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Iba a decirlo pero vi que Ritu ya no me prestaba atención. Sus ojos claros miraban más allá de mi hombro derecho; las pupilas se le dilataron mientras su barbilla temblaba de sorpresa. Casi simultáneamente, la copia de Kaolin emitió un jadeo por reflejo.

Ritu exclamó una sola palabra mientras yo me giraba.

— ¡Papid!

Una persona de barro se acercó a nosotros desde detrás de los adornos florales. Su piel era de un tono mucho más oscuro que el de la elegante unidad platino de Kaolin. Este ídem estaba hecho para parecer un hombre delgado de unos sesenta años, que caminaba con una ligera cojera que parecía más costumbre que una aflicción corriente. La cara, estrecha y angulosa, tenía cierto parecido a Ritu, sobre todo cuando dio forma a una débil sonrisa.

La ropa de papel estaba pegada en varios sitios, pero una brillante placa de identificación de Hornos Universales decía YOSIL MAHARAL. —Te estaba esperando —dijo.

Ritu no saltó a sus brazos. Su uso del saludo paterno-mimético indicaba que la familia Maharal debía tratar a reales y simulados por igual, incluso en privado. Con todo, su voz tembló mientras agarraba una mano gris oscura.

—Estábamos muy preocupados. ¡Me alegro de que estés bien!

«Al menos cabe suponer que estaba bien en las últimas veinticuatro horas», me dije tranquilamente, advirtiendo la ropa rasgada y la pseudopiel resquebrajada. No faltaban muchas horas para la expiración. Copos de alguna cobertura externa, tal vez restos de un disfraz, se desgajaban en los bordes de la cara del idMaharal. La voz del ídem denotó a la vez ternura y cansancio.

—Lamento haberte preocupado, nena —le dijo a Ritu, y luego se volvió hacia Kaolin—. Y a ti, viejo amigo. Nunca pretendí preocuparos a ambos.

—¿Qué está pasando, Yosil? ¿Dónde estás?

—Tuve que retirarme durante un tiempo y resolver unas cosas del Proyecto Zoroastro y sus implicaciones. —El idMaharal sacudió la cabeza—. De todas formas, me siento mejor. Tendré una buena apreciación de las cosas dentro de unos días.

Kaolin dio un ansioso paso adelante.

—Te refieres a la solución a…

— ¿Por qué no te pusiste en contacto? —interrumpió Ritu—. ¿O nos hiciste saber…?

—Quise hacerlo, pero estaba chapoteando en un mar de recelos, y no me fiaba de teléfonos ni redes. —IdMaharal dejó escapar una risita triste Supongo que todavía conservo parte de la paranoia. Pero quería aseguraros a ambos que las cosas van mucho mejor.

Yo retrocedí unos cuantos pasos pues no quería entrometerme mientras Ritu y Kaolin murmuraban, evidentemente alegres y aliviados. Naturalmente, lamenté perder un caso lucrativo. Pero los finales felices,nunca son mala cosa.

Excepto que de algún modo me sentía incómodo, inseguro de que estuviera sucediendo nada «feliz». A pesar de la perspectiva de volver a casa con un grueso cheque por media mañana de asesoramiento, tenía aquella extraña sensación de vacío. La que siempre me asalta cuando un trabajo no parece terminado.

3

Algo en el frigorífico

…o de cómo realAl decide que necesita dormir un poco…

Aparqué junto al canal Little Venice y subí a bordo del barco vivienda de Clara, esperando encontrarla en casa.

A Clara le gustaba vivir en el agua. En una época en que la mayoría de la gente (incluso los pobres) parece fervientemente decidida a acumular casas, maximizando espacio de adorno y posesiones, ella prefería una sencillez espartana.

La marea del estuario, su inestable movimiento, le recordaban la inestabilidad del mundo… cosa que de algún modo encontraba tranquilizadora.

