Impactada por aquellas abruptas revelaciones, Lucie respiró hondo. Debía actuar con calma, con método. Como la policía que había sido…
Primero preguntó por las circunstancias del crimen. El psiquiatra le explicó lo que le había confiado el comisario de policía: Éva Louts había sido hallada asesinada en un centro de primatología, cercano a París. El mordisco en la mejilla, el robo de datos en su apartamento. El hecho de que hubiera solicitado entrevistarse con varios criminales violentos, por toda Francia. Lucie trató de reunir la máxima información, de relacionar los hechos. Contra su voluntad, su cerebro de ex oficial de policía se puso a funcionar a pleno rendimiento y ya recuperaba algunos reflejos.
– ¿Por qué? ¿Por qué Éva Louts quería entrevistarse con esos criminales?
– Porque todos eran zurdos.
Observó hasta qué punto su respuesta conmocionó a su interlocutora y añadió unas precisiones.
– No es que todos los criminales sean zurdos, sino que Louts sólo había seleccionado a zurdos. Y los criminales más violentos habían asesinado en situaciones tan turbias que, en la mayoría de los casos, eran incapaces de explicárselo ni a sí mismos.
– Pero… ¿por qué? ¿Para qué?
– Para su tesis, creo. Cuando vino aquí, quería interrogar a Grégory Carnot en profundidad, pero en aquel momento no estaba en condiciones, así que actué de intermediario. Quería saber si sus padres eran zurdos… Si lo habían obligado a ser zurdo o diestro de niño. Y un montón de preguntas más que sólo servían para confeccionar estadísticas y esbozar hipótesis. ¿Sabía que Carnot era diestro la mayor parte del tiempo?
– No me importa.
– Comía y dibujaba con la derecha, porque sus padres adoptivos lo habían obligado a ser diestro, por lo que me explicó Louts. Desde el origen de los tiempos, siempre se ha considerado que ser zurdo era una maldición o una señal del diablo, sobre todo en la Edad Media. Carnot era, pues, un falso diestro, obligado a serlo por la educación que le dieron unos padres católicos.
Lucie guardó silencio mientras reflexionaba.
– Y, sin embargo, acuchilló a mi hija con la izquierda. Dieciséis cuchilladas sin titubear.
Duvette se puso en pie y sirvió café para los dos en unas tazas minúsculas. Lucie pensó en voz alta:
– Como si el hecho de ser zurdo estuviera en lo más hondo de él y no lo hubiera perdido nunca…
– Exactamente. Ese tipo de detalles le interesaba mucho a Éva Louts. Tal vez ser zurdo, en el fondo, sea genético y en algunas situaciones la educación no pueda con los genes. Creo que eso era lo que buscaba la estudiante cuando vino aquí.
Lucie meneó la cabeza, con la mirada extraviada.
– Todo eso no justifica su asesinato.
– No, sin lugar a dudas, pero aún debo explicarle un par de cosas. La primera es que Louts quería obtener a cualquier precio fotos del rostro de Carnot, para «rememorar», decía ella, a cada individuo al que había interrogado, cuando se pusiera a escribir la tesis. Le di las fotos antropométricas del dossier de Carnot, no son confidenciales. En segundo lugar: ignoro si tiene alguna relación con la lateralidad, pero el hecho es que cuando Louts descubrió el mural en la pared de la celda su comportamiento cambió. Comenzó a hacerme un montón de preguntas sobre el origen del dibujo. ¿Cuándo lo había hecho Carnot? ¿Había alguna explicación? Parecía… muy interesada por ese mural.
– ¿Sabe por qué?
– No. Desde aquel momento, miró a Grégory Carnot de otra manera. Tras ver el dibujo, miró a mi paciente… con cierta fascinación en su mirada…
Lucie sintió un escalofrío. ¿Cómo se podía sentir fascinación ante un ser tan monstruoso?
– Se marchó y me dejó sin respuestas, y desde entonces no la he vuelto a ver. Y hoy he sabido que ha muerto. Es muy extraño.
Lucie se acabó el café en silencio, conmocionada por aquellas revelaciones. No se podía decir ni hacer nada más.
