– Yo no he dicho eso, es mucho más complicado… Pero te pido una cosa: no vayas mañana a ver a Carnot. Ven conmigo a ver a esta mujer. Te abrirá los ojos acerca de tu propio pasado.
– Todo eso no tiene ni pies ni cabeza.
– Rechazas que te ayuden.
– Y tú buscas explicaciones donde no las hay. En todo esto no veo más que una triste sucesión de coincidencias. He sido policía y sé el rostro que tiene la muerte. No hay nada mágico ni maldito. Es pura biología y pura química, mamá. Y ahora, si me permites…
Con un suspiro, Lucie se dirigió hacia la habitación de Juliette, con la impresión de haberse quedado completamente vacía.
9
Oficinas de la Criminal…
Una vez que la puerta se hubo cerrado a sus espaldas, el comisario se halló frente a dos hombres, Bertrand Manien y Marc Leblond, su brazo derecho. Uno estaba sentado, tieso como un palo, y el otro apoyado despreocupadamente en la ventana del fondo que daba al Sena. Un ambiente cargado y un mobiliario de otra época.
– Siéntate, Franck.
Sharko obedeció en silencio la orden de su ex jefe. Una silla de madera, rudimentaria. Sintió un dolor en las nalgas, porque tenía los huesos sobresalientes. Estaba delgado, demasiado delgado. Por lo general, en aquella sala, organizada como open space, había de media cinco o seis policías que trabajaban a la vez frente a sus ordenadores. En aquel momento, o todos los hombres estaban trabajando en la calle o bien les habían pedido amablemente que abandonaran el lugar durante la «entrevista». Marc Leblond se situó junto a Manien y se acomodó a su vez. Un tipo alto, también delgado, de unos cuarenta años, inseparable de sus botas camperas y su paquete de cigarrillos baratos. Una cara de reptil, de ojos finos en los que centelleaba el vicio. Antes de incorporarse a la Criminal, aquel policía se había pasado cinco años deteniendo putas y eventualmente comprobando la calidad del servicio. A Sharko nunca le había gustado aquel tipo y el sentimiento era mutuo.
El reptil rubio desenfundó primero. Una voz ronca, imperativa, la del tipo que disfruta con la situación.
– Háblanos de Frédéric Hurault.
Frédéric Hurault… El cadáver hallado en su coche en Vincennes. Frente a los dos policías, Sharko había adoptado una posición fingidamente relajada. Con los brazos cruzados, un poco repantigado en su silla. Al fin y al cabo se hallaba ni más ni menos que en su antiguo puesto.
– ¿Que os hable de él? ¿Qué quieres decir?
– ¿Cómo lo detuviste? ¿Cuándo?
El comisario frunció el ceño. Quiso ponerse en pie pero Bertrand Manien se inclinó por encima de la mesa de despacho y le puso la mano en el hombro.
– Quédate, comisario, por favor. Desde hace dos días estamos con la mierda al cuello en ese caso. No hay testigos ni móvil aparente. Hurault no era un habitual de la prostitución, y ni siquiera se le empinaba, con toda la medicación que le habían dado en el hospital psiquiátrico. ¿Tenía una cita? ¿Un deseo repentino? Pero ¿por qué en ese lugar, tan alejado de todo? En resumidas cuentas, de momento no tenemos nada.
– ¿Me echaste de tu equipo y ahora quieres que te ayude?
– Te hice un favor al echarte, ¿no? Era, como decirlo… ¿un favor por favor? Escúchame, el asesino no es un simple putero. Simplemente te preguntamos para tratar de avanzar. Perseguiste a Hurault hace años y lo detuviste. Lo conoces. A él y a sus relaciones.
– Para eso están los archivos.
– Los archivos pesan y están llenos de polvo. No hay nada como el factor humano. Nos gustaría que nos pasaras las informaciones importantes. Es posible que pronto todos mis hombres estén trabajando en el caso del mono y yo tengo que avanzar en el mío, que no le importa a nadie, ¿me entiendes?
Sharko se serenó.
