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El policía se repantigó en su asiento y se mesó los cabellos. Justo después de Vivonne, Éva Louts se había adentrado en el corazón de los Alpes, a más de setecientos kilómetros. ¿Y si la estudiante andaba tras algo? Un aliento invisible que la había llevado de las ciudades de Latinoamérica a las montañas más altas de Europa, cuando simplemente debía ocuparse de estudiar a diestros y zurdos tras una mesa de despacho. ¿Cómo un simple estudio sobre la lateralidad podía haberla hecho viajar tanto y, sobre todo, provocar que fuera asesinada tan brutalmente? ¿Cómo había llegado a frecuentar a asesinos de la peor calaña como Carnot? ¿Y por qué tenía que regresar a Brasil?

Carnot… Sharko lo odiaba más que a cualquier otra cosa en el mundo y, con motivo de su investigación, tenía la posibilidad de enfrentarse a él cara a cara. Lo quería para él, para él solo…

Apretó las mandíbulas y dejó caer voluntariamente el extracto bancario al suelo. Con la punta del pie lo empujó debajo de una cajonera de ruedas.

11

El cielo se había vestido de luto.

Llovía cuando el vehículo con matrícula con el indicativo «59» del departamento del Norte llegó a Vivonne, en la región de Poitou-Charentes. Una lluvia negra como una nube de moscas martilleaba sobre el parabrisas del Peugeot 206 desde hacía más de veinte kilómetros y creaba la ilusión de un paisaje sin fin, sin esperanza.

Lucie sólo se había detenido una vez para beber un café amargo en un área de servicio y comer unas galletas. Toda la noche, y a lo largo de todo el camino, había pensado en las revelaciones de su madre. Aquellas historias de maldiciones le habían puesto la piel de gallina.

Miró la hora. A las cuatro en punto iban a enterrar a un hijoputa en el cementerio municipal de Ruffigny, a diez kilómetros de Poitiers, la ciudad donde Carnot había vivido gran parte de su vida, con la sencillez de su oficio de obrero. Lucie quería ver cómo la tierra engullía el ataúd, lo necesitaba de forma visceral. Y si su madre no lo entendía, peor para ella.

Antes, sin embargo, debía obtener algunas respuestas tras los altos muros con alambre de espino, de un gris profundamente deprimente, que se alzaban frente a ella. En la cárcel ultramoderna donde Grégory Carnot se había suicidado.

Vivonne.

El comandante Kashmareck había hecho bien las cosas, fiel a sí mismo. Tras pasar el control de la entrada, y después de entregar sus llaves, su teléfono móvil y su cartera, un guardia orientó a Lucie hacia el SPMP, el Servicio Psiquiátrico Penitenciario. Se trataba de un ala especial de la institución cuyas principales funciones eran diagnosticar los trastornos psíquicos y proporcionar la atención médica y psicológica habitual a los presos más frágiles. Desde hacía unos años, las cárceles francesas se habían convertido en verdaderas incubadoras de enfermedades mentales.

En silencio, Lucie recorrió un pasillo flanqueado por celdas individuales, limpias y modernas, todas ocupadas por presos tumbados en sus camas o sentados sobre el impecable linóleo. Era un ambiente más bien apacible para un terreno gangrenado por la locura, y apenas se oían algunos murmullos o quejidos. Algunos ojos hastiados la observaron detenidamente, algunos presos se arrastraron hasta los barrotes para mirarla y recordar cómo era una mujer. Susurros desagradables a su espalda, groserías insinuadas y lenguas que se deslizaban entre unos labios resquebrajados por los neurolépticos. Lucie aguantó todas las miradas tanto como sus fuerzas se lo permitieron. Gentes de aquella raza, pseudolocos asesinos, le habían robado a su hija y habían hecho el mal. Fueran cuales fuesen sus delitos o las circunstancias de su encarcelación, la asqueaban. Todos, sin excepción, merecían arder en el infierno.

