. ¡No nos separes! Mi gratitud te dará lo que desees.
Al día siguiente, el hermano y la hermana volvían a estar juntos. Aunque tuve que hacer frente a la hostilidad muda de todo el palacio de Meroe, y la vieja Kallaha evidentemente no era la última en condenar el inexplicable favor que manifestaba a los dos blancos. Cada día inventaba un pretexto para tenerlos a mi lado. Pudimos navegar a vela por el Atbara, visitar la ciudad de los muertos de Begerauieh, asistir a una carrera de camellos en Guz-Redjeb, o, más sencillamente, nos quedábamos en la alta terraza del palacio, y Biltina cantaba melodías fenicias acompañándose con una cítara.
Poco a poco, la manera como yo miraba al hermano y a la hermana iba evolucionando. El deslumbramiento que me producía su común color rubio cedía a la costumbre. Les veía mejor, y les encontraba cada vez menos parecidos dentro de su misma raza. Sobre todo medía cada vez más la radiante belleza de Biltina, y sentía mi corazón llenarse de tinieblas, como si su gracia creciente tuviera fatalmente que ocasionarme una desgracia. Sí, me volvía cada vez más triste, irritable, atrabiliario. La verdad es que ya no me veía a mí mismo como antes: me juzgaba grosero, bestial, incapaz de inspirar amistad, admiración, sin atreverme siquiera a hablar de amor. Digámoslo, estaba odiando mi negrura. Fue entonces cuando recordé la frase del sabio del lirio: «Esta música desgarradora es Satán que llora ante la belleza del mundo». El pobre negro, que ahora yo era consciente de ser, lloraba ante la belleza de una blanca. El amor había conseguido hacerme traicionar a mi pueblo en el fondo de mi corazón.
Sin embargo, no podía quejarme de Biltina. Desde que su hermano participaba en nuestras excursiones y en nuestros recreos, se mostraba la más animada de las compañeras de placer. Las dulzuras que me prodigaba me embriagaban de dicha, y su recuerdo permanecerá como algo exquisito en mi memoria, por muy amargos que hayan podido ser los días que siguieron a esta fiesta. Desde luego, no dudé de que ella iba a ser mi amante. Una esclava no puede negarse al deseo de su amo, sobre todo si es rey. Pero yo posponía el momento, porque no me cansaba de mirarla y de ver cómo se modificaba mi mirada pendiente de ella. A la curiosidad excitada por un ser físicamente insólito, inquietante y vagamente repugnante, había sucedido en mí esa sed carnal profunda, que sólo puede compararse con el hambre quejumbrosa y torturadora del drogado en estado de carencia. Pero el sabor de lo desconocido que encontraba en ella aún influía mucho en mi amor. En ese sombrío palacio de basalto y de ébano, las mujeres africanas de mi harén se confundían con las paredes y los muebles. Mejor aún, sus cuerpos, de formas duras y perfectas, se emparentaban con la materia de lo que las rodeaba. Llegaban a parecer talladas en caoba, esculpidas en obsidiana. Con Biltina me parecía estar descubriendo la carne por vez primera. Su blancura, su color rosado, le daban una capacidad de desnudez incomparable. Indecente: tal era el juicio inapelable que pronunció Kallaha. Y yo era de su misma opinión, pero precisamente era eso lo que más me atraía de mi esclava. Hasta despojado de toda vestidura, lo negro siempre está vestido. Biltina estaba siempre desnuda, incluso cubierta hasta los ojos. Hasta el punto de que nada sienta mejor a un cuerpo africano que las ropas de colores vivos, joyas de oro macizo, piedras preciosas, mientras que estas mismas cosas dispuestas sobre el cuerpo de Biltina, parecían excesivas y postizas, y como contrariando su vocación de pura desnudez.
