– No debería haber venido aquí.
Lentamente, hundió de nuevo sus manos mojadas en los bolsillos y se dio la vuelta. Dio gracias a la lluvia, que ocultaba su tristeza, sus sentimientos demasiado visibles. Él, que a lo largo de su vida había llorado en contadas ocasiones. Se alejaba ya cuando una palabra, aquella palabra que deseaba tanto como temía, resonó a su espalda:
– Espera.
Se detuvo y apretó los puños. Ella se situó junto a él, ignorando los charcos de agua.
– Hace un año Carnot nos separó y hoy nos reúne de nuevo, ignoro por qué motivo. Pero creo que deberíamos hablar. Si estás de acuerdo…
Un largo silencio. Demasiado largo, consideró Lucie. ¿Por qué? ¿En qué pensaba él? ¿La detestaba por la manera en que lo había abandonado? Finalmente, su voz ronca resonó bajo la lluvia.
– De acuerdo… Pero no mucho tiempo.
Lucie se volvió hacia la lejana tumba de Carnot. El agua corría por su rostro y sus labios temblaban, tenía un frío anormal.
– Tengo que ver cómo la tierra cubre su ataúd.
Sharko asintió sin moverse. Acto seguido, ella añadió, con una voz tan dura como el mármol de un panteón:
– Sola.
13
La esperaba en un rincón oscuro del bar, no lejos del cementerio, con las manos alrededor de una gran taza de café humeante. Una lluvia furiosa golpeaba con fuerza el cristal del ventanal y aislaba aquel lugar del resto del mundo. Dos o tres sombras andaban cerca de los surtidores de cerveza, unos clientes habituales que habían ido allí a castigarse el hígado en la barra. Los únicos colores en su derredor eran unos grises mortecinos, unos negros fatigados, unos cobrizos apagados. Todo arrastraba hacia unos abismos sin fondo donde debía de hundirse, en algún lugar, una enorme tristeza. En la penumbra, Lucie se quitó su chaqueta empapada y la escurrió sobre una alfombrilla antes de reunirse con el hombre sentado solo a una mesa. Se acercó una silla para ella y se sentó frente a él, enjugando con un pañuelo las gotas que aún se deslizaban por su cara.
Se miraron uno a otro durante un tiempo, con una mirada tímida. Ambos abrieron la boca en el mismo instante, las palabras se quedaron en sus labios y fue finalmente Lucie quien rompió el hielo de aquella embarazosa situación.
– He pensado en ti, Franck, después… después de lo que sucedió. Te imaginaba con tu traje impecable, firme, con el rostro duro y seguro. -Inclinó el mentón en dirección al cementerio, que apenas se divisaba-. Te imaginaba lejos de esta mierda. Pensaba que tal vez habrías olvidado.
Sharko esbozó una sonrisa desgraciada, que hizo que Lucie se pusiera aún más triste. ¿En qué tinieblas se había hundido?
– Cuanto más tiempo pasa, más profunda se hace la herida. ¿Cómo podría olvidarlo?
Lucie sintió que estaba resignado, abatido. Un guerrero que había abandonado el combate. Era inútil preguntarle cómo estaba o qué había hecho aquellos últimos meses, pues todo estaba grabado en su rostro huesudo, en sus ojos vacíos en los que ya no centelleaba ninguna estrella. A buen seguro había errado de caso en caso, tragándose los días y las noches. Ahogado en el trabajo, en la sangre. Un medio como otro de embrutecerse, de no pensar, como ella en su centro de atención telefónica. Lucie trató de abstraerse del dolor ácido, de mantener el rigor procedimental y de centrarse de nuevo en el objetivo de su encuentro.
– He estado en la cárcel de Vivonne. El psiquiatra me lo ha contado todo. Tu visita allí, tu investigación acerca de una tal Éva Louts. Tienes que explicármelo, contarme cuanto sepas.
Sharko refrenó su empuje. Había que calmarla, incitarla a regresar al Norte y a olvidarlo todo, pronto.
