Mi padre terminó con la ambigüedad, que puede hacer que un enamorado del arte se confunda con el avaro que se inclina sobre un cofre de pedrería, deshaciéndose, apenas subió al trono, del tesoro de la cámara de seguridad. Al principio sólo conservó monedas de oro acuñadas con efigies, procedentes de la cuenca mediterránea, del continente africano o de los confines asiáticos. Alimenté una última ilusión al enamorarme de esas monedas que halagaban mi afición por el arte del retrato, y en general la representación de un vivo o un muerto. Por el hecho de estar grabado en oro o plata, el rostro de un soberano desaparecido o contemporáneo revestía a mis ojos una dimensión divina. Pero la ilusión se desvaneció cuando esas monedas desaparecieron para ser sustituidas por abacos y por los juegos de escritura de los banqueros caldeos, con los que el rey y su ministro de Finanzas se entrevistaban regularmente. Por una irritante paradoja, la creciente avaricia y la exorbitante riqueza que ésta produce, tienen algo que ver con el desprendimiento progresivo que permite la ascesis del místico poseído por Dios. En el avaro, como en el místico, las apariencias de la pobreza disimulan una riquezas inmensa e invisible, pero, desde luego, de naturaleza muy distinta en ambos casos.
Mi ardiente vocación se situaba en el extremo opuesto de esa pobreza y de esa riqueza. A mí me gustan los tapices, las pinturas, los dibujos, las estatuas. Me gusta todo lo que embellece y ennoblece nuestra existencia, y en primer lugar la representación de la vida que nos invita a levantarnos por encima de nosotros mismos. No me gustan demasiado los motivos geométricos de las alfombras de Esmirna o de las lozas babilónicas, y la misma arquitectura me abruma con las lecciones de grandeza y de orgullosa eternidad que siempre parece estar queriendo dispensarnos. Yo necesito seres de carne y hueso, exaltados por la mano del artista.
Por otra parte, no tardé en descubrir un aspecto de mi vocación de esteta -el viaje- que aún me distinguía más de mis padres, condenados a la vida sedentaria por su tacañería. Pero, desde luego, no fue ni una guerra de Troya ni una conquista de Asia lo que me hizo salir de mi palacio natal. Me río al escribir estas líneas, hasta tal punto se empapan, sin yo quererlo, de ironía provocadora. Sí, lo confieso, no fue con la espada en la mano, sino empuñando un cazamariposas como me eché a recorrer los caminos del mundo. El palacio de Nippur no se caracteriza, ay, por sus rosales y sus vergeles. No es más que luz, cayendo en oleadas deslumbrantes, sobre blancas terrazas; en resumidas cuentas, las bodas triunfales de la piedra y del sol. Por ello no dejaba de ser delicioso descubrir en algunos amaneceres, en la balaustrada de mis aposentos, una bella mariposa irisada que se enjugaba con grandes estremecimientos el rocío nocturno. Luego la veía emprender el vuelo, navegar en la indecisión y alejarse -siempre hacia el oeste- con el aire fantástico y anguloso de un ser que tiene las alas demasiado grandes para volar bien.
Pero si esa frágil visita se renovaba de tarde en tarde, el visitante cambiaba cada vez de librea. A veces amarilla, sombreada de terciopelo negro, o de un rojo llameante con un ocelo de color malva, o sencillamente, blanca del todo, como la nieve; en una ocasión la vi ataraceada de gris y de azul, como un trabajo de concha.
Yo aún era un niño, y esas mariposas que alguien mandaba hacia mí como mensajeras de otro mundo, encarnaban a mis ojos la belleza pura, a la vez inasible y sin ningún valor comercial, exactamente todo lo contrario de lo que me enseñaban en Nippur, Llamé al intendente encargado de mis necesidades materiales, y le ordené que me mandara construir el instrumento que necesitaba, es decir, un bastón de junco rematado por un aro de metal, coronado a su vez por un gorro de tela ligera como una red de gruesa malla. Después de varios intentos -casi siempre los materiales empleados para estos tres elementos eran demasiado pesados y sin la afinidad que debían tener con la codiciada presa- me vi en posesión de un cazamariposas bastante utilizable. Sin esperar la solicitación de una visita matinal, me lancé hacia el horizonte -el de levante-, de donde me venían siempre mis pequeñas viajeras.
Era la primera vez que me escapaba solo más allá de los límites del dominio real. Para mi sorpresa, no encontré ningún centinela en el camino de mi escapada, que así parecía estar favorecida por una conspiración generaclass="underline" un viento exquisitamente suave, la pendiente de la meseta sombreada de tamariscos, y, desde luego, aquí y allá una mancha que revoloteaba de flor en flor como para desafiarme o recordarme mis deberes de cazador de mariposas. A medida que bajaba hasta el valle de un afluente del Tigris, veía enriquecerse la vegetación. Salí al final del invierno que alegraban unos escasos crocos, y me parecía estar avanzando hacia la primavera, a través de campos de narcisos, de jacintos y de junquillos. Y, cosa rara, no sólo las mariposas parecían cada vez más abundantes, sino que sus vuelos también parecían salir del mismo lugar, evidentemente la meta de mi expedición.