Como aquellos agujeros de bala en el mamparo norte, por donde los rayos del sol iluminaban el diminuto salón del barco. «Mis nuevas claraboyas», los llamó Clara, poco después de que consiguiéramos quitarle a Pal la pistola de las manos, en aquella ocasión en que se desmoronó delante de nosotros, la primera y única vez que he visto a nuestro amigo llorar por su mala suerte. El mismo día en que lo dieron de alta del hospital (á la mitad que quedaba) con su brillante silla nueva de soporte vital.

Más tarde, cuando estábamos a punto de llevar a Pal a casa, Clara no le dio importancia a sus disculpas. Y desde ese momento decidió dejar intactos los agujeros, considerándolos valiosas «mejoras».

Comprenderás por qué siempre vuelvo al barco, cada vez que me siento deprimido o abandonado.

Sólo que esta vez Clara no estaba en casa.

En cambio, encontré una nota para mí en la encimera de la cocina.

HE IDO A LA GUERRA. ¡NO ESPERES!

Murmuré amargamente. ¿Era su forma de pagar la manera en que mi yo-zombie había interrumpido la cena de la señora F la noche anterior? Las relaciones con sus vecinos le importaban mucho a Clara.

Entonces lo recordé, «Oh, sí, una guerra». Hace algún tiempo que mencionó algo así, diciendo que requerían a su unidad de reserva para servicio de combate. Para una batalla contra la India, creo. ¿O era Indiana?

Maldición, ese tipo de cosas podían durar una semana entera. A veces más. Yo quería de verdad hablar con ella, no pasarme todo el tiempo preocupado por dónde estaba y por qué podría estar haciendo allá en el desierto.

La nota continuaba:

POR FAVOR, DEJA EN PAZ A MI TRABAJADORA
¡TENGO QUE ENTREGAR UN PROYECTO MAÑANA!

Miré hacia su estudio, apenas iluminado. Vi luz bajo la puerta. Así que, antes de marcharse, Clara debía de haber hecho un duplicado, programado para terminar alguna tarea. Sin duda encontraría allí dentro una versión gris o ébano de mi novia, envuelta en un chador de virtualidad, trabajando para cumplir algún requerimiento académico de su último máster (tal vez en lingüística bantú o en historia militar china). Yo no podía entender la forma en que sus intereses iban cambiando, como los de cien millones de otros estudiantes permanentes sólo en este continente.

En cuanto a mí, yo era de una raza en extinción: los empleados. Mi filosofía es: ¿por qué quedarte estudiando cuando tienes una habilidad que puedes poner en el mercado? Nunca se sabe cuando se volverá obsoleta.

El cierre magnético se soltó silenciosamente cuando lo toqué, abriendo la puerta del estudio. Cierto, su nota me pedía que me quedara fuera, pero a veces me siento inseguro. Tal vez estaba comprobando que mis biomedidas seguían teniendo acceso pleno por todo el barco.

Lo tenían. Y sí, allí estaba su gris, estudiando ante una mesa diminuta repleta de papeles y placas de datos. Sólo se veían las piernas, de textura de barro moldeado pero de forma realista. De la cintura para arriba todo estaba envuelto en un tejido holointeractivo que no paraba de hincharse y agitarse mientras la ídem se movía, señalaba y tecleaba con manos nerviosas. De las capas silenciadoras surgían algunas palabras entre murmullos.

—¡No, no! No quiero una simulación hobbycomercial de la guerra de las Burbujas. ¡Necesito información sobre el hecho real! No libros de historia sino transcripciones de informes pelados que tengan datos relacionados con biocrímenes como TARP… Sí, eso es. Daño real causado a gente real cuando la guerra estaba…

»¡Ya sé que los archivos de los juicios tienen cuarenta años! ¿Y qué? Entonces adapta los protocolos de los datos antiguos y… Oh, pobre excusa de… ¿y llaman a esto inteligencia artificial?

Tuve que sonreír. Duplicado o no, era Clara hasta las trancas: fría en una crisis aunque capaz todavía de gran afecto. Y quisquillosa con la incompetencia de los extraños, sobre todo de las máquinas. No servía de nada indicarle que los avatares de software no pueden ser abroncados como los reclutas de infantería.