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Desapareció rápidamente y cerró la puerta tras de sí. Solo, Sharko se abandonó durante un rato en la tranquilidad del despacho, con los ojos entrecerrados. Le zumbaban las sienes y los rostros malignos de Manien y Leblond daban vueltas bajo sus párpados. Unos perros rabiosos pegados a sus zapatillas de deporte, que podían hacerle la vida imposible. Si empezaban a hacer circular informaciones, habría rumores en los pasillos, y aún lo mirarían de reojo con mayor insistencia. Sharko, el ex esquizofrénico. Sharko, el asiduo a los psiquiatras al que se le había ido la olla ¿El comisario protegía a un asesino o realmente había matado a alguien? ¿Se le había ido la olla?, ¿se le habían cruzado los cables cuando se acercaba lentamente al final de su carrera? Ese tipo de hundimiento sucedía a menudo. ¿Cuántos policías acababan alcoholizados, depresivos y ahogados en la mierda de su propio pasado?

Con un último esfuerzo, abrió los ojos y recorrió rápidamente el listado de presos. Miraba sin leer. Le era imposible concentrarse, seguir el ritmo de la investigación. Tenía demasiado dolor de cabeza, estaba demasiado fatigado, demasiado todo.

Una única solución, irse a casa. Tumbarse en la cama. Tratar de dormir una hora, tal vez incluso dos, antes de despertar hacia las tres de la madrugada. Como cada noche.

Cuando se disponía a dejar de nuevo el papel sobre la mesa, su mirada fue vampirizada súbitamente por una línea en concreto de la lista. La última. Fecha del encuentro entre Éva Louts y el preso: viernes 27 de agosto de 2010, hacía diez días.

Una prisión y una identidad que le helaron la sangre.

Prisión de Vivonne.

Grégory Carnot.

10

Las cosas tomaban otro rumbo.

Ya no era cuestión de regresar a su apartamento.

Éva Louts, diez días antes de morir, había estado en contacto con Grégory Carnot. El hombre que lo había destruido todo.

Sharko se bebió otro café. Un sabor a tierra oscura se pegó al fondo de su garganta. Fustigado por una violenta resaca de adrenalina y de cafeína, recorría los pasillos desiertos de la Criminal. A aquella hora ya sólo quedaban algunas sombras, ocupadas en los casos más acuciantes. Los policías de guardia, los de estupefacientes que no se marchaban nunca y vigilaban a los yonquis en los calabozos, o simplemente aquellos a los que no les apetecía volver a sus casas, devorados por el oficio. Sobre el suelo de madera crujiente sólo se abatían ya luces mortecinas de las que conocía hasta el menor matiz, cada tímido pálpito. Le habían gustado aquel ambiente, aquellos pasillos vacíos, aquel olor a madera vieja encerada. En treinta años, casi no había cambiado nada. Ahora, al acercarse al final de su carrera, vagaba por allí como un alma en pena, arrastrando su gran bola de rencor con su delgado cuerpo fatigado.

Entró en el despacho vacío de Robillard, el teniente que se encargaba de desmenuzar la vida informática de Éva Louts: facturas, gastos de todo tipo, abonos. A su espalda, por el pequeño lucernario, París se perdía en la noche. Desde allí en cierta medida se dominaba la ciudad, con una promesa ficticia: «Dormid bien, queridos habitantes, pues velamos por vosotros».

Sharko se puso manos a la obra: remontar el curso del tiempo, tomar nota de las disfunciones en el ritmo de vida de la víctima. Frente a él había dos pilas de papeles: los que Robillard ya había examinado y los otros. Se puso a hojear el primer montón, ya analizado. Pronto, Sharko dio con dos copias de reservas de billetes de avión emitidos por una agencia de viajes de Air France. El 16 de julio de 2010, hacía ya casi dos meses, Éva Louts tomó un vuelo en clase turista con destino al aeropuerto internacional Abraham González de Ciudad Juárez, en México, donde estuvo cinco días, pues el billete de regreso estaba fechado el 21 de julio.

Luego, el 29 de julio de 2010, ocho días después, Éva Louts despegó de París-Orly hacia Manaos, en Brasil esta vez. El regreso de Manaos a París fue el 5 de agosto, o sea una semana después.