Se detuvo bruscamente frente a una celda vacía. Sintió una opresión en el pecho. Lentamente se acercó y sus manos agarraron los barrotes helados. El dibujo al revés, realizado por Carnot, aún era más impresionante en la realidad que en las fotografías. Medía al menos un metro y medio de ancho. Un verdadero fresco coloreado, de una precisión de relojero. El mar, la espuma de las olas, el sol… Por primera vez, Lucie se preguntó si aquel cabrón no habría llevado su perversión hasta el extremo de pintar la playa de Sables-d’Olonne. El guardián introdujo la llave en la cerradura de una pesada puerta, frente a él.

– El doctor le dejó hacer el dibujo hasta el final. Aquí nunca habíamos visto nada semejante. Ni siquiera inclinaba la cabeza para dibujar al revés. No, era natural… Pronto vendrán los pintores para dejarlo todo como estaba. A Carnot queremos olvidarlo, y pronto.

Aguardó, Lucie permanecía inmóvil.

– ¿Me acompaña, señora?

Lucie miró aún unos instantes la cama vacía, el suelo limpio, de un blanco hospitalario. Era fácil imaginar a Carnot allí, su monstruosa estatura, sus negros ojillos de sádico. Era fácil verlo manipular sus rotuladores, reírse o entretenerse en aquellos pocos metros cuadrados.

– ¿Lloraba a menudo? ¿Grégory Carnot lloraba a menudo?

– Lo ignoro, señora. ¿Por qué lo pregunta?

– Por nada.

Lucie se puso a caminar lentamente. Cruzaron una compuerta de seguridad y se oyeron los bruscos ruidos de los cerrojos. Unos ruidos que sobresaltaban y que resonaban a lo lejos, hasta el extremo de los interminables pasillos. Despachos de administración, uno tras otro, todos idénticos, hasta llegar al de Francis Duvette, uno de los psiquiatras a cargo de la salud mental de los presos. Era un hombre de unos cuarenta años, calvo, de tez pálida y mejillas hundidas. Su espacio de trabajo estaba lleno de carpetas y papeles. Pilas y pilas inacabables, la alegría de la burocracia francesa. Ataviado con una bata blanca, saludó a Lucie y la invitó a tomar asiento.

– No nos conocemos, señorita Henebelle, y ante todo quiero decirle que no he tratado en ningún momento de negar la responsabilidad de mi paciente por el horror de sus actos. Grégory Carnot, sin embargo, sufría un trastorno mental y mi deber era buscar las causas de ese sufrimiento.

Lucie se alisó nerviosamente los bordes de su traje chaqueta. Antes de la tragedia, sentía una gran admiración por esos psiquiatras, médicos y psicólogos que dedicaban su vida a mejorar la de los demás y que tal vez estuvieran incluso más presos que los propios presos. Pero ahora, su visión había cambiado por completo: le hubiera gustado que ese tipo de persona no existiera.

– ¿Qué tipo de sufrimiento? -preguntó ella.

– El que pueden sentir los esquizofrénicos en sus fases de delirio, en sus alucinaciones y accesos de violencia espontánea e incontrolada, que conducen a lo peor. Sin duda, por ese motivo se suicidó. Tenía demasiada conciencia de su sufrimiento y se quejaba de unos dolores de cabeza abominables.

– ¿Carnot era esquizofrénico?

– No lo creo, eso es lo más extraño. Mi paciente no tenía ninguna experiencia de despersonalización, la que da la impresión de que uno está separado de su propio cuerpo. Tampoco tenía alucinaciones y no veía a personajes inexistentes. El diagnóstico que pude hacer no se correspondía con la esquizofrenia, sino más bien con una sucesión de accesos de delirio. A pesar de todo, estoy convencido de que sus experiencias de «ver el mundo al revés» eran reales y no alucinatorias. Sus dibujos son demasiado detallistas, minuciosos. Trate de dibujar al revés ni que sea un árbol y comprenderá la dificultad que representa.