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Esta aparición, que fue recibida con un murmullo de éxtasis, no hizo más que contribuir a la solemnidad del festín. Taor no pudo por menos que dirigir a sus invitados una breve alocución, hasta tal punto aquel enorme pastel le parecía cargado de significado.

– Hijos míos -empezó-, ya veis este palacio, estos jardines, estos elefantes. Es mi país, del que he salido para estar con vosotros. No es una casualidad que todo eso se encuentre aquí reproducido en dulce. Porque mi palacio era un lugar de delicias en el que codo estaba pensado para el placer y el deleite. Ahora me doy cuenta de que he dicho era, y no es, delatando así el presentimiento de que, no que el palacio y los jardines ya no existan en este momento en que os habló, sino que nunca más me será posible volver a él. Por otra parte, si me fui fue también, por así decirlo, por razones de azúcar. Lo que quería era conseguir la receta del Rahat-lukum con pistacho. Pero cada vez veo con mayor claridad que bajo ese pretexto infantil había algo que, por el contrario, era grande y misterioso. Desde que dejé atrás la costa de Malabar -donde un gato es un gato, y dos y dos son cuatro-, me parece estar adentrándome en un campo de cebollas, porque aquí cada cosa, cada animal, cada hombre posee un sentido aparente que oculta un segundo sentido, el cual, una vez descifrado, delata la presencia de un tercero, y así sucesivamente. Y por lo que a mí respecta, tal como ahora me veo, me parece que el joven cándido y bobalicón que se despidió de la maharaní Taor Mamoré se ha convertido en pocas semanas en un anciano lleno de recuerdos y de preceptos, y que creo que aún no han acabado mis metamorfosis.

»Así, pues, este palacio de azúcar…

Se interrumpió para coger una pala de oro en forma de yatagán que le tendía un criado.

– … hay que comérselo, es decir, destruirlo.

Volvió a interrumpirse, porque de la invisible aldea llegaban miles de agudos chillidos, como una especie de piar de polutos a los que se degüella.

– … hay que destruirlo, y creo que es uno de vosotros quien ha de dar el primer golpe. Tú, por ejemplo…

Tendió la pala de oro al niño que tenía más cerca, un pastorcillo de rizos negros, tupidos como un casco. El niño levantó hacia él sus ojos oscuros, pero no se movió. Entonces un hombre del país se acercó a Taor y le dijo: «Señor, tú hablas hindí, y estos niños sólo entienden el arameo». Luego pronunció unas palabras en arameo. El niño cogió la pala de oro y con decisión golpeó con ella la cúpula de almendrado, que se derrumbó sobre el patio.

Entonces apareció Siri, irreconocible, manchado de ceniza y de sangre, con las vestiduras desgarradas. Se acercó corriendo al príncipe, y cogiéndole por el brazo le llevó a cierta distancia de la mesa.

– Príncipe Taor -dijo jadeando-, esta tierra está maldita, siempre lo he dicho. Hace una hora que los soldados de Herodes han invadido la aldea, y matan, matan, matan sin compasión.

– ¿Qué matan? ¿A quién? ¿A todo el mundo?

– No, pero casi sería mejor que fuera así. Parecen tener órdenes de no dar muerte más que a los niños varones de menos de dos años.

– ¿Menos de dos años? ¿Los más pequeños, los que no hemos invitado?

– Exactamente. Los degüellan incluso en brazos de sus madres.

Taor inclinó la cabeza, consternado. De todas las tribulaciones que había sufrido, sin duda aquella era la peor. Pero, ¿a quién se debía aquello? Orden del rey Herodes, decían. Se acordó del príncipe Melchor, que insistía para que los Reyes Magos cumpliesen la promesa que habían hecho de volver a Jerusalén para dar cuenca de los resultados de su misión en Belén. Promesa que no habían cumplido. Traicionando así la confianza de Herodes. Y no había nada, se sabía por experiencia, de lo que el tirano no fuese capaz cuando se creía traicionado. ¿Todos los niños varones de menos de dos años? ¿Cuántos serían en aquel pueblo tan prolífico como modesto? El niño Jesús, que ahora se encontraba camino de Egipto, había escapado a la matanza. El furor ciego del viejo déspota no podía alcanzarle. ¡Pero serían innumerables sus víctimas inocentes!

Absortos en el saqueo del palacio de azúcar, los niños no habían reparado en la llegada de Siri. Por fin se habían animado, y con la boca llena, hablaban, reían y se disputaban los mejores trozos. Taor y Siri les observaban, retrocediendo hasta las sombras.

– Que disfruten mientras agonizan sus hermanitos -dijo Taor-. Muy pronto descubrirán la horrible verdad. En cuanto a mí, no sé lo que me reserva el futuro, pero no puedo dudar de que esta noche de transfiguración y de matanza marcará en mí vida el fin de una edad, la del azúcar.