– No puedo deciros demasiado sobre él que no sepáis ya. Fue a principios de los años 2000. Hurault se acababa de divorciar, tras diez años de matrimonio, por decisión de su mujer. Un divorcio turbulento. Hurault no soportaba verse solo. Tenía treinta años y era obrero de la Firestone. Vivía en un pequeño apartamento en Bourg-la-Reine. El día del trágico suceso, tenía la custodia de sus hijas durante el fin de semana.
El policía tragó saliva, respiró y trató de mantener una voz neutra, desprovista de emoción. Sin embargo, nunca había olvidado los horrores que vio aquel día, en el cuarto piso de un edificio antiguo.
– A las pequeñas las encontró la madre el domingo por la noche. Estaban en pijama, ahogadas en la bañera. ¿Queréis que os describa la escena?
– Con eso basta.
– Tras seguir la pista de sus movimientos bancarios, pudimos atrapar a Hurault quince días más tarde en Madrid, en un hotel de tres al cuarto. Dijo que había perdido la razón en el momento de cometer el acto y que no recordaba cómo había matado a las chiquillas. Según un perito psiquiatra, había sufrido un breve brote psicótico provocado por el estrés del divorcio. Cuando vio los cuerpos ahogados en la bañera, fue presa del pánico y huyó. Sus abogados esgrimieron el artículo 122.1 del código penal sobre la irresponsabilidad. Al cabo de un largo y complicado juicio en el que desfiló una batería de psiquiatras, ganaron. Hospital psiquiátrico Sainte Anne por un tiempo indeterminado. Por lo que respecta a la madre… Varios intentos de suicidio… Nunca se recuperó.
Manien manoseaba un bolígrafo, sin dejar de mirar a Sharko. Sus gestos eran bruscos, nerviosos.
– ¿Y tú? ¿Qué pensabas tú? ¿Creías que no era responsable?
– Lo que yo creyera poco importaba. Había hecho mi trabajo. El resto no era asunto mío.
– ¿Que no era asunto tuyo? Sin embargo, te vieron en el juicio. Un juicio al que asististe con asiduidad, como si te concerniera personalmente.
– A menudo he asistido a juicios de casos importantes en los que he intervenido. Y estaba de vacaciones.
– Yo, en vacaciones, me voy a pescar o a la montaña.
Se volvió hacia Leblond.
– ¿Y tú qué haces?
El reptil se contentó con una mueca, sin responder. Manien se volvió de nuevo hacia Sharko con un aspecto más relajado, casi burlón.
– Y tú prefieres asistir a juicios… De acuerdo… Cada uno se divierte como quiere, al fin y al cabo. ¿Sabes si Hurault tenía enemigos?
– ¿Además de todos los padres y madres de Francia?
Un silencio. Unas miradas retadoras. Manien soltó el bolígrafo y se inclinó hacia delante, con los puños en el mentón.
– ¿Sabías que lo habían soltado?
Una respuesta franca, sin titubeos, de Shark:
– Sí. Estos últimos años fue trasladado a la Salpêtrière, para preparar su futura salida. Allí es donde yo seguía una terapia desde hacía varios meses. Ya sabéis cuál, supongo.
Leblond esbozó una desagradable sonrisa.
– ¿Coincidisteis allí?
– ¿Quieres decir en una celda acolchada?
– No te lo tomes así. Pareces muy nervioso.
Sharko se restregó la frente. El sol había dado contra el cristal a lo largo de todo el día y la humedad se había pegado a las paredes como un parásito. Los viejos olores impregnados exhalaban de todas partes: cigarrillo, sudor, madera vieja. Olía a hombre.
– ¿De verdad? -le replicó al reptil-. Tú aún limpiabas letrinas en la mili cuando yo ya hacía exactamente lo que haces tú. Acosar a la gente. ¿Creéis que soy gilipollas? ¿Habéis decidido ponerme palos en las ruedas? ¿Joderme la vida con el único pretexto de que conocía a la víctima? ¿Por qué? ¿Porque hice todo lo posible para cambiar de equipo?
– Déjate de paranoias. Sólo te pedimos que nos eches una mano. Estamos todos en el mismo barco, comisario, no lo olvides. ¿Coincidisteis en la Salpêtrière?
– A veces. Los servicios que nos atendían a él y a mí estaban muy cerca el uno del otro.
– ¿Y volviste a ver a Hurault desde que salió?