– Van a buscar a Shery. ¿Por qué la llevan a la morgue?
– El forense tomará algunas muestras, no se preocupe.
Sharko no le dejó tiempo para que sintiera lástima.
– ¿Tenía novio?
– Hablamos de ello. No, no era su prioridad, primero estaba su carrera. Era muy solitaria, y bastante ecologista. No tenía teléfono móvil ni televisión, me confesó. Y, además, había sido una gran deportista. Practicaba la esgrima y, de adolescente, había participado en muchos campeonatos. Una mente sana en un cuerpo sano.
– ¿Hay alguien en quien hubiera podido confiar?
– No la conocía tanto, pero… No lo sé. Usted es policía, así que vaya a registrar su casa. Seguro que los resultados de sus investigaciones se encuentran allí.
Ante el silencio y el evidente escepticismo de Sharko, señaló a los chimpancés, esos grandes monos a los que parecía amar más que nada en el mundo.
– Obsérvelos con atención una vez más, comisario. Y dígame qué ve.
– ¿Qué veo? Unas familias. Unos animales que viven en paz y armonía.
– También debería ver a unos grandes simios, a unos seres que se nos parecen.
– Lo siento, no veo más que a unos primates.
– ¡También nosotros somos primates! Los chimpancés están genéticamente más cerca de nosotros que del gorila. A menudo se dice que tenemos más del 98 por ciento del ADN en común con ellos, pero yo le daré la vuelta a la frase: el 98 por ciento de nuestro ADN es ADN de chimpancé.
Sharko meditó acerca de la observación durante unos segundos.
– Su idea es provocadora, aunque visto desde ese ángulo, en efecto…
– No hay nada provocador, es la realidad. Ahora, imagine que le privan de la palabra y lo ponen desnudo en una jaula junto a ellos. En ese caso lo tomarían por lo que es: el tercer chimpancé, junto al chimpancé pigmeo y el chimpancé común de África. Un chimpancé casi desprovisto de pelaje y que anda erguido. Con la única diferencia de que ninguno de sus primos destruye su entorno ni aniquila a las otras especies. Nuestras ventajas evolutivas, como la palabra, la inteligencia o la capacidad de colonizar el planeta entero, también tienen un coste en la moneda darwiniana: somos animales capaces de provocar las mayores desgracias. La Evolución, sin embargo, ha «juzgado» que ese coste era inferior a las ventajas procuradas. De momento…
En su voz había fuerza y, a la vez, resignación. Sharko se sintió alcanzado por la potencia de su mirada animal y la virulencia de sus ideas. Aquella mujer debía de haber vivido momentos extraordinarios en la selva y la sabana, y debía de saber más que nadie sobre los secretos de la vida y, más que nadie, era consciente de que íbamos derechos contra un muro.
Apartó las manos de la barandilla de madera que rodeaba el mirador.
– ¿Tiene hijos, comisario?
Sharko inclinó el mentón, con los labios apretados.
– Tenía una hija… Se llamaba Éloïse.
Hubo un profundo silencio. Ambos sabían qué significaba hablar de un niño en pasado. Sharko miró una vez más a los monos, inspiró profundamente y por fin dijo:
– Haré cuanto esté en mis manos para descubrir la verdad. Se lo prometo.
5
Tras el anuncio de su comandante, Lucie dejó el azúcar sobre la mesa de la cocina. Unió ambas manos sobre la arista de su nariz y respiró profundamente.
– Carnot, muerto… No es posible. ¿Qué ha sucedido?
– Consiguió arrancarse una arteria del cuello con los dedos.
– ¿Se ha suicidado? ¿Por qué?
Kashmareck aún no había tocado su café. Explicar algo semejante no era en absoluto placentero, pero Lucie acabaría por saberlo tarde o temprano y prefería que fuera por él antes que por una llamada telefónica.
– Se había vuelto extremadamente violento.
– Ya lo sabía.
– Más aún, últimamente. Agredía e insultaba a cuantos se le acercaban. Llegó incluso a morder y a golpear hasta casi matarlo a uno de los presos durante el paseo. Carnot era un asiduo de la celda de seguridad. A la vez bestia negra y mártir de los guardianes. Salvo que esta vez lo hallaron sobre un charco de su propia sangre. Fue necesaria… una motivación extraordinaria para hacer aquello.
