– ¿Me invitas a tomar un café?
– Es que… Empiezo a trabajar dentro de poco y…
– No te entretendré mucho rato. Tengo algo importante que decirte, y preferiría no tener que hacerlo aquí.
Lucie sintió una opresión en el pecho y sus sentidos se pusieron alerta: a buen seguro la presencia de su antiguo comandante no se debía a algo anodino.
– ¿Tiene que ver con Carnot?
– Vamos, por favor.
Lucie hubiera podido desmoronarse allí mismo, en aquel momento. La simple evocación del nombre del asesino de su hija le provocaba ganas de vomitar. Hizo cuanto pudo para parecer fuerte y condujo a su ex jefe a su pequeño apartamento. Su cerebro carburaba a mil por hora. ¿Qué querría anunciarle? Grégory Carnot había sido condenado a treinta años, veinticinco de ellos de obligado cumplimiento. ¿Iban a trasladarlo? ¿Iba a casarse en el trullo? ¿Escribiría un libro sobre su vida de mierda?
Kashmareck entró en el apartamento en silencio. Durante los años que trabajaron juntos, jamás había puesto los pies en casa de su subordinada. Ambos siempre habían respetado las barreras jerárquicas.
Un joven labrador de pelaje de color arena fue a saludarlo. Lo acarició afectuosamente, le gustaban los perros.
– ¿Cómo se llama?
– Klark. Con dos k.
– Hola, Klark. ¿Qué edad tiene?
– Casi un año.
El vestíbulo daba a un salón en el que se acumulaban cosas de niñas. Juguetes, cuadernos para colorear, vestidos y Passeport CM1, esos cuadernos de verano en los que trabajan los pequeños durante las vacaciones.
– Disculpe el desorden -dijo Lucie.
El comandante observó aquellos objetos con un suspiro triste.
– No tienes que disculparte.
Sobre una cómoda había docenas de fotos enmarcadas. Las gemelas, hombro con hombro. Era imposible diferenciar a Clara de Juliette sin entornar los ojos. Lucie le había explicado un día que una de las dos -no recordaba cuál de ellas- tenía un defecto en el iris izquierdo, una pequeña mancha negra con forma de jarrón. Kashmareck apretó las mandíbulas, incómodo. Había visto desfilar por su despacho a muchos padres desgraciados y había visto la tremenda angustia en sus rostros. ¿Lucie se infligía la contemplación de aquellas fotografías como una tortura, un castigo, o había decidido afrontar el drama y superarlo? ¿Cómo reaccionan verdaderamente los padres ante la pérdida de sus hijos? ¿Con la denegación completa? ¿Se sienten encolerizados, diciéndose «por qué me ha sucedido a mí»? ¿Los católicos llegan a renegar de Dios o, por el contrario, se reafirman en su fe? Tantas y tantas preguntas que uno no debería hacerse nunca…
Una vez en la cocina, Lucie encendió la cafetera.
– Antes de que me pregunte cómo me encuentro, le responderé: no hay ni un segundo en el que no piense en lo sucedido. Desde entonces, he cruzado la barrera, comandante. Formo parte de esas personas con las que nos hemos codeado sin preocuparnos nunca realmente de ellas: las víctimas. Pero las víctimas siguen respirando e incluso llegan a reír. La vida debe seguir su camino. Y por ello lo haré lo mejor que pueda.
Lucie señaló con el mentón dos muñecas, en un rincón de la sala, vestidas y peinadas de forma idéntica.
– Y, además, me queda Juliette… Ahora debo darle lo máximo.
El comandante miró las muñecas y luego a Lucie, con gravedad. Ella se dio cuenta y creyó conveniente explicárselo.
– Esas dos muñecas le sorprenden, ¿verdad? Dos muñecas, una sola hija…
Fue a por una de ellas y le ajustó la chaquetilla gris con gestos aplicados.