EL INFIERNO DE LA SAL

Cuando los viajeros atravesaron el pueblo en una lívida aurora, lo envolvía un silencio que sólo rompía aquí y allá algún que otro sollozo. Se murmuraba que la matanza había sido ejecutada por ¡a legión cimeria de Herodes, un cuerpo de mercenarios de roja pelambrera, procedentes de un país de brumas y de nieves, y que hablaban entre sí un idioma indescifrable, a los que el déspota confiaba sus misiones más atroces. Habían desaparecido con la misma rapidez con que cayeron sobre la aldea, pero Taor desvió la mirada para no ver perros famélicos que lamían un charco de sangre a medio coagular en el umbral de una cabaña. Siri insistió en que torcieran hacia el sudeste, prefiriendo la aridez del desierto de Judá y de las estepas del mar Muerto a la presencia de las guarniciones militares de Hebrón y de Beersheba por las que pasaban el camino más recto. No cesaban de bajar, y a veces el terreno era tan empinado que los elefantes derrumbaban masas de tierra gris bajo sus enormes patas. A partir del crepúsculo, rocas blancas y granulosas empezaron a jalonar el avance de los viajeros. Las examinaron: eran bloques de sal. Entraron en un bosquecillo de arbustos blancos, sin hojas, que parecían cubiertos de escarcha. Las ramas se quebraban como si fuesen de porcelana: era también la sal. Por fin, cuando el sol desaparecía a sus espaldas, vieron por el espacio que quedaba entre dos montañas, un fondo lejano de un azul metálico: el mar Muerto. Estaban preparando el campamento de la noche, cuando una súbita ráfaga de viento -como las hay a menudo a esta hora final del día- llevó hasta ellos un intenso olor a azufre y a nafta.

– En Belén -dijo sobriamente Siri- franqueamos la puerta del Infierno. Desde entonces no dejamos de adentrarnos en el Imperio de Satán. 11

Taor no estaba ni sorprendido ni inquieto. O si lo estaba, su apasionada curiosidad se imponía a toda sensación de miedo o de angustia. Desde que salieron de Belén no dejaba de relacionar y de comparar dos imágenes aparecidas al mismo tiempo, y sin embargo violentamente opuestas: la matanza de los niños y la merienda del jardín de los cedros. Tenía la convicción de que una secreta afinidad unía esas dos escenas, que, en su contraste, eran en cierto modo complementarias, y que si consiguiese superponerlas, una intensa luz alumbraría su propia vida, e incluso el destino del mundo. Unos niños degollados mientras otros niños, sentados alrededor de una mesa, devoraban suculentas golosinas. En todo aquello había una paradoja intolerable, pero también una clave llena de promesas. Comprendía perfectamente que lo que había vivido aquella noche en Belén preparaba otra cosa, que en resumidas cuentas no era más que el torpe ensayo, finalmente abortado, de otra escena en la que aquellos dos extremos -comida amistosa e inmolación sangrienta- se confundirían. Pero su meditación no conseguía romper el turbio espesor a través del cual entreveía la verdad. Sólo una palabra flotaba en su mente, una palabra misteriosa que había oído por primera vez hacía poco, pero que contenía más sombra equívoca que límpida enseñanza, la palabra sacrificio.

Al día siguiente continuaron descendiendo, y cuanto más se metían en barrancos y pedregales, más se cargaba de emanaciones minerales el aire inmóvil y ardiente. Por fin el mar Muerto apareció ante sus ojos en toda su extensión, teniendo al norte la desembocadura del Jordán, y al otro lado la orilla oriental dominaba por la atormentada silueta el monte Nebo. Una extraña particularidad les intrigó: en toda su superficie, el espejo azul acero aparecía moteado de puntos blancos, como si una fuerte brisa hubiese levantado un encrespado oleaje. Pero el aire, pesado como una tapadera de plomo, estaba completamente inmóvil.

Aunque su itinerario hubiera podido hacerles pasar bastante lejos del mar, no pudieron resistir el atractivo que ejerce cualquier masa de agua -estanque, lago u océano- en unos viajeros del desierto. Decidieron, pues, seguir hacia el sur hasta la costa, y luego bordearla en dirección sur. Cuando se encontraban ya a un tiro de flecha de la playa, en un impulso común, hombres y animales echaron a correr hacia el agua que les llamaba con toda su pureza y su aceitosa calma. Los más rápidos se sumergieron al mismo tiempo que los elefantes. Pero volvieron a salir en seguida frotándose los ojos y escupiendo con repugnancia. Porque aquella hermosa agua, desde luego no transparente, pero sí translúcida, de un azul químico surcado por regueros sinuosos, no sólo estaba saturada de sal -hasta el punto de que ésta hacía las veces de arena en la playa y en el fondo del agua-, sino que también contenía muchísimo bromo, magnesio y nafta, una verdadera sopa de bruja que empega la boca, quema los ojos, vuelve a abrir las heridas recién cicatrizadas, embadurna todo el cuerpo con una capa viscosa que al secarse al sol se convierte en un caparazón de cristales. Taor, que llegó uno de los últimos, quiso hacer la experiencia. Prudentemente se sentó en el cálido liquido y empezó a flotar, como si estuviera en un sillón invisible, más barco que nadador, propulsándose con las manos como si fueran remos. Pero tuvo la sorpresa de sacar del agua aquellas mismas manos inundadas de sangre. «Sin duda es que tienes heridas mal cerradas que habías olvidado», explicó Siri. «Esta agua parece extraordinariamente ávida de sangre, y cuando adivina su proximidad bajo una epidermis todavía diáfana, se precipita a su encuentro y acaba por hacer que brote.» Taor lo había comprobado y comprendido desde el primer momento. El problema es que no recordaba haber tenido ninguna cicatriz en las manos… No, por mucho que dijera Siri, había sido espontáneamente, o como obedeciendo a una orden misteriosa como las palmas de sus manos se habían puesto a sangrar.

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11 La superficie del mar Muerto está a 400 metros por debajo de la del mar Mediterráneo, y a 800 metros por debajo de Jerusalén.