– Grégory Carnot está muerto, Lucie. Muerto y enterrado. Ya no tienes nada que hacer aquí. Vuelve a casa, olvida todo esto de una vez por todas y sigue con tu vida.
– Ahora estás en la Criminal, según parece. ¿Dónde está tu compañero? ¿Por qué has venido aquí solo? ¿No es oficial, verdad? ¿Por qué?
Sharko hacía girar inútilmente su índice sobre el borde de la taza. No se atrevía ni a mirarla.
– Veo que no has perdido tus dotes de observación.
– ¿Por qué, Franck?
El comisario trató inútilmente de disimular. Se las había apañado mejor en su cara a cara con Leblond y Manien. Frente a Lucie, sin embargo, todas las barreras interiores se desmoronaban. Se perdió en un silencio demasiado largo antes de decir la verdad.
– He venido para mirar a Carnot a los ojos. Para ver cómo seguía ese hijoputa. Pero ha muerto…
Lucie trató de reprimir el escalofrío que la hacía estremecerse. Se había enamorado de aquel hombre y pensaba odiarlo más que a cualquier otra cosa en el mundo y en aquel momento sus certidumbres se hacían pedazos. Franck Sharko no las había olvidado nunca ni a ella, ni a Clara ni a Juliette. Vivía con sus fantasmas en lo más hondo de su corazón y eso lo corroía por dentro, como una enfermedad con un pronóstico fatal. Brevemente, Lucie dio a entender al camarero que no quería beber nada y se volvió de nuevo hacia el comisario.
– Solo no lo conseguirás. Deja que te ayude. Necesito saber. Necesito… ¡hacer algo!
– Ya no eres poli.
– Aún lo soy dentro de mí. No se puede renegar de lo que uno es, ni con todos los esfuerzos del mundo. Algo, Franck. Sólo una indicación. Te estoy mirando a los ojos y te lo pido. Dame una pista. Tu presencia aquí demuestra que Carnot aún no está muerto del todo, y lo sabes.
Sharko apretó el puño contra sus labios, como si la decisión que iba a tomar fuera de una importancia capital. ¿Qué maléfica casualidad había podido reunirlos allí en aquel momento, bajo aquella lluvia furiosa, tan lejos de sus casas? Ella le suplicaba, como una pedigüeña.
– No, lo siento. Es demasiado arriesgado. Mis colegas llamarán a las once instituciones penitenciarias de la lista e investigarán sobre el trabajo de Louts. Acabarán llamando a Vivonne y lo averiguarán.
– Salvo si les dices que has llamado a Vivonne y que ya no tienen que hacerlo.
Sharko se mantuvo imperturbable. El rostro de Lucie traslucía su cólera. Se puso en pie.
– ¿Así que dejarás que me marche sin nada? ¿Sin darme la oportunidad de encontrar respuestas? ¿Qué le diré a Juliette cuando sea mayor? ¿Cómo le explicaré lo que sucedió?
Se dirigió hacia el perchero mientras Sharko la miraba fijamente, sin aliento. Como si el mundo se hundiera a su alrededor, se pasó las manos por la cara.
– Dios… -murmuró.
En aquel momento, en su cabeza, todo se precipitó. Cuando ella se disponía a salir, gritó:
– ¡Muy bien!
Los rostros sombríos se volvieron hacia él. Lucie se sentó de nuevo a su lado. Él se levantó, se dirigió a la barra y volvió con un papel y un lápiz.
– ¿Puedes pedir un permiso de tu trabajo? ¿Cosa de dos o tres días?
Lucie sintió algo pernicioso crecer dentro de ella, algo que creía haber perdido para siempre: una excitación peligrosa que pulverizaba todas sus promesas. Sobre todo la de cuidar de Juliette, no volver a dejarla sola, acompañarla cada día todas las semanas a la escuela e ir a buscarla cada tarde, en el momento en que se abre la verja y se dibujan las sonrisas. Cumplir, simplemente, con su papel de madre. El predador que creía muerto para siempre estaba latente en algún lugar y hoy se había despertado.