Lucie se puso en pie y se dirigió a la ventana, para mirar a través de ella, con los brazos cruzados como si tuviera frío. El bulevar, la gente que circulaba, despreocupada.
– ¿Cuándo? ¿Cuándo ha sucedido?
– Hace dos días.
Un largo silencio siguió a sus palabras. La noticia era tan brutal que Lucie sintió que la cubría una bruma gris.
– Ignoro si debo sentirme aliviada o no. Me hubiera gustado que sufriera. Cada hora de cada día. Que pudiera calibrar el daño que había hecho.
– Los tipos como él no funcionan como tú o como yo, Lucie, lo sabes mejor que nadie.
Por supuesto, lo sabía. Los había estudiado a fondo en el pasado. Los desequilibrados, los asesinos en serie, esas escorias inmundas al margen de la normalidad. Recordaba aquellos tiempos en los que era una simple brigada de policía, en Dunkerque, donde el agua del mar alzada por el viento en una fina llovizna repiqueteaba contra los cascos de las embarcaciones de recreo, frente a su despacho. Las gemelas, recién nacidas, canturreaban en sus cunas. Aquellos días en que se ocupaba de ordenar el papeleo, en los que el término «psicópata» no era más que pura abstracción. Aquellas horas durante la noche en las que se entretenía leyendo obras especializadas sobre basuras humanas de la calaña de Carnot. Si lo hubiera sabido… Si hubiera sabido que el mal más abyecto puede golpear a cualquiera, en cualquier momento.
Volvió a la mesa y bebió un sorbo de su café. La superficie negra ondulaba debido al temblor de su mano. Hablar con su comandante, al final, desató el nudo que tenía en la garganta.
– Todas las noches trataba de imaginar qué estaría haciendo ese asqueroso en prisión. Lo veía andar, hablar e incluso reír con los otros presos. Lo imaginaba, tal vez, explicando cómo me había robado a Clara y cómo casi logró dejarme sin Juliette. Cada día me repito que fue un milagro que la hallaran viva, tras trece días encerrada en una habitación…
El comandante de policía vio tal dolor reflejado en los ojos de Lucie que no se atrevió ni a mirarla a la cara. Ella siguió hablando, como si esas palabras hubieran estado cautivas mucho tiempo en su corazón.
– En cuanto cerraba los ojos, veía los ojitos negros de Carnot, sus malditos cabellos pegados a la frente, su cuerpo fuerte como un roble… No se puede imaginar cuánto tiempo su rostro daba vueltas en mi mente. Todos esos días, esas noches, en los que casi sentía su respiración en la nuca. No se puede imaginar el infierno que viví, desde que identificaron el cadáver de una de mis hijas hasta que hallaron a la otra viva. Siete días infernales. Siete días en los que ignoré si se trataba de Clara o de Juliette. Siete días en los que lo imaginé todo, durante los cuales me inyectaron medicamentos para que pudiera aguantar y… para que no me volviera loca.
– Lucie…
– Y estaba viva, Dios mío. Mi pequeña Juliette estaba viva cuando llegué a casa de Carnot con los policías. Fue tan… inesperado, extraordinario. Era tan feliz a pesar de que a mi otra hija la hubieran encontrado carbonizada siete días antes. Feliz, aunque ante mí se revelara lo peor…
Lucie dio un puñetazo sobre la mesa y clavó las uñas en el mantel.
– ¡Dieciséis puñaladas, comandante! Mató a Clara en su coche a un centenar de metros de la playa con dieciséis puñaladas, con una violencia demencial, y luego circuló tranquilamente a lo largo de más de cien kilómetros para abandonarla en el bosque. Vertió gasolina sobre ella, le prendió fuego y la contempló durante varios minutos, mientras Juliette gritaba en el portaequipajes. Luego se marchó, encerró a la superviviente en su casa, ni la tocó, le dio de comer y de beber. Como si no pasara nada. Cuando fue detenido en su domicilio, aún había sangre en el volante de su coche, que ni siquiera había limpiado. ¿Por qué? ¿Por qué todo eso?