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»Intuí que mi hacedor se preparaba para huir.

Un tono de asombro recorre la Onda Establecida; vibrando dolorosamente entre el Pequeño Rojo y yo. Aunque yo/nosotros sospechábamos algo así… oírlo decir abiertamente es de lo más raro.

¡Pobre, condenado realYosil! Una cosa es verla muerte venir a manos de tu creación. Eso forma parte de la tradición épica humana, después de todo. Edipo y su padre. El barón Frankenstein y su monstruo. William Henry Gates y Windows ’09.

Pero darte cuenta de que tu asesino será tu propio yo… Un ser que comparte cada recuerdo, comprende cada motivo y está de acuerdo contigo en casi todo. Cada subvibración de la Onda Establecida… ¡idéntica!

Y sin embargo, algo fue desatado en el barro que nunca pudo emerger del todo en la carne. Algo implacable, aun nivel que yo no podía imaginar.

—Estás… estás verdaderamente loco…—jadeo—.Necesitas… ayuda.

Por respuesta, el fantasma gris simplemente asiente, casi amistosamente.

—Ajá. Me parece bien. Al menos según los haremos de la sociedad.

Sólo los resultados justificarán las medidas extremas que he tornado.

»Voy a decirte una cosa, Albert. Si mi experimento fracasa, me entregaré para someterme a terapia compulsiva. ¿Te parece justo? —Se echa a reír—. Pero por ahora, trabajemos sobre la suposición de que se lo que estoy haciendo, ¿eh?

Antes de que yo pueda contestar, un latido especialmente fuerte de la maquinaria estiraalmas me provoca un espasmo y mi espalda se arquea de dolor.

Mientras lo soporto todo, una parte de mí permanece tranquila, observando. Puedo ver a idYosil trabajando ahora para preparar la siguiente fase de su gran experimento. Primero quitando el tabique de cristal que dividía el laboratorio y sustituyéndolo por una especie de plataforma colgan[e, suspendida por cables del techo. Con cuidado centra la plataforma, a mitad de camino entre mi alter ego, cl Pequeño Rojo, y yo. La plataforma se mece de un lado a otro como un péndulo, dividiendo la sala.

Al cabo de unos segundos, los titilantes efectos secundarios de la última sacudida empiezan a desvanecerse, suficiente para que pueda expresar la pregunta que me acucia.

—¿Qu… qué… es lo que estás intentando conseguir?

Sólo cuando está plenamente satisfecho con la colocación de la plataforma oscilante el golem renegado se vuelve a mirarme, ahora con expresión pensativa, casi sincera. Contenida, incluso.

—¿Qué estoy intentando conseguir, Albert? Vaya, mi propósito es evidente. Culminar el trabajo de mi vida.

»Pretendo inventar la máquina copiadora perfecta.

42

Didteriorados

…donde Verde huye y descubre…

El atardecer caía sobre la ciudad cuando salí al tejado del edificio, perseguido por una muchedumbre de pandilleros a rayas color caramelo, aullando y dispuestos a convertirme en fragmentos de cerámica. Me volví en la puerta de salida y disparé uno de mis últimos cargadores, vaciándolo en la escalera y llevándome por delante al perseguidor más cercano junto con varios escalones de madera, tres palmos de barandilla y un enorme trozo de antigua mampostería. Los demás retrocedieron a toda prisa.

Conteniendo la respiración, vi que era una posición defensiva bastante buena, por el momento.

Sin embargo, parecía que ellos tenían un montón de refuerzos, y de formas de derrotarme, con el tiempo.

Y ésa era una de las cosas de las que carecía, el tiempo, aparte de no tener aliados ni munición. Por no mencionar mi suministro de élan vital que se agotaba rápidamente y que se habría consumido en unas pocas horas, como mucho.

«Me estoy haciendo demasiado viejo para este tipo de cosas», reflexioné, sintiéndome rancio como una hogaza de pan que lleva varios días fuera del horno. Aquellos pandilleros-multicolores seguían allí abajo.

Podía oírlos moverse. Y sus susurros, debatiendo urgentemente cómo alcanzarme.

