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Por su parte, el teniente Levallois se abstraía de cuanto lo rodeaba. Concentrado en su tarea, navegaba por la arborescencia del ordenador. Sharko lo observó e hizo restallar sus guantes de plástico.

– ¿Y bien?

– Su teclado es para zurdos, lo que me dificulta las cosas, pero no me ha impedido hacer una búsqueda por fechas en todo el ordenador. El documento más reciente es de hace un año.

– Y respecto a la lateralidad, ¿has encontrado alguna cosa?

– Nada, en absoluto. Es evidente que alguien ha pasado por aquí y lo ha borrado todo, incluso la tesis.

– ¿Se podrán recuperar los datos?

– Como es habitual, eso dependerá de cómo el sistema haya llevado a cabo la eliminación. Es posible que sólo puedan obtenerse fragmentos, o nada de nada.

Sharko miró hacia el recibidor.

– A la víctima no se le encontraron las llaves del apartamento, ni tampoco estaban entre sus cosas en el despacho, y la puerta del piso estaba cerrada con llave. Tras eliminar a Louts, el asesino vino aquí, tranquilamente, para hacer limpieza, y volvió a cerrar al salir. No puede decirse que se trate del tipo de asesino que es presa del pánico.

Levallois señaló el cuadro que Sharko llevaba bajo el brazo.

– ¿Por qué cargas con eso? ¿Te gusta la esgrima?

Sharko se dirigió a él.

– Mira esto. ¿No ves nada?

– ¿Aparte de dos chicas enmascaradas que se enfrentan y parecen dos mosquitos gigantes? No, nada.

– Pues salta a la vista. Ambas contrincantes son zurdas. Teniendo en cuenta que la probabilidad es de un zurdo por cada diez personas, hay que reconocer que es curioso.

Jacques Levallois cogió el cuadro, sorprendido.

– Es verdad. Y precisamente es el tema de su tesis.

– Una tesis que ha desaparecido.

Sharko lo dejó que meditara y abrió los cajones. Dentro de ellos había material de oficina, pilas de papel y más revistas científicas. Uno de los titulares le llamó la atención: «Violencia». Se trataba de la célebre revista americana Science. El número estaba fechado en 2009. Sharko recorrió rápidamente el sumario. Se hablaba de nazis, de matanzas en institutos, del comportamiento agresivo de ciertos animales y de asesinos en serie. El editorial, en inglés, era muy breve: ¿dónde radicaban las causas de la violencia? ¿En la sociedad? ¿En el contexto histórico? ¿En la educación? ¿O en ciertas porciones de los cromosomas llamadas «genes»?

Sharko cerró la revista con un suspiro. Tal vez él tenía una respuesta, con todos los horrores descubiertos a lo largo de su investigación del año anterior. Terminó su registro y señaló con el mentón hacia el ordenador.

– ¿Has mirado sus favoritos de Internet?

Levallois dejó el cuadro y asintió con la cabeza.

– Ni favoritos, ni historial, ni cookies. No he visto nada interesante en sus correos electrónicos. Habrá que recurrir a su proveedor para tratar de descubrir sus conexiones.

Sharko observó restos de cola por todas partes sobre la gran superficie de trabajo que representaba un mapamundi. Probablemente, unos post-it que habían sido arrancados. Tal vez los había robado el asesino.

Su mirada se detuvo en la torre de CD, y la señaló.

– Me sorprendería mucho que Louts no hubiera hecho copias de seguridad de su disco duro.

– Ya he echado un vistazo. Si había discos grabados, ya no están ahí.

– Haremos que venga un equipo completo, para un registro en profundidad y para llevarse el material informático.

Se oyó un teléfono. Levallois descolgó su móvil. Unos minutos de conversación. Tras colgar, se dirigió a Sharko.

– Dos noticias. La primera no tiene nada que ver con esto, sino con el cadáver del bosque de Vincennes, Frédéric Hurault. El boss me pide que te transmita el mensaje: tu antiguo jefe de grupo quiere verte en su despacho de inmediato.

– ¿Verme? Bueno… ¿Y la otra noticia?

– Robillard ha comenzado por consultar los archivos de la policía. Al parecer, hace menos de un mes, Éva Louts pidió un certificado de penales -que, dicho sea de paso, está limpio- para obtener autorizaciones para visitar varias instituciones penitenciarias.

– ¿Instituciones penitenciarias?

– Una decena, por lo menos. Parece que nuestra víctima quería conocer a varios presos franceses. De ahí que me pregunte: ¿qué iría a buscar en el infierno carcelario una estudiante que observa a los monos?

8

A primera hora del día siguiente, Lucie se preparaba para el largo camino hasta la cárcel de Vivonne, cerca de Poitiers, y guardaba varios botellines de agua y alguna muda de ropa en una mochila. Luego, de un embalaje, extrajo un teléfono móvil nuevo y se lo mostró a su madre.

– Es para Juliette. Lo llevará en su mochila y así siempre podré localizarla. Sé que es pequeña todavía, pero no podrá utilizarlo para hacer llamadas, es un contrato especial. Es sólo para… para poder sentirme cerca de ella y saber dónde está cuando quiera. ¿Qué te parece?

Marie Henebelle no respondió. Permaneció en el sofá, con el ceño fruncido por la preocupación, con las manos entre los muslos. Desde el verano anterior, iba tan a menudo al apartamento que era como su segunda residencia. Lucie incluso había transformado su pequeño despacho en un dormitorio. Frente a ella, la televisión emitía clips musicales. Marie se puso en pie, apagó el televisor y se dirigió a su hija con voz grave.

– No vuelvas a poner el pie en el engranaje, Lucie. No vayas mañana a esa prisión, ni al entierro de ese cabrón. Todo eso no hace más que empeorar las cosas. Te lo dijo el psiquiatra, tienes que alejarte al máximo de… todo eso.

– Me da igual lo que diga el psiquiatra. No tengo elección.

– Claro que la tienes.

Marie Henebelle ya conocía la canción. Ir allí significaba volver a abrir las heridas, afrontar el mal cara a cara, buscar respuestas que nunca se obtendrían. Reflexionó un buen rato, con los dedos crispados, y acabó por decir:

– Hay algo que debo decirte.

– Ahora no. Voy a ir a dar una vuelta por la Ciudadela con Klark y Juliette.

Marie se pasó una mano por la cara, preocupada.

– Tiene que ver con la historia de nuestra familia y nuestra relación con la gemelaridad.

Sorprendida, Lucie comprobó que Juliette estaba en su habitación y se acercó a su madre.

– ¿Qué relaciones?

Marie se mordió los labios. Se miraba las uñas, sin saber adónde dirigir la mirada. Indicó a su hija que se sentara frente a ella.

– Desde lo sucedido, Lucie, estoy viendo a alguien…

– ¿A un hombre?

– Una mujer, psicoterapeuta y a la vez genealogista, interesada principalmente en la resolución de los conflictos intergeneracionales. Es lo que se conoce como psicogenealóloga. Me gustaría que me acompañaras a una de las sesiones.

– ¿Otro psiquiatra? ¿Por qué no me lo habías dicho?

– Por favor… Ya me resulta bastante difícil hablarte de esto…

Lucie meneó la cabeza con firmeza.

– Haz lo que quieras, pero no pondré los pies allí. Estoy harta de psiquiatras.

– No me has entendido. No es psiquiatra, nos ayuda a abrir los ojos ante nuestro pasado, a interrogarnos acerca de las relaciones con nuestros antepasados. Los lazos de sangre.