» Llegué, pues, a Belén dividido entre el desgarramiento y la esperanza.
– ¿Y qué has encontrado en Belén?
– Un niño recién nacido en la paja de un establo, ya te lo hemos dicho, y mis compañeros y todos los testigos de aquella noche -la más larga del año- no cesarán de repetir este testimonio. Pero aquel establo era también un templo, el carpintero, padre del niño, un patriarca, su madre una virgen, el mismo niño un dios encarnado en lo más espeso de la pobre humanidad, y una columna de luz atravesaba la techumbre de bálago de tan miserable refugio. Todo aquello tenía un profundo significado para mí, era la respuesta a la pregunta de toda mi vida, y esa respuesta consistía en el imposible hermanamiento de contrarios inconciliables. «Quien escudriñe demasiado los secretos de la divina Majestad, será abrumado por su gloria», dijo el Profeta. 9 Por eso en el Sinaí Yahvé se ocultó a los ojos de Moisés tras una nube. Pero esa nube acababa de disiparse, y Dios, encarnado en un niño recién nacido, se había hecho visible. Me bastaba mirar a Asur para ver reflejarse en el rostro de un artista la aurora de un arte nuevo. Mi joven pintor babilonio estaba transfigurado por la revolución que se producía ante sus ojos: el simple gesto de una madre joven y pobre, inclinándose sobre su recién nacido, súbitamente elevado al poder divino. La vida cotidiana más humilde-aquellos animales, aquellas herramientas, aquel henil- bañada de eternidad por un rayo caído del cielo…
»Me preguntas qué he encontrado en Belén: he encontrado la reconciliación de la imagen y de la semejanza, la regeneración de la imagen gracias al renacer de una semejanza subyacente.
– ¿Y qué hiciste?
– Me arrodillé en medio de los demás, artesanos, campesinos, maravillados, mozas de hostería. Pero has de saber que lo más prodigioso es que cada uno de aquellos arrodillamientos tenía un sentido diferente. Mi adoración se dirigía a la carne -visible, tangible, ruidosa, con olor- transfigurada por el espíritu. Porque todo arte es carnal. La belleza sólo existe para los ojos, los oídos, la mano. Y mientras la carne fuese maldita, los artistas eran también malditos con ella.
»Por fin deposité a los pies de la Virgen aquel bloque de mirra que Maalek, el sabio de las mil mariposas, entregó al niño que fui hace medio siglo, como el símbolo del acceso de la carne a la eternidad.
– Y ahora, ¿qué vas a hacer?
– Asur y yo volveremos a Nippur para llevar la buena noticia. Sabremos convencer al pueblo, pero también a los sacerdotes, y en primer lugar al viejo Cheddad, por muy endurecido que esté en sus rígidos dogmas: la imagen está salvada, el rostro y el cuerpo del hombre ya pueden celebrarse sin idolatría.
»Voy a reconstruir el Balthazareum, pero ya no para coleccionar en él vestigios del pasado grecolatino. No, serán obras modernas, las que encargaré como un rey Mecenas a mis artistas, las primeras obras maestras del arte cristiano…
– El arte cristiano -repitió pensativamente el príncipe Taor-. ¡Qué extraña asociación de palabras, y qué difícil es imaginar la creación futura!
– Pues no tiene nada de sorprendente. Imaginar una obra ya es empezar a crearla. Y lo mismo que tú, yo no imagino más, porque la sucesión de los siglos vírgenes se abre como un abismo ante mis pies. Salvo, quizá, la primera de esas obras, la primera pintura cristiana, la que nos afecta y nos concierne a todos aquí…
– ¿Y qué será esa primera pintura cristiana?
– La Adoración de los Magos, tres personajes cargados de oro y de púrpura que vienen de un Oriente fabuloso para prosternarse de un miserable establo ante un niño recién nacido.
Hubo un silencio durante el cual Gaspar y Melchor se unieron a la visión de Baltasar. Los siglos venideros les parecían una inmensa galería de espejos en los que se reflejaban los tres, cada vez en la interpretación de una época de genio distinto, pero siempre reconocibles, un joven, un anciano y un negro de África.
Después la visión se borró, y Taor se volvió hacia el más joven.
– Príncipe Melchor -le dijo-, te siento próximo a mí por la edad. Además, tu tío te ha desposeído de tu reino, y yo no estoy seguro de que mí madre me deje reinar algún día. Por eso escucharé con atención fraternal tu relato sobre la noche de Belén.
– La de Belén -se apresuró a corregir Melchor con la fogosidad de su edad-, pero antes la noche de Jerusalén, porque estas dos etapas de mi destierro son inseparables.