Llegó la fiesta de la Fecundación de las palmas datileras. Como la florescencia tiene lugar a finales del invierno -las palmas machos unos días antes que las palmas hembras-, la fecundación se produce en pleno esplendor primaveral. Las palmeras machos esparcen por el aire su polvillo seminal, pero en las plantaciones el número de los árboles femeninos en relación a los masculinos -veinticinco hembras por macho, imagen fiel de la proporción de las mujeres de un harén, respecto a su señor- hace necesaria la intervención de la mano del hombre. Sólo a los hombres casados les corresponde coger un ramo macho, y agitarlo, según los cuatro puntos cardinales, por encima de las flores hembras antes de depositarlo en el mismo corazón de la inflorescencia. Canto y danzas reúnen a la juventud al pie de los árboles en los que operan los inseminadores. Las fiestas duran tanto tiempo como la fecundación, y son motivo tradicional de desposorios, de la misma manera que las bodas se celebran seis meses después, cuando las fiestas de la cosecha. El manjar ritual de la Fecundación es una pierna de antílope escabechada con trufas, un plato muy fuerte que lleva pimienta, canela, comino, clavo, jengibre, nuez moscada y granos de amomo.
No habíamos dejado de mezclarnos con la alegre muchedumbre que bebía, comía y bailaba en el gran palmeral de Meroe. Biltina quiso incorporarse a un grupo de danzarinas. Imitaba lo mejor que podía los balanceos parsimoniosos de todo el cuerpo, acompañados de una perfecta inmovilidad de la cabeza y de unos levísimos movimientos de los pies que dan su aire hierático a las danzas femeninas de Meroe. ¿Se daba cuenta como yo de hasta qué punto contrastaba en medio de aquellas jóvenes de cabellos fuertemente trenzados, de mejillas escarificadas, sometidas a minuciosas prohibiciones alimenticias? A su modo sin duda, porque le costaba visiblemente adaptarse a esa danza que concentra toda la exuberancia africana en el mínimo de movimientos.
También me sentí muy feliz al ver que hacía los honores a la pierna de antílope de la cena, después de haber saboreado sin reservas las gollerías que la precedían tradicionalmente, ensalada de estragón en flor, broqueta de colibríes, sesos de perritos con calabazas, chorlitos reales asados en hojas de vid, hocicos de carnero salteados, sin olvidar las colas de oveja que son sacos de grasa en estado puro. Mientras, el vino de palma y el alcohol de arroz corrían a mares. Me admiraba que supiera permanecer elegante, graciosa, seductora, en medio de esas vituallas que atacaba con tanto apetito. Cualquier otra mujer del palacio se hubiese sentido obligada a mordisquear desganadamente. Biltina ponía tanta alegría juvenil en su extraordinario apetito que hasta lo hacía contagioso. Me mostré, pues, tan voraz como ella, pero sólo por poco tiempo, porque a medida que pasaban las horas y la noche se iba inclinando hacia el alba, el sollozo de Satán me llenaba una vez más el corazón, y una nueva sospecha envenenó mi ánimo: ¿Acaso Biltina no se estaba aturdiendo a fuerza de comer y de beber, porque sabía que compartiría mi lecho antes de que saliera el sol? ¿No debía estar embriagada y como ausente para soportar la intimidad de un negro?
Ya los esclavos nubios se llevaban la vajilla sucia y las sobras de la cena cuando advertí que Galeka había desaparecido. Esta señal de discreción por su parte -aunque seguro que Biltina no era ajena a aquello- me conmovió y me devolvió la seguridad. Me retiré a mi vez para perfumarme y desembarazarme de las armas y de las alhajas reales. Cuando me acerqué de nuevo al desorden de pieles y de almohadones que llenaban la terraza del palacio, Biltina estaba allí tendida, con los brazos en cruz, y me miraba sonriendo. Me eché a su lado, la abracé y pronto conocí todos los secretos de la naturaleza rubia. Pero ¿por qué no podía ver nada de su cuerpo sin descubrir algo del mío? Mi mano sobre su hombro, mí cabeza entre sus pechos, mis piernas entre sus piernas, nuestras caderas juntas, eran marfil y betún. Apenas remitían mis afanes amorosos, me abismaba en la melancólica consideración de este contraste.