En los días siguientes tuve que soportar la insistencia muda o disimulada de los que me rodeaban pidiéndome que acabase con los culpables. ¿Qué vale la vida de dos esclavos caídos en desgracia en la mano de un rey? Pero a mi edad ya tengo la suficiente cordura para saber que lo importante para mí no es ni hacer justicia ni siquiera vengarme, sino curar la herida que sufro. Obrar según el egoísmo más juicioso. La muerte cruel o expeditiva de uno de los dos fenicios – ¿y cuál de los dos?- o de ambos a la vez, ¿iba a tener un efecto benéfico sobre mi pesadumbre? Ésta era la única pregunta, y niego a todos los que profieren gritos de odio en torno a mí la menor competencia para juzgarlo.
Una vez más, fue a mi astrólogo Barka Mai a quien debí la ayuda más discreta.
Yo vagaba por mí terraza pensando con delectación morosa que la negrura de mi alma es vacío, mientras que la del cielo nocturno centellea de estrellas, cuando se reunió conmigo para darme -según lo anunció- una noticia de importancia.
– Será esta noche -precisó misteriosamente.
Yo ya había olvidado nuestra anterior conversación. No sabía de lo que me estaba hablando.
– EÍ cometa -me recordó-, el astro melenudo. Hacia el final de esta noche será visible desde esta terraza.
¡La estrella de cabellos de oro! Ahora recordaba que me había anunciado su aparición, cuando Biltina aún no había entrado en mi vida. ¡Mi querido Barka! Su extraordinaria lucidez me maravillaba. Pero sobre todo daba de golpe a la miserable impostura de la que yo era víctima una dimensión celeste. Desde luego había sido traicionado. Pero mi desdicha poseía densidad y calidad reales, y resonaba hasta en los cielos. Para mí aquello era un enorme consuelo. La flauta de Satán por fin callaba.
– Pues bien-le dije-, esperémoslo juntos.
Se anunció por encima de las colinas que bordean el horizonte meridional con palpitaciones imperceptibles -como debilísimos relámpagos de calor-, y fue Barka el primero en distinguirlo, señalando con el dedo una luz que yo hubiese podido confundir con el brillo de un planeta.
– Eso es -dijo-, viene de las fuentes del Nilo y se dirige hacia el Delta.
– No obstante -objeté-, Biltina viene en dirección contraria, desde el norte del Mediterráneo, y ha atravesado el desierto para llegar hasta aquí.
– ¿Quién te habla de Biltina? -se sorprendió Barka con una astuta sonrisa.
– ¿No me has dicho que esa estrella melenuda era rubia?
– Dorada. Yo he hablado de cabellos de oro.
– Precisamente, cuando Biltina se deshacía el tocado y sacudía su mata de pelo sobre los hombros, o lo desparramaba sobre la almohada, yo que sólo conocía las cabezas negras, redondas y rizadas de nuestras mujeres, tocaba sus cabellos, los hacía pasar de una mano a otra, y me maravillaba de que el sabor, la sed del metal amarillo pudiera transfigurarse hasta el punto de confundirse con el amor de una mujer. Es como su olor. Ya sabes que suele decirse que el oro no tiene olor. Significa que puede sacarse provecho de las fuentes más impuras -lupanares o letrinas- sin que hieda en lo más mínimo el tesoro de la Corona. Es muy cómodo, y es grave, porque los crímenes más sórdidos se borran así por el lucro que se obtiene de ellos. Más de una vez, después de haber hecho vaciar a mis pies un cofre de monedas de oro, las he cogido a puñados para acercarlas a mi nariz. ¡Nada! No huelen a nada. Las manos y los bolsillos por los que los tráficos, las traiciones y los crímenes las habían hecho pasar no habían dejado ningún olor en ellas. ¡Pero el oro de los cabellos de Biltina! ¿Conoces esa pequeña gramínea aromática que crece en las hendiduras de las rocas?
– ¡En verdad, señor Gaspar, esa mujer ocupa excesivamente tu pensamiento! Pues bien, contempla ahora el cometa rubio. Se acerca, baila en el cielo negro como una almea de luz. Tal vez sea Biltina. Pero quizá sea al mismo tiempo otra cosa, porque no hay una sola naturaleza rubia en la tierra. Ésta viene del sur, dirige hacia el norte su caprichoso curso. Créeme, síguela. ¡Parte! El viaje es un remedio soberano contra el mal que te corroe. Un viaje es una sucesión de desapariciones irremediables, como ha dicho muy bien el poeta. 1 Sí, haz una cura de desapariciones, sólo pueden reportarte bien.
La almea de luz agitaba su cabellera por encima del palmeral. Sí, me hacía señas para que la siguiese. Partiré pues. Confiaré a Biltina y a su hermano a mi primer intendente, advirtiéndole que a mi regreso responderá con su vida de la de ellos. Descenderé por el curso del Nilo hasta el frío mar por el que navegan hombres y mujeres de cabellos de oro. Y Barka Mai me acompañará. Ésta será su pena y su recompensa.