»Yo salí de Palmira con ideas simples sobre la justicia y el poder. Había, según imaginaba, dos clases de soberanos, los buenos y los malos. Mi padre, Teodemo, era el prototipo del buen rey. Mi tío, Atmar, que había intentado asesinarme y se había apoderado de mi reino, era el tirano. Mi línea de conducta quedaba así trazada muy recta ante mí: buscar apoyos, aliados, reunir un ejército, reconquistar con la espada en la mano el reino de mi padre y naturalmente castigar al usurpador. En una sola noche -la del banquete de Herodes- todo ese hermoso programa cambió por completo. ¡A todos los príncipes que se preparan para gobernar haría yo que les leyesen la vida de Herodes! ¡Qué ejemplo! ¡Qué lección! Qué imagen contradictoria da ese soberano justo, pacífico y discreto, bendecido por los campesinos, los artesanos, toda la gente humilde de su reino, gran constructor, hábil diplomático, y que es, detrás de las paredes de su palacio, un déspota asesino, torturador, infanticida, un loco sanguinario. Y no es una casualidad o una coincidencia histórica lo que reúne en una misma cabeza las dos caras de ese Jano Bifronte. Es una fatalidad que exige que cada bendición que desciende sobre el pueblo se pague con una abominación perpetrada en el seno de la corte. Con Herodes descubrí que la violencia y el miedo son ingredientes inexorables del reino terrenal. Y no sólo la violencia y el miedo, sino una lepra del carácter temiblemente contagiosa que se llama bajeza, doblez y traición. Te diré, príncipe Taor, que por haber compartido un solo banquete con el rey Herodes y su corte, hemos quedado ya inficionados Gaspar, Baltasar y yo mismo…
– ¿Inficionados los tres de bajeza, de doblez y de traición? Habla, príncipe Melchor, quiero oír eso, y que tus compañeros aquí presentes te contradigan si mientes.
– Es un secreto horrible, y lo llevaré toda la vida sangrando y supurando en mi corazón, porque no acierto a imaginar qué es lo que podría curarlo. ¡Este es, y, en efecto, que mis compañeros me escupan a la cara si miento!
»Al llegar a la corte, cuando hablamos de nuestra estrella y de nuestra búsqueda, el rey Herodes, después de consultar con sus sacerdotes, nos señaló Belén como el objeto de nuestro viaje, en virtud de un versículo del profeta Miqueas que dice: "Y tú, Belén, tierra de Judá, no eres ciertamente la más pequeña entre los príncipes de Judá, porque de ti saldrá un jefe que apacentará a mi pueblo Israel". 10 A las tres preguntas de las que somos respectivamente portadores, añadió la de su propia sucesión, que le tortura en el umbral de su muerte. También a ésta, nos dijo, Belén ha de responder. Y nos encargó, como plenipotenciarios suyos, reconocer a ese sucesor, honrarle, y luego regresar a Jerusalén a fin de decirle lo que habíamos visto. Estábamos dispuestos a acceder a su petición con toda lealtad, para que no pudiese decir que aquel tirano, constantemente engañado y escarnecido, de quien cada uno de cuyos crímenes puede explicarse -si no justificarse- por una felonía, también hubiera sido traicionado en su lecho de muerte por unos reyes extranjeros a los que había acogido con tanta liberalidad. Pero he ahí que el arcángel Gabriel, que hacía de gran mayordomo del Pesebre, nos recomendó que regresáramos sin pasar por Jerusalén, porque, nos dijo, Herodes albergaba intenciones criminales respecto al Niño. Discutimos mucho acerca de lo que debíamos hacer. Yo era partidario de cumplir nuestra promesa. No sólo por una cuestión de honor, sino también porque sabíamos sobradamente de lo que es capaz el rey de los judíos cuando se ve engañado. Volviendo a pasar por Jerusalén podíamos calmar su desconfianza y evitar desgracias mayores. Pero Gaspar y Baltasar insistieron en que siguiéramos las órdenes de Gabriel. ¡Por una vez que un arcángel ilumina nuestro camino!, exclamaban. Yo era uno contra dos, y era el más joven, el más pobre, y acabé por ceder ante ellos. Pero ahora lo lamento, y me parece que no me lo perdonaré nunca. Y así es, príncipe Taor, cómo por haber estado tan cerca del poder, me encuentro mancillado para siempre.
– Pero luego estuviste en Belén. ¿Qué enseñanza descubriste allí, precisamente respecto al poder?
– El arcángel Gabriel, que velaba a la cabecera del Niño, me enseñó por el Pesebre la fuerza de la debilidad, la mansedumbre irresistible de los no violentos, la ley del perdón que no suprime la del talión, pero que la trasciende infinitamente. Pues el talión prescribe que la venganza no sobrepase la ofensa. Aparece como una transición entre la cólera natural y la concordia perfecta. El reino de Dios nunca se dará una vez por todas aquí o allá. Hay que forjar lentamente su llave, y esta llave somos nosotros mismos. Así, pues, deposité a los pies del Niño la moneda de oro acuñada con la efigie de mi padre, el rey Teodemo. Era mi único tesoro, el único documento que atestiguaba mi calidad de heredero legítimo del trono de Palmira. Abandonándola, renuncié a ese reino para ir en busca de aquél que me prometió el Salvador. Me retiraré al desierto con mi fiel Baktiar. Fundaremos una comunidad con todos los que quieran unirse a nosotros. Será la primera ciudad de Dios, toda ella recogida en la espera del Advenimiento. Una comunidad de hombres libres cuya única ley común será la ley de amor…