Los jets de maniobras rugieron, poniéndose en vertical, rodeándome de una jaula de llamas latientes. Tuve que soltarme de una mano para cubrirme los ojos. Eso me dejó sólo con dos pies y una mano para agarrarme a los patines, entregando todo mi peso a aquellos dedos que se cocían gradualmente, endurecidos y crujientes.
En cuanto al ruido, pronto se hizo tolerable… supongo que porque no tenía nada con lo que oír ya. «Aguanta», dijo una voz interna, probablemente alguna parte tenaz de Albert Morris que nunca había aprendido a renunciar. Eso tengo que reconocérselo al viejo Albert. Tenaz hijo de puta.
«Aguanta un poco mientras…»
Las reverberaciones me sacudieron como a un muñeco de porcelana. ¡Algo remoto chasqueó! Mi tozuda presa falló por fin y caí… (¿Horade volver ya a la Tierra?)
Sólo que la caída fue mucho más breve de lo que esperaba. Como medio metro o así. Apenas sentí una sacudida mientras mi chamuscado trasero golpeaba el rocoso suelo del desierto.
Los motores se detuvieron. El calor y el alboroto se aplacaron. Tenuemente, supe… «Hemos aterrizado.»
Con todo, tuve que intentarlo varias veces antes de que pudiera ordenarle a un brazo que se moviera, descubriendo mis últimos órganos sensores no dañados, y al principio no vi más que nubes de polvo agitado y luego los tenues contornos de un patín de aterrizaje. Me costó mucho trabajo volver la cabeza y mirar hacia el otro lado. Parecía que tenía el cuello cubierto de una dura corteza, algo que se resistía al movimiento y crujía y cedía a regañadientes, tras un duro esfuerzo.
«Ah, ahí está…»
Vi un par de piernas que se volvían para alejarse de la aeromoto. El motivo de espiral que cubría todo el cuerpo del ídem era inconfundible. Al subir por un camino de tierra, bordeado de piedra clara, Beta caminaba con paso confiado.
«Yo una vez me moví así. Ayer, cuando era joven.»
Ahora, asado, chamuscado y a punto para la expiración, me sentí afortunado por poder contar con un brazo y medio del otro, agradecido de que la aeromoto tuviera espacio de sobra para posarse.
Apartado del caliente fuselaje, me esforcé por sentarme y calibrar los datos. Es decir, traté de sentarme. Unos pocos pseudomúsculos respondieron allí abajo, pero no consiguieron hacer que nada se doblara adecuadamente. Con mi mano buena palpé mi endurecida espalda y mi trasero. Crují.
«Bien, bien.» Siempre me había parecido un gesto quijotesco saltar a través de los jets chisporroteantes y agarrarme a la aeromoto en marcha. ¡Y sin embargo aquí estaba! No exactamente coleando, pero sí en movimiento. Todavía en el partido. Más o menos.
Beta se había perdido de vista, desaparecido entre los diversos tonos de negrura. Pero ahora al menos distinguía tenuemente su objetivo: un contorno bajo, cuadrado, en el flanco de una impresionante meseta del desierto. A la luz de las estrellas, parecía poco más que una modesta estructura de una sola planta. I l vez una cabaña de vacaciones, o un barracón abandonado hacía mucho tiempo.
Mientras descansaba junto a a Harley que se enfriaba lentamente sentí que me abrumaba otra de esas oleadas de otredad periódica. Sólo que ahora, en vez de instarme a perseverar, u ofrecerme atisbos de infinito, la extraña omnipresencia parecía más curiosa, intrigada, como si preguntara, sin palabras, qué pintaba yo allí.
«Ni idea —pensé, respondiendo ala vaga sensación—. Cuando lo descubra, tú serás el primero en saberlo.»
49
Vidllanos en la casa
Rituy yo nos encontramos en una situación bastante azarosa, atrapados entre dos escuadrones de golems de batalla que marchaban en la misma dirección.