Los preparativos de nuestra marcha obraron en mí como una cura de juventud y de vigor. El poeta 2 lo dijo: el agua que se estanca inmóvil y sin vida se vuelve salobre y fangosa. Por el contrario, el agua viva y cantarina permanece pura y límpida. Así, el alma del hombre sedentario es una vasija en la que fermentan tristezas en las que no deja de pensar. De la del viajero brotan chorros puros de ideas nuevas y de acciones imprevistas.
Más que por necesidad, por placer, yo mismo me ocupé de formar nuestra caravana, que debía ser limitada en número -no más de cincuenta camellos-, pero sin debilidad, ni por parte de los hombres ni por las bestias, porque la meta de nuestra expedición era a la vez incierta y lejana. Tampoco quise hacer partir a mis compañeros y a mis esclavos sin darles una explicación. Les hablé, pues, de una visita oficial a un gran rey blanco de las orillas orientales del mar, y cité un poco al azar a Herodes, rey de los judíos, cuya capital es Jerusalén. Era tener demasiados escrúpulos. Apenas me escucharon. Para esos hombres, que son todos nómadas sedentarizados -y que son infelices por serlo-, emprender un viaje no necesita ninguna justificación. Poco importa el destino. Creo que solamente comprendieron una cosa: iríamos lejos, o sea que partíamos para mucho tiempo. No pedían más para sentirse contentos. El propio Barka Mai pareció poner al mal tiempo buena cara. Al fin y al cabo no era tan viejo ni tan escéptico que no pudiera prever que esta expedición iba a ofrecerle sorpresas y enseñanzas.
Para salir de Meroe tuve que decidirme a usar el gran palanquín real de lana roja bordada en oro y coronado por un pináculo de madera en el que flotan estandartes verdes con un penacho de plumas de avestruz. Desde la puerta principal del palacio hasta el último palmeral -más allá ya sólo hay desierto-, el pueblo de Meroe aclamaba a su rey y lloraba por su marcha, y como entre nosotros no se hace nada sin baile y sin música, se desencadenaron crótalos, sistros, címbalos, sambucas y salterios. Mi dignidad real no me permite salir de la capital de mi reino con menos algazara. Pero ya en la primera parada mandé desmontar todo aquel pomposo aparejo en el que me había estado ahogando durante todo el día, y después de cambiar de montura, me instalé en mi silla de paseo, hecha con un armazón ligero recubierto de piel de cordero.
Por la noche quise celebrar hasta el final esta primera jornada de arrancamiento, y para ello era preciso estar solo. Hacía tiempo que mis familiares se habían resignado a estas escapadas, y nadie intentó seguirme cuando me alejé del bosquecillo de sicómoros y de la guelta donde habían levantado el campamento. Gocé plenamente, en el súbito frescor del día que terminaba, de la ágil ambladura de mí camella. Ese paso rítmico -las dos patas de la derecha avanzando a la vez, cuando todo el cuerpo del animal se inclina hacia la izquierda, para luego avanzar al mismo tiempo las patas de la izquierda, mientras todo el cuerpo se inclina a la derecha- es algo propio de los camellos, de los leones, de los elefantes, y favorece la meditación metafísica, en tanto que la andadura diagonal de los caballos y de los perros sólo inspira pensamientos indigentes y cálculos ruines. ¡Oh felicidad! La soledad, que era odiosa y humillante en mi palacio, era una gran exaltación en pleno desierto.
Mi montura, a la que dejé a rienda suelta, dirigía su trote desgarbado hacia el sol poniente, siguiendo en realidad numerosas huellas que al principio no acerté a ver. De pronto se detuvo ante el terraplén de un pequeño pozo, que dejaba ver un entallado tronco de palmera. Me incliné y vi temblar mi reflejo en un espejo negro. La tentación rué demasiado fuerte. Me quité toda la ropa, y por el tronco de la palmera bajé hasta el fondo del pozo. El agua me llegaba hasta la cintura, y sentía en mis tobillos los frescos remolinos de un manantial invisible. Me sumergí hasta el pecho, hasta el cuello, hasta los ojos, en la exquisita caricia del agua. Por encima de mí cabeza veía el redondo agujero de la boca, un disco de cielo fosforescente en el que parpadeaba una primera estrella. Una ráfaga del viento pasó por el pozo, y oí la columna de aire que lo llenaba zumbando como en una flauta gigantesca, música suave y profunda que producían a la vez la tierra y el viento nocturno, y que yo acababa de sorprender por una inconcebible indiscreción.
En los días siguientes las horas de marcha sucedían a las horas de marcha, las tierras rojas agrietadas a los ergs erizados de espinos, los pedregales con hierbas amarillas a las sales centelleantes de las sebjas, parecía que estábamos caminando por la eternidad, y muy pocos de nosotros hubieran sido capaces de decir cuánto tiempo hacía que habíamos iniciado el viaje. También eso es el viaje, una manera de que el tiempo transcurra a la vez mucho más lentamente -según el negligente balanceo de nuestras monturas- y mucho más aprisa que en la ciudad, donde la variedad de los quehaceres y de las visitas crea un pasado complejo dotado de planos sucesivos, de perspectivas y de zonas diversamente estructuradas.