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¿Y ella? ¿Qué sentía? ¿Qué pensaba? No iba a tardar en saberlo. Bruscamente, deshizo nuestro abrazo, corrió a la balaustrada de la terraza, y con el cuerpo inclinado hacia los jardines, la vi sacudida por náuseas y estremecimientos. Luego volvió hacia mí muy pálida, con las facciones desencajadas y grandes ojeras. Se tendió boca arriba con suavidad, en la posición de una estatua yacente.

– No he podido con el antílope -explicó sencillamente-. La pierna de antílope o la cola de oveja.

No la podía creer. Sabía que no era ni el antílope ni la oveja lo que había hecho vomitar de asco a la mujer a la que amaba. Me levanté y me dirigí a mis aposentos lleno de dolor.

Hasta ahora he hablado muy poco de Galeka, porque Biltina ocupaba todos mis pensamientos. Pero en mi congoja me volví entonces hacia el joven, como hacia una encarnación de ella misma que fuese incapaz de hacerme sufrir, una especie de confidente inofensivo. ¿No es ésta, por otra parte, la función normal de los hermanos, de los cuñados? Me hubiese engañado de esperar sinceramente de él que me apartase de Biltina. Ví con toda claridad que no vivía más que a la sombra de su hermana, confiando en ella para juzgarlo y decidirlo todo. Me sorprendió también por el escaso apego que manifestaba por su patria fenicia. Según el relato que me hizo, iban desde Biblos, su ciudad natal, hasta Sicilia, donde vivían unos parientes suyos, según una tradición fenicia que exige que los jóvenes salgan de su patria y se enriquezcan con los azares del viaje. Para ellos la aventura empezó a partir del octavo día, cuando su navío cayó en poder de los piratas. El valor mercantil que les daba su juventud y su hermosura les salvó la vida. Les desembarcaron en una playa próxima a Alejandría, y se les encaminó hacia el sur en una caravana. Durante el camino no sufrieron mucho, porque sus amos cuidaban de proteger su apariencia física. La amabilidad de los niños y de los animales compensa su debilidad y les sirve de protección contra sus enemigos. La belleza de una mujer o la gallardía de un adolescente no son armas menos eficaces. De eso tengo una triste experiencia: ningún ejército hubiera podido atacarme y someterme como hacen esos dos esclavos.

No pude dejar de hacer una pregunta que le sorprendió, y luego le divirtió: ¿Son rubios todos los habitantes de la Fenicia? Sonrió, Ni mucho menos, repuso. Los hay morenos, de color castaño oscuro o castaño claro. También los hay pelirrojos. Después frunció el ceño, como si descubriese por primera vez una verdad nueva y difícil de formular. Pensándolo bien, le parecía que los esclavos eran más morenos, muy morenos, también de pelo ensortijado, y que entre los hombres libres el color claro de la piel y lo lacio de los cabellos se acentuaba a medida que se ascendía en la escala social, de tal suerte que la alta burguesía rivalizaba con la aristocracia en su condición de rubios. Y se echó a reír, como si esas palabras de esclavo rubio dirigidas a un rey negro no mereciesen el empalamiento o la cruz. Yo admiraba a mi pesar la ligereza con la que hablaba y parecía tomarse todos los hechos que se referían a él. Había salido libre y rico de Biblos para pasar una temporada en casa de unos parientes, y ahora era el favorito de un rey africano después de haber cruzado desiertos a pie, llevando al cuello la soga de la servidumbre. ¿Sabe que me bastaría chasquear los dedos para hacerle decapitar? Pero, ¿podría hacerlo? ¿No significaría eso perder a Biltina? ¿Pero acaso no está ya pérdida para mí? ¡Oh, qué tristeza! «Soy esclava, pero soy rubia», podría cantar Biltina.

Tengo que decidirme a contar una escena que he tenido con ella y que bastaría para demostrar, si eso aún fuese necesario, el estado de pesadumbre y de extravío en el que yo me encontraba.

Ya he hablado del uso que suelo hacer de los pebeteros para realzar el fasto de las ceremonias oficiales en las que aparezco con los atributos más venerables de la realeza. También he dicho cómo del gran mercado de Nauarik traje un cofre lleno de bastoncitos de incienso. Los que se consideran incrédulos y libres de toda creencia, a veces cometen la ligereza de jugar con cosas cuyo alcance simbólico les desborda. Y en ocasiones lo pagan muy caro. Yo había tenido la idea banal de utilizar ese incienso en las fiestas que celebrábamos algunas noches Biltina, su hermano y yo. Estoy dispuesto a jurar que en un principio sólo se trataba de perfumar el aire de mis aposentos, que con frecuencia estaba viciado y lleno de los olores de un banquete. Pero resulta que el incienso no se deja desacralizar tan fácilmente. Su bruma tamiza la luz y la puebla de siluetas impalpables. Su aroma empuja al ensueño, a la meditación. Hay en su combustión sobre brasas algo de sacrificio, de holocausto. En resumidas cuentas, lo queramos o no, el incienso crea una atmósfera de culto y de religiosidad.