Pero fue una nube de insectos lo que me indicó, ya a considerable distancia, dónde estaba la alquería de Maalek. Alrededor de un pozo -que sin duda había determinado la elección del asentamiento- un gran cubo blanqueado sólo ofrecía una puerta baja como única abertura, y se prolongaba por medio de dos construcciones vastas y ligeras, con tejados de palma en ángulo recto. De uno de esos tejados salía como un humo azul, un chai aéreo que se alargaba en todas direcciones, y cuya evolución activa, dinámica, casi voluntaria, no era la pasiva de una nube, sino la ascensión de una masa de insectos alados. Antes de llegar al patio de la alquería, recogí sobre la hierba unas cuantas mariposíllas idénticamente grises y translúcidas, sin duda los individuos más perezosos de aquel pueblo emigrante.
Un perro se acercó a mí ladrando y haciendo huir a unas cuantas gallinas. Tal vez el extraño instrumento que llevaba en la mano provocaba su cólera, porque para que me dejase en paz tuvo que intervenir el dueño de aquel lugar. Salió de una de las grandes chozas de palmas, impresionante por su altura, su delgadez -envuelto en una amplia túnica amarillas con largas mangas-, la cara ascética y lisa. Me alargó la mano, y yo creí que quería saludarme, pero en seguida me di cuenta de que sólo quería que le diera mi caza mariposas, objeto que tal vez consideraba incongruente en aquellos parajes, como ya había hecho el perro.
No me pareció oportuno ocultarle mi identidad, y, gozando anticipadamente de la sorpresa un poco escandalizada que aquella presentación podía suscitar, le dije sin más preámbulo:
– Esta mañana he salido del palacio de Nippur. Soy el príncipe Baltasar, hijo de Balsarar, nieto de Belsusar.
Me respondió, no sin malicia, señalando con un ademán las mariposas cuya nube había dejado de brotar del tejado y se deshilachaba por encima de las copas de los árboles.
– Son callícoras azuladas. Cristalizan en racimos, y echan a volar juntas, obedeciendo a una misteriosa correspondencia gregaria. Ayer nada anunciaba aún que la eclosión colectiva fuese inminente. Sin embargo, ante una oscura señal, cada individuo ya había empezado a roer la parte superior de su capullo.
No obstante, no olvidó los ritos tradicionales de la hospitalidad. Sacó agua del pozo, llenó un cubilete y me lo ofreció. Bebí con gratitud, consciente de mi sed a medida que la saciaba. Sí, aquel largo recorrido me había dejado sediento, y después de beber sentí que las piernas me temblaban de cansancio. Comprendí que él se había dado cuenta, pero que prefería no darse por enterado. Aquel joven príncipe un poco loco, que salía de su capital con aquel artilugio ridículo en la mano, merecía un tratamiento enérgico.
– Ven -me ordenó-. Has venido para verlas. Te esperan.
Y me hizo entrar en la primera choza de palmas, sin darme tiempo para preguntarle qué me esperaba allí.
En efecto, allí estaban «ellas», a millares, a cientos de miliares, y el ruido que hacían al comer llenaba el aire con una crepitación ensordecedora. Había una especie de tinas llenas de hojas, hojas de higuera, de morera, de vid, de eucalipto, de hinojo, de zanahoria, de esparraguera, y de otras que no supe identificar. Cada tina tenía su variedad de follaje, y cada clase de hojas su variedad de orugas, orugas lisas o pilosas -minúsculos osos pardos, rojizos o negros-, blandas o con caparazón, sobrecargadas de adornos barrocos -espinas, crestas, cepillos, tubérculos, carúnculas u ocelos-. Pero todas estaban compuestas por doce anillos articulados que terminaban en una cabeza redonda con una formidable mandíbula, y las más inquietantes eran aquellas que por su forma y su color se confundían exactamente con la planta sobre la que vivían, de tal forma que a simple vista parecía que las hojas, dominadas por una locura caníbal, se devoraban a sí mismas.
Maalek me observaba mientras yo, con los ojos muy abiertos por la curiosidad y el estupor, me iba inclinando sobre una y otra tina para contemplar tan asombroso espectáculo.
– ¡Qué bien! -decía, hablando para sí mismo-. Miro cómo miras, te veo ver, y elevando así mi mirada al segundo grado, confiero a esas cosas esenciales una evidencia y un frescor nuevos. Debería recibir aquí más a menudo a jóvenes visitantes. Pero aún no has descubierto más que la mitad del espectáculo. Ven, crucemos ahora esta puerta, vamos más lejos.
Y me arrastró hasta la segunda choza.
Después de la vida febril y devoradora, aquél era un espectáculo de muerte, o, mejor dicho, de sueño, pero de un sueño que imitaba la muerte con un refinamiento espantoso. Sólo se veía un bosque de ramitas y ramas secas, un verdadero bosquecillo artificial plantando en tinas de arena. Y todo aquel boscaje estaba lleno de capullos, frutos extraños, incomestibles, envueltos en una funda sedosa, de color amarillo claro, hinchada por una turgencia interior no poco sospechosa.