Lentamente fue a sentarse en un pequeño banco de hierro junto al muelle. En aquel lugar no había mucha gente. La proximidad del Instituto de Medicina Legal y la abundancia de vehículos policiales alejaban a los eventuales paseantes. No muy lejos, el puerto de París-Arsenal, las embarcaciones, las pesadas barcazas. La leve brisa y el sol de principios de septiembre eran muy agradables. Pensar que Éva Louts no volvería a disfrutar de ese paisaje… Alguien, el «monstruo», la había privado de manera salvaje de su derecho más fundamentaclass="underline" el de respirar. Luego la abandonó en una jaula, como un simple pedazo de carne. Sharko pensó en los padres de la joven víctima. Les habían suavizado la verdad, habían hablado de «crimen» sin añadir el menor adjetivo, y les habían prometido que pondrían todo en marcha para atrapar «a quien lo hubiera hecho». A buen seguro, el padre y la madre no oyeron el final de la frase, puesto que su mundo se había detenido bruscamente.
Sharko se frotó las sienes y, tras ponerse las gafas de sol, una de cuyas varillas estaba remendada con pegamento, echó la nuca hacia atrás, con el rostro mirando al cielo. Unos rayos tibios le acariciaban placenteramente las mejillas. Cerró los ojos y pudo imaginar al asesino llegando al animalario con un mono agresivo. Uno noquea a la víctima y el otro la muerde en la cara, presa de sus instintos de la selva. Tal vez el «monstruo» al que se había referido Shery. Uno de sus congéneres simiescos.
A su alrededor, el ruido de voces y motores se detuvo. El chapoteo del agua… El soplo del viento… Las sombras que danzaban agradablemente bajo sus párpados… Todo se dispersó, como un puñado de sal arrojado al cielo.
Se sobresaltó con violencia cuando una mano lo agarró del hombro. Sharko tardó unos segundos en darse cuenta de dónde se hallaba. Con una mueca, alzó la nuca y se incorporó. Levallois estaba ante él.
– No es muy legal haberme dejado plantado en plena sala de autopsias. Acabamos de empezar a trabajar juntos y ya me las gastas así.
Sharko miró su reloj. Había transcurrido más de una hora. Contuvo un bostezo.
– Discúlpame, pero estoy pasando un mal momento.
– Hace un montón de tiempo que pasas un mal momento, por lo que me han dicho los demás. Según parece, Manien y tú os peleasteis hasta que te despidió.
– No hagas caso de las malas lenguas. En los pasillos del 36, las oirás de todos los colores. Rumores perniciosos, la mayoría infundados. ¿Y qué hay de la autopsia?
– No te has perdido nada. Quedarse para ver eso, la verdad… Chénaix maneja los cuchillos como un violinista su arco. Es asqueroso. Si algo en este oficio me da horror, es eso.
– ¿La víctima fue violada?
– No.
– Por lo tanto se trata de un móvil no sexual.
– ¿Estás de broma?
Nervioso, Jacques Levallois se metió en la boca un chicle de menta y se puso él también las gafas de sol.
Guaperas, el tipo, un poco como Brad Pitt en Seven.
– Vaya… No es de las historias que me apetece explicarle a mi mujer.
– En ese caso, no le expliques nada.
– Es fácil decirlo… De hecho, hay una cosa que ni yo ni los colegas entendemos… En Nanterre debías de ganar el doble con la mitad de preocupaciones. Dentro de menos de diez años te jubilarás. ¿Por qué has vuelto a roer huesos a la Criminal? ¿Por qué pediste que te degradaran a las funciones de teniente? No se había visto nunca, no tiene ni pies ni cabeza. ¿Y el dinero, acaso no te importa?
Sharko inspiró, con las manos juntas entre sus piernas como un pobre diablo que estuviera dando de comer a las palomas. Sus colegas casi no sabían nada acerca de su última investigación en la OCRVP, dirigida desde Nanterre. En vista de sus repercusiones políticas, científicas y militares, el caso del síndrome E era relativamente confidencial.
– El dinero no es problema. En cuanto a las razones, son personales.
Levallois masticó su chicle mirando al río, con las manos en los bolsillos.
– Tienes el carácter agriado. Espero que no estemos todos condenados a volvernos como tú.