– Para Juliette, Clara aún existe. El psiquiatra dice que eso llevará tiempo, tal vez años, hasta que Juliette se separe físicamente de su hermana, pero lo logrará. Hay algo en su cabeza que la protege, un mecanismo que hace volver a Clara cuando Juliette la necesita. Eso es lo que a veces nos permite tolerar los dolores psíquicos y nos permite soportar más de lo que podríamos aguantar. En todos los casos, el vínculo moral que une a los gemelos monocigóticos es indestructible. Clara siempre estará en algún lugar de su mente, incluso dentro de cincuenta años. Siempre vivirá… Hoy es lo que más deseo. Que siga viviendo en su cabeza y en la mía.
El capitán de policía apartó una silla y se sentó, con los codos sobre la mesa y los puños cerrados bajo el mentón. Miró fijamente a Lucie en silencio, y acto seguido dirigió la vista brevemente alrededor de él. No había ni una botella de alcohol, ni una caja de pastillas. Ningún signo de que se hubiera abandonado. La vajilla limpia y ordenada. Un olor agradable a limón en todo el lugar.
– ¿Y tú, has buscado ayuda? De un psiquiatra, me refiero.
– Sí y no. Digamos que vi a uno, al principio, pero… tuve la impresión de que no servía para nada. De hecho, no recuerdo mucho de aquellas sesiones. Creo que mi mente ha alzado un muro.
Se encerró en el silencio y Kashmareck creyó oportuno cambiar de tema.
– En la brigada te echamos de menos. Para nosotros también fue duro, ¿lo sabes, verdad?
– Fue duro para todo el mundo.
– ¿Te defiendes, económicamente?
– Voy tirando… No falta trabajo si una está dispuesta a hacer cualquier cosa.
Tras colocar una cápsula, Lucie pulsó un botón. La cafetera llenó las dos tazas rápidamente. El tiempo pasaba, y podía oírse el pesado chasquido de la aguja a cada segundo. 8:50. Una hora después sonarían las llamadas, oiría el griterío de las voces y los oídos le zumbarían. Lucie se sentó frente al policía, le tendió la taza y fue al grano.
– ¿Qué pasa con Carnot?
– Lo han encontrado muerto en su celda, desangrado.
4
Cuatro técnicos de la policía científica y el fiscal adjunto que se ocuparía del levantamiento del cadáver acababan de llegar al lugar de los hechos. Traje y corbata uno, monos de conejo blanco los otros, para preservar las pruebas del escenario del crimen. El veterinario del centro, otros investigadores y los muchachos de la morgue no tardarían en llegar. Pronto, una decena de hombres entrarían y saldrían de aquel lugar con un único objetivo: descubrir la verdad.
Mientras Levallois interrogaba al cuidador de los animales, Hervé Beck, Sharko y Clémentine Jaspar caminaban por los senderos de tierra entre las coloridas colonias de monos. Alrededor de ellos, las hojas de los árboles se estremecían y las ramas palpitaban. Unos gritos agudos, exóticos, atravesaban el espeso ramaje. Indiferentes a la tragedia, los primates proseguían sus actividades del inicio del día: se despiojaban, recogían termitas en los troncos y jugaban con su prole.
La primatóloga se detuvo ante un pequeño mirador artificial, que permitía observar algunas colonias desde arriba. Apoyó los codos en una barandilla de madera, con una carpeta de gomas elásticas asida con sus dedos gruesos y encallecidos.
– Éva estaba haciendo su tesis de doctorado. El tema de su trabajo era la lateralidad en los grandes simios: comprender, desde el punto de vista de la evolución biológica, por qué, en el hombre por ejemplo, la mayoría de los individuos son diestros y no zurdos.
– ¿Por ese motivo estudiaba aquí, en su centro?
– Sí, debía estar aquí hasta finales de octubre. La primera parte de su tesis, que inició a finales del verano de 2009, se refería al hombre, el primero de los grandes simios, y la segunda, a los otros cuatro: bonobos, chimpancés, gorilas y orangutanes. En nuestras instalaciones primero debía recoger datos y establecer estadísticas. Observar a las diferentes especies, ver con qué mano asen los bastones que les permiten coger hormigas, fabricar herramientas y cascar nueces. Luego, extraer de ello las debidas conclusiones.
Sharko sorbía su cuarto descafeinado de la mañana.
– ¿Trabajaba sola?
– Absolutamente. Se movía por aquí como un electrón libre. Era una chica amable y discreta, a la que le gustaban mucho los animales.