El primer contingente armado, justo delante, se abría paso contra una dura resistencia, mientras que una segunda oleada de refuerzos de idguerreros se acercaba por detrás, dispuesta para el relevo cuando la primera hornada fuera eliminada. Ritu y yo teníamos que seguir avanzando con cuidado para permanecer entre los dos grupos, a través de aquel horrible y apestoso túnel. Sólo unos cuantos tenues globoluces, colocados en las lisas paredes de piedra, impedían que tropezáramos en la oscuridad.
—Bueno, hay una cosa que podemos considerar positiva —dije, tratando de animar a mi compañera—. Al menos nuestro destino está claro.
A Ritu no pareció hacerle gracia la broma, ni alegrarle que por fin nos acercáramos al objetivo que nos habíamos propuesto visitar el martes por la noche: la casa en las montañas donde había pasado semanas de niña, de vacaciones con su padre. El viaje había durado mucho más de lo previsto, por una ruta mucho más difícil y traumática de lo que ninguno de los dos esperaba.
Yo seguía buscando un hueco o un nicho, cualquier refugio que impidiera que nos siguieran empujando hacia los duros ecos de la lucha, las detonaciones y los sonidos metálicos causados por el rebote de las municiones, mientras el primer escuadrón de golems de batalla avanzaba. Pero aunque el túnel de acceso secreto de Yosil Maharal se retorcía para aprovechar las capas más suaves de roca, nunca ofreció un escondite seguro.
A falta de eso, ¡lo que no habría dado yo por un simple teléfono! Seguía intentando usar mi implante, y llamaba a la seguridad de la ba, se. Pero no había ningún enlace público a la vista y el pequeño transmisor de mi cráneo no podía hacerse oír a través de la roca. Probablemente estábamos ya fuera de los límites del enclave militar, recorriendo las profundidades bajo meseta Urraca.
«Te está bien empleado —pensé—. Podrías haber pedido ayuda hace siglos. Pero no, tuviste que jugar al detective solitario. Tipo listo.»
Ritu no era de mucha ayuda a la llora de ofrecer alternativas. De todas maneras, traté de mantener la conversación, hablándole en voz baja mientras avanzábamos.
—Lo que me sorprende es cómo logró Beta penetrar la Zona de Defensa sin que alguien como Chen lo escoltara al interior. ¿Y cómo sabía que estábamos aquí?
Ritu parecía intranquila, a mitad de camino entre la falta de atención y las lágrimas después del implacable tratamiento al que había sido sometida recientemente. Vacilé antes de preguntar:
—¿Tienes alguna idea de para qué te quería Beta?
Vi el conflicto en sus ojos: el deseo de confiar en mí, luchando contra un terror habitual a algo que nunca debía ser comentado en voz alta. Cuando finalmente habló, las palabras sonaron entrecortadas y teñidas de amargura.
—¿Para qué me quiere Beta? ¿Esa es tu pregunta, Albert? ¿Para qué quiere en última instancia cualquier animal masculino a una hembra? Su pregunta me hizo parpadear. La respuesta podría haber parecido obvia hacía un siglo, pero el sexo ya no es la fuerza transfiguradota que era en tiempos del abuelo. ¿Cómo podría serlo? Esa necesidad ya no es más difícil de satisfacer hoy que cualquier otra ansia heredada de la Edad de Piedra, como la necesidad de sal o de comida rica en grasa. Así que, si no de sexo, ¿de qué más podía estar hablando?
—Ritu, no tenernos tiempo para acertijos.
Incluso en la oscuridad, vi síntomas de una fachada cuidadosamente construida desmoronándose. Las comisuras de su boca se movieron, a medio camino entre el temblor y una sonrisa sardónica. Rin quería explicarse, pero tenía que hacerlo en sus propios términos, preservando una pizca de orgullo. Una medida de distancia y… sí, esa antigua superioridad.
—Albert, ¿sabes qué sucede dentro de una crisálida?
—Una cris… ¿quieres decir un capullo? Como cuando una oruga…
—Se convierte en una mariposa. La gente cree que es una simple transformación: las patas de la oruga se convierten en las patas de la mariposa, por ejemplo. Parece lógico, ¿no? ¿Y que la cabeza y el cerebro de la oruga sirvan a la mariposa de la misma forma? Continuidad de memoria y ser. La metamorfosis se considera un cambio cosmético de herramientas externas y cobertura, mientras que la entidad de dentro…