Sharko se frotó el mentón, en plena reflexión. Dos viajes sucesivos a Latinoamérica, antes de su llegada al centro de primatología. Y, aparentemente, no eran viajes de vacaciones. El comisario conocía Ciudad Juárez por su triste reputación: una de las ciudades más peligrosas del mundo. Los asesinatos de mujeres de Ciudad Juárez habían labrado una fama sombría a la sexta ciudad más poblada de México. De 1993 a 2005 desaparecieron alrededor de quinientas mujeres y se encontraron los cadáveres de tres cuartas partes de ellas, todas asesinadas de la misma manera: torturadas, con abusos sexuales, mutiladas y estranguladas. Una de las historias criminales más espantosas de todos los tiempos, sin resolver.

¿Qué podía haber ido a hacer a semejante matadero una estudiante de biología de veinticinco años, que debería haber estado observando con qué mano comen los monos?

Intrigado, Sharko dejó a un lado los papeles y se interesó en las facturas, justo debajo de éstos. El teniente Robillard ya había marcado algunas informaciones: los datos que mostraban que en México Louts permaneció siempre en el mismo hotel, Las Misiones, en pleno centro de la ciudad, y que había cenado allí, probablemente en el restaurante del hotel.

Con respecto a Brasil, era muy diferente. La estudiante había utilizado su tarjeta oro internacional el primer día para retirar una importante cantidad de dinero en efectivo en un cajero automático de Manaos -más de cuatro mil reais, alrededor de dos mil euros- y probablemente luego pagó con ese dinero el hotel, los restaurantes y sus demás gastos, pues no había rastro informático alguno de su presencia allí.

Robillard también había descubierto otra cosa curiosa: estaba previsto un nuevo viaje a Manaos. Se trataba de una reserva hecha la semana anterior, con salida prevista al cabo de dos días.

Éva Louts tenía intención de regresar allí.

París/Ciudad Juárez/París a mediados de julio de 2010. Cinco días en México.

París/Manaos/París, a finales de julio. Siete días en Brasil.

Y de nuevo, París/Manaos/París, previsto entre el 8 y el 15 de septiembre de 2010. Un viaje que la estudiante no haría nunca.

Frente a aquel misterio, Sharko recordó las palabras de la primatóloga Clémentine Jaspar: «Éva me confió que estaba en algo de gran envergadura».

– Sí, pero ¿en qué, exactamente? -se preguntó el policía en voz alta-. ¿Hay alguna relación entre esos viajes y tu muerte?

Encendió la pantalla del ordenador y con la ayuda de Google Maps consultó un mapa de Brasil. El país, de una extensión veinticinco veces mayor que la de Francia, estaba separado de México por Colombia y los países centroamericanos. El policía ignoraba dónde estaba exactamente Manaos. Tras introducir la información, el mapa le indicó que Manaos se hallaba al norte del país y era la capital del estado de la Amazonia.

Según las indicaciones proporcionadas esta vez por Wikipedia, Manaos estaba situado en la confluencia del río Negro y del río Solimões, justo antes de que sus aguas se unan y formen el Amazonas. Una gigantesca ciudad de casi dos millones de habitantes, que durante mucho tiempo vivió del caucho y que en la actualidad se había occidentalizado: arterias llenas de vehículos, industrias, McDonald’s y Carrefour, y un puerto comercial con barcos de mercancías. Uno de los destinos turísticos más populares de Brasil.

Sharko se restregó los ojos. Le escocían, pero no le importaba, pues le podía la curiosidad y quería llegar al fondo de su investigación, de sus deducciones. Lo más seguro es que de todas maneras aquella noche no dormiría.

Pasó a la otra pila, la de los papeles que Robillard aún no había examinado. De nuevo, importes en extractos de cuentas. Su mirada recorrió las cifras. Nada concreto. Reintegros, gastos varios… En la hoja siguiente, más de lo mismo… Luego, de repente, una línea en concreto atrajo su atención: la utilización de la tarjeta de crédito de Éva Louts en el cajero de una ciudad francesa llamada Montaimont, con el indicativo departamental número «73» entre paréntesis. La Saboya… Un reintegro de un importe de doscientos euros a las 21:34, fechado el sábado 28 de agosto de 2010. Al día siguiente de su encuentro con Grégory Carnot.