Las preguntas seguían en el aire. Tras unas preguntas rutinarias que no le hicieron descubrir nada nuevo, le dio las gracias a Duvette, abandonó el centro penitenciario y se repantigó unos minutos en el asiento de su coche, manipulando la pequeña pistola semiautomática que había guardado en la guantera, junto a unos guantes viejos de lana y unos cuantos CD que ya ni siquiera escuchaba. Sentir el arma en sus manos la hizo sentirse bien. La frialdad del cañón, el peso tranquilizador de la culata…
Había ido allí para obtener respuestas y se marcharía con aún más preguntas. ¿Qué le había pasado por la cabeza a esa Éva Louts? ¿Y qué había en la cabeza de Grégory Carnot? ¿Y en la de Clara, cuando ese cabrón de más de cien kilos se inclinó sobre ella? Tantas cosas desconocidas e incomprensibles que tal vez quedarían sin respuesta para siempre.
Guardó la pistola. Se había hecho con ella porque en el fondo siempre había tenido la esperanza de utilizarla contra el asesino de su hija. Introducirla de alguna manera en el juzgado y matar a aquel hijoputa de un tiro en la cabeza. Pero nunca tuvo las agallas de hacerlo. Porque estaba Juliette y su deber de madre era velar por ella.
Cuando puso el coche en marcha, Lucie se miró en el retrovisor y se dio cuenta de que estaba a punto de echarse a llorar. Dio un frenazo y marcó el número del teléfono móvil que Juliette debía llevar en el fondo de su mochila. No le importaba si estaba en clase o no. Tenía que hablar con su hija, oír su voz, confirmar que todo iba bien, aunque molestara a la maestra en mitad de la clase.
Desgraciadamente, saltó el contestador y dejó grabado en él un largo mensaje de amor…
12
Con la cabeza descubierta, Franck Sharko avanzaba bajo la lluvia. Se había levantado viento, como un bofetón frío que enrojecía las mejillas. Alzó el cuello de su impermeable demasiado holgado y, con las manos en los bolsillos, se adentró en el cementerio.
La procesión se hallaba al final de la sexta avenida. Una hilera de siluetas negras inmóviles que luchaban contra la tempestad para evitar que sus paraguas se hicieran pedazos. Tal vez los padres adoptivos de Grégory Carnot, sus tíos y sus tías. Gente para la cual el asesino aún tenía trazas de humanidad. Individuos en busca de respuestas que no obtendrían nunca. Calados, los empleados de pompas fúnebres descendían una caja de madera al fondo del agujero.
Mientras el frío se pegaba a sus huesos, Sharko descubrió otra forma inmóvil, apartada como él, pero al otro lado del cementerio. Sin paraguas, simplemente con una capucha ancha que le cubría el perfil izquierdo y sólo dejaba adivinar la punta de la nariz. Aquella silueta trataba de situarse en un ángulo ciego respecto a la tumba de Carnot. Ver sin ser vista. ¿Por qué?
Intrigado, el comisario se dirigió hacia ella sigilosamente. Antes, verificó que su Sig se hallara en su lugar, en su pistolera. Recorrió discretamente las avenidas y rodeó las sepulturas hasta colocarse detrás de la persona. El viento y la lluvia tapaban el ruido de sus pasos sobre la gravilla. Con gesto decidido, puso su mano pesada sobre el hombro derecho del observador, que se volvió presa de un sobresalto.
Sharko tuvo la impresión de perder el equilibrio.
El rostro estaba envuelto en la penumbra, helado y chorreante, pero la reconoció en el acto.
– ¿Lucie?
Lucie necesitó una fracción de segundo para darse cuenta de con quién se las veía. ¿Era realmente él? ¿Él, el tipo robusto al que había conocido el año anterior? ¿Dónde estaban la carne de su cara y la amplitud imponente de su silueta? Le hablaba a una sombra o a:
– ¿Franck? ¿Eres… tú?
Calló, y algo duro y nudoso ascendió por su pecho. ¿Dios mío, qué había podido transformarlo hasta aquel extremo? ¿La muerte de Clara? ¿Su brutal separación? ¿De qué infierno había salido? Llevaba consigo, en el fondo de su mirada, toda la culpabilidad del mundo, un sufrimiento tan visible como sus pómulos salientes. Unas arrugas profundas devoraban su rostro pétreo. Sin reflexionar, víctima de un reflejo o de una emoción muy intensa, se abrazó a él y le acarició lentamente la espalda. Sentía los latidos de su corazón, el filo de los omoplatos bajo sus dedos. Luego se apartó bruscamente. Su capucha se había deslizado hacia atrás y había liberado sus largos cabellos rubios. Sharko la miró con ternura. Tan bella ella como él consumido. Sentía dolor, mucho dolor. La herida volvía a abrirse.