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Llegamos a Nueva York al atardecer. Una niebla malévola reptaba entre las torres de Manhattan, la metrópoli perdida en fuga bajo un cielo púrpura de tormenta y azufre. Un carruaje negro nos esperaba en los muelles de Chelsea y nos condujo luego por cañones tenebrosos hacia el centro de la isla. Espirales de vapor brotaban entre los adoquines y un enjambre de tranvías, carruajes y estruendosos mecanoides recorrían furiosamente aquella ciudad de colmenas infernales apiladas sobre mansiones de leyenda. Gaudí observaba el espectáculo con mirada sombría. Sables de luz sanguinolenta acuchillaban la ciudad desde las nubes cuando enfilamos la Quinta Avenida y vislumbramos la silueta del Waldorf-Astoria, un mausoleo de mansardas y torreones sobre cuyas cenizas se alzaría veinte años más tarde el Empire State Building. El director del hotel acudió a darnos la bienvenida personalmente y nos informó de que el magnate nos recibiría al anochecer. Yo iba traduciendo al vuelo; Gaudí se limitaba a asentir. Fuimos conducidos hasta una lujosa habitación en la sexta planta desde la que se podía contemplar toda la ciudad sumergiéndose en el crepúsculo. Le di al mozo una buena propina y averigüé así que nuestro cliente vivía en una suite situada en el último piso y nunca salía del hotel. Cuando le pregunté qué clase de persona era y qué aspecto tenía, me respondió que él no lo había visto jamás, y partió a toda prisa. Llegada la hora de nuestra cita, Gaudí se incorporó y me dirigió una mirada angustiada. Un ascensorista ataviado de escarlata nos esperaba al final del corredor. Mientras ascendíamos, observé que Gaudí palidecía, apenas capaz de sostener la carpeta con sus bocetos. Llegamos a un vestíbulo de mármol frente al que se abría una larga galería. El ascensorista cerró las puertas a nuestras espaldas y la luz de la cabina se perdió en las profundidades. Fue entonces cuando advertí la llama de una vela que avanzaba hacia nosotros por el corredor. La sostenía una figura esbelta enfundada en blanco. Una larga cabellera negra enmarcaba el rostro más pálido que recuerdo, y sobre él, dos ojos azules que se clavaban en el alma. Dos ojos idénticos a los de Gaudí.

— Welcome to New York.

Nuestro cliente era una mujer. Una mujer joven, de una belleza turbadora, casi dolorosa de contemplar. Un cronista victoriano la habría descrito como un ángel, pero yo no vi nada angelical en su presencia. Sus movimientos eran felinos; su sonrisa, reptil. La dama nos condujo hasta una sala de penumbras y velos que prendían con el resplandor de la tormenta. Tomamos asiento. Uno a uno, Gaudí fue mostrando sus bosquejos mientras yo traducía sus explicaciones. Una hora,

o una eternidad, más tarde, la dama me clavó la mirada y, relamiéndose de carmín, me insinuó que en ese momento debía dejarla a solas con Gaudí. Miré al maestro de reojo. Gaudí asintió, impenetrable. Combatiendo mis instintos, lo obedecí y me alejé hacia el corredor, donde la cabina del ascensor ya abría sus puertas. Me detuve un instante para mirar atrás y contemplé cómo la dama se inclinaba sobre Gaudí y, tomando su rostro entre las manos con infinita ternura, lo besaba en los labios. Justo entonces, el aliento de un relámpago prendió en la sombra, y por un instante me pareció que no había una dama junto a Gaudí, sino una figura oscura y cadavérica, con un gran perro negro tendido a sus pies. Lo último que vi antes de que el ascensor cerrase sus puertas fueron las lágrimas sobre el rostro de Gaudí, ardientes como perlas envenenadas. Al regresar a la habitación, me tendí en el lecho con la mente asfixiada de náusea y sucumbí a un sueño ciego. Cuando las primeras luces me rozaron el rostro, corrí hasta la cámara de Gaudí. El lecho estaba intacto y no había señales del maestro. Bajé a recepción a preguntar si alguien sabía algo de él. Un portero me dijo que una hora antes lo había visto salir y perderse Quinta Avenida arriba, donde un tranvía había estado a punto de arrollarlo. Sin poder explicar muy bien por qué, supe exactamente dónde lo encontraría. Recorrí diez bloques hasta la catedral de St. Patrick, desierta a aquella hora temprana. Desde el umbral de la nave vislumbré la silueta del maestro arrodillado frente al altar. Me aproximé y me senté a su lado. Me pareció que su rostro había envejecido veinte años en una noche, adoptando aquel aire ausente que lo acompañaría hasta el final de sus días. Le pregunté quién era aquella mujer. Gaudí me miró, perplejo. Comprendí entonces que sólo yo había visto a la dama de blanco y, aunque no me atreví a suponer qué fue lo que había visto Gaudí, tuve la certeza de que su mirada había sido la misma. Aquella misma tarde embarcamos de regreso. Contemplábamos Nueva York desvanecerse en el horizonte cuando Gaudí extrajo la carpeta con sus bocetos y la lanzó por la borda. Horrorizado, le pregunté qué pasaría entonces con los fondos necesarios para terminar las obras de la Sagrada Familia. «Déu no té pressa i jo no puc pagar el preu que se’m demana.»

Mil veces le pregunté durante la travesía qué precio era ése y cuál era la identidad del cliente que habíamos visitado. Mil veces me sonrió, cansado, negando en silencio. Al llegar a Barcelona, mi empleo de intérprete ya no tenía razón de ser, pero Gaudí me invitó a visitarlo siempre que lo deseara. Volví a la rutina de la facultad, donde Moscardó esperaba ansioso por sonsacarme.

— Fuimos a Manchester a ver una fábrica de remaches, pero volvimos a los tres días porque Gaudí dice que los ingleses sólo comen buey cocido y le tienen ojeriza a la Virgen.

— Té collons.

Tiempo después, en una de mis visitas al templo, descubrí en uno de losfrontones un rostro idéntico al de la dama de blanco. Su figura, entrelazada en un remolino de serpientes, insinuaba un ángel de alas afiladas, luminoso y cruel. Gaudí y yo nunca volvimos a hablar de lo sucedido en Nueva York. Aquel viaje siempre sería nuestro secreto. Con los años me convertí en un arquitecto aceptable y, merced a la recomendación de mi maestro, obtuve un puesto en el taller de Hector Guimard en París. Fue allí donde, veinte años después de aquella noche en Manhattan, recibí la noticia de la muerte de Gaudí. Tomé el primer tren para Barcelona, justo a tiempo de ver pasar el cortejo fúnebre que lo acompañaba hasta su sepultura en la misma cripta donde nos habíamos conocido. Aquel día envié mi renuncia a Guimard. Al atardecer rehíce el camino hasta la Sagrada Familia que había recorrido para mi primer encuentro con Gaudí. La ciudad abrazaba ya el recinto de las obras y la silueta del templo escalaba un cielo sangrado de estrellas. Cerré los ojos y, por un momento, pude verlo terminado tal y como sólo Gaudí lo había visto en su imaginación. Supe entonces que dedicaría mi vida a continuar la obra de mi maestro, consciente de que, tarde o temprano, habría de entregar las riendas a otros, y ellos, a su vez, harían lo propio. Porque, aunque Dios no tiene prisa, Gaudí, dondequiera que esté, sigue esperando.