Al comienzo conseguimos escapar a ella por medio de chanzas bastante groseras que sin duda debíamos, al menos en parte, al alcohol. Biltina había imaginado que ella y yo podíamos intercambiar nuestros colores, y después de haberse cubierto la cara con hollín, embadurnó la mía con caolín. Así, durante una parte de la noche habíamos estado bufoneando. Pero cuando llegó esa hora de angustia en la que el día de ayer ya ha muerto del todo, y el día siguiente aún está lejos de haber nacido, toda nuestra jovialidad se desvaneció. Entonces el humo del incienso dio a nuestros juegos histriónicos un aire de danza macabra. El negro blanqueado y la rubia ennegrecida estaban frente a frente, y ante ellos el clerizonte de un culto grotesco hacia oscilar gravemente a sus pies un incensario humeante.

Yo amaba a Biltina, y los enamorados no se privan de emplear palabras como idolatrar, adorar, adoración. Hay que perdonárselo, porque no saben lo que dicen. Desde aquella noche yo sí lo sé, pero para llegar a saberlo necesité a aquellos dos personajes de carnaval envueltos en volutas olorosas. Nunca el sollozo de Satán me ha desgarrado el corazón como en aquellas circunstancias. Era un largo grito silencioso que no quería terminar en mí, una llamada hacia otra cosa, un impulso hacia otro horizonte. Lo cual no quiere decir, ni mucho menos, que despreciase a Biltina y que me apartara de ella. Al contrario, me sentía muy cerca de ella, como nunca antes de entonces, pero era por otro sentimiento, una especie de fraternidad en la abyección, una ardiente compasión que me quemaba y me inclinaba hacia ella, y me invitaba a arrastrarla conmigo. ¡Pobre Biltina, tan débil, tan frágil, a pesar de su pueril doblez, en medio de aquella corte en la que todo el mundo la odiaba!

No iba a tardar en tener una terrible prueba de ese odio, y desde luego quien iba a dármela era Kallaha.

Los muchos años que llevaba junto a mí y su calidad de matrona del harén le daban acceso noche y día a mis aposentos. Y así la vi surgir en pleno insomnio, acompañada de un eunuco que llevaba una antorcha. Parecía muy excitada y como si apenas pudiera dominar una triunfal alegría. Pero el protocolo le prohibía dirigirme la palabra sin que yo antes le hablase, y yo no tenía la menor prisa en hacer estallar la catástrofe que ya preveía inevitable.

Me levanté, me puse una larga túnica nocturna, me enjuagué la boca sin conceder ni una mirada a la matrona que hervía de impaciencia. Por fin, mullí mis almohadones, me eché de nuevo y le dije despreocupadamente: «Vamos a ver, Kallaha, ¿qué pasa en el harén?». Porque era impensable que yo la autorizara a hablar de cualquier otro asunto. Ella exclamó: «¡Tus fenicios!». ¡Como si yo ya no supiera, sólo con verla, que se trataba de ellos!

– ¡Tus fenicios! ¡Son tan poco hermanos como ella y yo!

Y tocó el hombro del eunuco.

– Di lo que sepas.

– Si no me crees, ven conmigo. Verás si los juegos a los que se entregan son los de un hermano y una hermana.

Me puse en pie en seguida. ¡O sea que era eso! La mareante tristeza que me envolvía desde hacía semanas se había transformado en una cólera asesina. Me eché una capa sobre los hombros. Kallaha, asustada por la violencia de mi reacción, retrocedía con terror hacia la puerta.

– ¡Vamos, anda, vieja borrica, vamos allá!

Lo que sucedió luego tuvo la ingrávida rapidez de una pesadilla. Los amantes, sorprendidos en brazos el uno del otro, la llamada a los soldados, el joven arrastrado a las mazmorras de la ergástula, Biltina más bella que nunca en su felicidad súbitamente fulminada, más deseable que nunca entre sus lágrimas y sus largos cabellos, que eran su única vestidura, Biltina encerrada en una celda de seis pies de lado, Kallaha desaparecida, porque sabía por experiencia, la muy taimada, que no era bueno que se pusiera a mi alcance en momentos como aquél, y yo, que volví a encontrarme en una soledad espantosa, en el corazón de una noche tan negra como mi piel y el fondo de mi alma. Y sin duda hubiese llorado, de no saber que las lágrimas sientan muy mal a un negro.

¿Son hermanos Biltina y Galeka? Todo conduce a sospechar que no. Ya he comentado que su parecido físico, al principio evidente, se había ido difuminando a mis ojos a medida que veía afirmarse sus rasgos individuales bajo su identidad étnica. Y la maniobra se explica fácilmente: haciendo pasar a su amante -o su marido- por su hermano, la fenicia le ponía al abrigo de mis celos y le hacía compartir los favores con que yo la colmaba. La prudencia hubiera exigido que observasen la máxima reserva el uno respecto al otro. Que hubiesen obrado de forma tan diferente me llenó de furor – ¡tenían que tener muy poco miedo a desafiarme, estando rodeados de tantos espías!-, pero también esa ligereza, esa temeridad, me asombra, me conmueve un poco. Y para concluir con su fraternidad, poco me importa que sea real o mentirosa. Los faraones del Alto Egipto -que no están muy lejos de mí ni en el tiempo ni en el espacio- se casaban entre hermanos para salvaguardar la pureza de su descendencia. En cuanto a mí, la unión de Biltina y de Galeka sigue siendo la de dos semejantes. El rubio y la rubia se atraen, frotan sus cuerpos… y rechazan al negro a las tinieblas exteriores. A mis ojos es lo único que cuenta.