– No está en tus manos. Te convertirás en lo que el destino quiera que te conviertas.
– Qué fatalista.
– Más bien realista.
Sharko observó aún durante unos segundos una barcaza, se puso en pie y se dirigió hacia el coche.
– Venga, date prisa. Vamos a comer y luego iremos a echar un vistazo a casa de Éva Louts.
– ¿Te importa si comemos simplemente un bocata y vamos a casa de Louts directamente? Todas esas tonterías me han quitado el apetito.
7
Era la habitación de una estudiante soltera. Una amplia biblioteca, libros apilados en montones de a diez, unas estanterías rebosantes, una mesa de trabajo en ángulo que se comía la mitad del salón y un equipo informático de última generación: una gran unidad central, impresora, escáner, grabadora y una torre de CD. El apartamento de dos habitaciones de Éva Louts quedaba a dos pasos de la Bastilla, en la calle de la Roquette: una callejuela adoquinada, estrecha, que parecía oculta en lo más profundo de una ciudad medieval.
Provistos de una orden judicial, los policías habían llamado a un cerrajero para entrar. Desde hacía unas horas, los teléfonos móviles sonaban y las informaciones circulaban entre los investigadores. Ahora que se había confirmado el crimen, trabajaban en el caso los cuatro hombres del grupo de Bellanger y numerosos colegas que temporalmente se habían sumado como refuerzos. Mientras Sharko y Levallois estaban allí, otros interrogaban al director de la tesis de Louts, a sus padres y a sus amigos, o analizaban sus cuentas bancarias. La célebre apisonadora del 36 se había puesto en marcha.
Con guantes en las manos, Jacques Levallois se sentó ante el ordenador de la víctima, mientras Sharko examinaba las habitaciones. Observaba meticulosamente el tipo de decoración. A lo largo de sus investigaciones había descubierto que los objetos siempre susurran la razón de su presencia a quien les presta oído.
En la habitación, numerosas fotos enmarcadas mostraban a Louts equipada con arneses y elásticos junto a puentes, saltando en paracaídas o con un traje de esgrima a diversas edades. Tenía un cuerpo esbelto y atlético, que parecía brincar sobre la pista. Medía un metro setenta y tenía un físico de pantera: ojos verdes como un bosque, pestañas largas y arqueadas, una silueta alargada y bien proporcionada. En silencio, también con guantes, el comisario registró minuciosamente el resto de la habitación. En un rincón, un aparato para remar, una bicicleta estática y unas pesas. Frente a la cama, un amplio fresco coloreado que representaba el árbol genealógico del homínido, del australopiteco africano al hombre de Cro-Magnon. Daba la impresión de que Louts trabajaba en los misterios de la vida incluso mientras dormía.
Sharko prosiguió su registro y miró en los armarios y los cajones. Se disponía a salir de la habitación cuando sintió como un chispazo en su mente. Volvió hacia el cuadro de dos esgrimistas en pleno combate. Frunció el ceño y puso el índice sobre los floretes de Louts y de su adversario.
– Esto sí que es curioso.
Desconcertado por su descubrimiento, descolgó el cuadro de la pared, se lo puso bajo el brazo y prosiguió su visita. Baño, pasillo y una cocina amueblada con buen gusto. Papá y mamá, ambos profesionales liberales según los primeros datos arrojados por la investigación, debían de ayudarla financieramente. En los armarios y en el frigorífico, diversos productos dietéticos, proteínas en polvo, bebidas energéticas y fruta. Una disciplina nutricional férrea. La joven parecía cuidarlo todo, el cuerpo y la mente.
Sharko volvió al salón, junto a la mesa de trabajo, y rápidamente recorrió el espacio con la mirada. No había televisor, como había dicho Jaspar. Examinó los libros de la biblioteca y los que estaban apilados, que por lo tanto Éva había hojeado recientemente. Biología, ensayos sobre la Evolución, genética, paleoantropología: un mundo extraño del que casi no conocía nada. Había también centenares de revistas científicas, a las que probablemente Louts estaba suscrita. El calendario académico del año 2010, que empezaba dentro de poco tiempo en las universidades y escuelas superiores, ya estaba colgado de la pared, impreso en papel reciclado. Horarios cargados, asignaturas indigestas: paleogenética, microbiología, taxonomía, biofísica.