«¿Por qué a mí?»

Todo aquello estaba muy por encima del típico ataque de una banda. Tampoco conseguía imaginar ningún motivo para que se tomaran tantas molestias tratando de aniquilar al barato verde utilitario de un detective privado muerto.

«A menos que Kaolin esté cabreado conmigo por faltar a nuestra cita»

Recordé que parecía bastante extraño. Los atacantes aparecieron justo después de que idPal, pobrecillo, mencionara lo de demandar a Eneas por falta de transparencia, para obligar al reclusivo multibillonario a abrir sus libros y los archivos de sus cámaras, quizás incluso exigirle que se mostrara en persona. ¿Podría ser eso lo que impulsaba al eremita a tomar medidas desesperadas?

«Tal vez Kaolin no envió a esos matones por mí, sino a recuperar a fotos.»

En el bolsillo llevaba las fotos que sacó Reina Irme durante sus reuniones con «Vic Collins”, el conspirador que ella creía que era Beta pero que más tarde reveló atisbos de piel platino bajo todo aquel astuto maquillaje. Instintivamente, yo había agarrado el carrete cuando Pal me lo lanzó. Guardar las pruebas, un buen reflejo para un detective. ¡Pero tal vez los pandilleros no me estarían persiguiendo si hubiera dejado atrás las fotos!

¡IdPal tendría que haber sido quien agarrara la película antes de echar a correr! Nunca habrían capturado al pequeño idhurón. Sólo que la retiradano formaba parte de la naturaleza básica de mi amigo. Y ahora Pal nunca obtendría esos recuerdos.

Lástima. Puede que hubiéramos sido un par de desechables, pero tuvimos algunos buenos momentos, idPal y yo.

Frustrado, le di una patada a la puerta. «¡Tiene que haber una salida de este tejado!»

Todavía atento, me aparté un poco del borde, volviéndome para contemplar el crepúsculo en el idemburgo… quizá mi última visión del mundo. Al oeste y al norte, la genterreal estaría sentada en sus balcones y terrazas en aquel momento; bebiendo refrescos y viendo ponerse el sol mientras esperaban a sus otras mitades, los yoes que habían enviado a trabajar esa mañana con la promesa de una continuidad descargada como recompensa por un duro día de trabajo.

Eso está bien. Es justo. Pero ¿a qué casa podía ir yo?

Los gruñidos en la escalera se convirtieron en una fuerte discusión. Bien. Tal vez su estructura de mando había sido rota por la matanza que Pal y yo habíamos provocado, allá en cl apartamento. O podía ser una añagaza, mientras preparaban una maniobra para sorprenderme por el flanco.

Corriendo el riesgo, me acerqué a un parapeto y me asomé a la oxidada escalera de incendios. No había nadie allí. Al menos todavía.

En el extremo opuesto del tejado había un desvencijado cobenlyo hecho sobre todo con malla de alambre. Dentro, unas pequeñas formas grises se agitaban y arrullaban. Un palomar. Se podían distinguir dos figuras humanoides detrás: un adulto y un niño, trabajando juntos en la reparación de parte de la jaula. Ambos llevaban ropa deshilachada, adecuada para el ambiente del suburbio, pero su color de piel era de un ordinariamente realista tono pardo, casi marrón. Probablemente un efecto de la luz. A pesar de todo, inicié una rápida retirada por si acaso.

Al regresar a la escalera, llegué a tiempo de pillar a dos de los gladiadores a franjas rojas y rosadas tratando de sobrepasar los escalones destrozados por medio de cuerdas sujetas con garfios al techo. Abrieron fuego cuando aparecí, pero los cables oscilantes les hicieron fallar.

Así que los reduje a fragmentos que cayeron, dando tumbos, seis pisos hasta el vestíbulo de abajo.

«Sólo queda una bala», pensé, comprobando la dispersadora. También se me ocurrió que este artístico barrio artificial no era tan preciso como creían sus diseñadores. Incluso en el peor de los viejos días, había polis que podían asomar la nariz, tarde o temprano, si los disparos duraban demasiado tiempo. Pero aquí y ahora no vendría nadie.