Todo el que ha duplado y cargado sabe que la pseudocarne puede sentir dolor. Una feroz agonía me hizo chocar contra uno de los jóvenes, que me empujó a su vez, gritando.
¡Apártate, cosa apestosa! ¡Habéis visto eso? ¡Me ha tocado!
Ahora lo pagarás, trozo de barro —añadió el alto—. Veamos tu placa.
Todavía temblando, conseguí darme la vuelta para colocarlo entre el callejón y yo. Mis perseguidores no se atreverían a disparar ahora y arriesgarse a darle a un archi.
—Idiota —dije—. ¿No ves que me han disparado?
¿Y qué? —Las aletas de la nariz del albino se abrieron—. Mis ídems acaban destrozados en guerras-orga constantemente. No me verás llorar por eso. ¡Ni llevar una pelea al Odeón, nada menos! Vamos a ver esa placa.
Extendió una mano, e instintivamente me toqué el punto de la frente donde estaba el implante de identidad. Un duplicado-golem tiene que enseñar su placa a una persona real, si se lo pide. Aquel incidente iba a costarme… bueno, le costaría a mi creador. La diferencia semántica dependía de si conseguía llegar a casa en la siguiente hora.
Bien. Llamad a un poli o a un árbitro —dije, tocando la tapa de pseudopiel—. Veremos quién paga la multa, basura. No estoy jugando a ningún simbat. Estáis molestando al doble de un investigador con licencia. Los que me disparan son criminales…
Atisbé unas figuras que salían del callejón. Miembros de piel amarilla de la banda de Beta, alisándose sus atuendos de papel y tratando de no parecer sospechosos entre la multitud de archis que paseaban, inclinándose y dando paso como respetuosos chicos que cumplieran sus encargos y en los que no mereciera la pena fijarse. Pero con prisa.
¡Maldición! Nunca había visto a Beta tan desesperado.
Y mi cerebro contiene pruebas que pueden ser cruciales para resolver un caso importante. ¿Queréis ser responsables de haberlo impedido?
Dos de los adolescentes se apartaron, con aspecto inseguro. Aumenté la presión.
— ¡Si no me dejáis seguir con el negocio de mi propietario, cursará una demanda por obstrucción a un comercio legal!
Estábamos atrayendo a una multitud. Eso podría refrenar al grupo de Beta, pero el tiempo no corría de mi parte.
Lástima, el tercer chico (el de la piel artificialmente translúcida) no se dejó amilanar. Golpeó su pantalla de muñeca.
—Giga. Tengo suficiente zumo en el banco para cubrir una multa de sangre. Si vamos a pagarle al dueño de este id, démonos el gusto de desconectarlo a lo grande.
Me agarró por el brazo, retorciéndolo con la fuerza de músculos bien desarrollados: músculos de verdad, no mis anémicas imitaciones. La presa dolió, pero peor fue saber que me había pasado de listo. Si me hubiera callado la boca, tal vez me habrían dejado marchar. Ahora los datos de mi cerebro se perderían y Beta ganaría de todos modos.
El joven cerró el puño dramáticamente, luciéndose ante la multitud. Pretendía romperme el cuello de un golpe.
— ¡Suelta a esa pobre cosa! —murmuró alguien. Pero un contingente mucho más ruidoso le animó.
Justo entonces un estruendo sacudió la plaza. Unas voces maldijeron con fuerza. Los peatones se volvieron a mirar un restaurante cercano, donde los comensales de una mesa al aire libre se apartaban de un estropicio de líquido derramado y vasos rotos. Un camarero de piel verde soltó su bandeja y murmuró unas disculpas, usando una bayeta para quitar los brillantes añicos de los indignados clientes. Entonces resbaló, llevándose consigo a uno de los furiosos parroquianos en una espectacular caída. La multitud estalló en carcajadas mientras el idmaitre del restaurante salía corriendo, echaba una bronca al verde y pretendía pedir disculpas a los manchados clientes.
Durante un instante no me miró nadie excepto el albino, que parecía molesto por haber perdido a su público.
El camarero se levantó, y siguió frotando a los archis con un trapo empapado.
Durante un momento la cabeza del verde miró brevemente en mi dirección. Su rápido gesto significaba: «Aprovecha tu oportunidad y lárgate de aquí.»
No me hizo falta nada más. Me metí la mano libre en el bolsillo y saque una fina tarjeta, en apariencia un disco de crédito estándar. Pero apretándola así una luz plateada surgía por uno de los bordes, emitiendo un zumbido estridente.
Los ojos rosáceos del albino se abrieron como platos. Se supone que los ídems no pueden llevar armas, sobre todo armas ilegales. Pero lo que vio no lo asustó. Me apretó con más fuerza y supe que estaba en manos de un deportista, un jugador, dispuesto incluso a arriesgar su carnerreal a cambio de algo nuevo. Una experiencia.
La presa sobre mi brazo se intensificó. «Te desafío», decía su mirada de rata.
Así que lo complací, golpeando con fuerza. La chisporroteante hoja cortó sin resistencia la piel.
Durante un instante, el dolor y la furia parecieron llenar el espacio entre nosotros. ¿Su dolor o el mío? Su furia y su sorpresa, desde luego… y sin embargo hubo una fracción de segundo en que me sentí unido al duro joven por una oleada de empatía. Una abrumadora conexión con mi angst adolescente. Con el orgullo herido. La agonía de ser un alma aislada entre miles de millones de almas solitarias.
La vacilación podría haberme costado cara si hubiera durado más de un segundo. Pero mientras él abría la boca para gritar, yo me giré y escapé, abriéndome paso por entre la multitud, seguido por los gritos de furia del joven, que agitaba un muñón ensangrentado.
Mi muñón ensangrentado. Mi mano desmembrada se agitó espasmódicamente ante su rostro hasta que él retrocedió y la dejó caer, lleno de repugnancia.
Al mirar hacia atrás vi también a dos de los amarillos de Beta que se internaban entre los perturbados archis, empujando impertinentemente a algunos mientras cargaban piedras en sus catapultas de muñeca, preparándose para dispararme. Con toda aquella confusión no les preocupaban los testigos, ni las multas por desobediencia civil. Tenían que impedirme que entregara lo que sabía.
Impedirme que vaciara el contenido de mi cerebro en descomposición.
Debí de ser todo un espectáculo, corriendo envuelto en una túnica hecha jirones con un brazo amputado goteando y gritándoles como un loco a los sorprendidos archis que se apartaran. No estaba seguro en ese momento de lo que podría conseguir. La senilidad expiratoria debía de haber empezado ya, empeorada por el pseudoshock y la fatiga de los órganos.
Alertado por la conmoción, un poli llegó a la plaza desde la calle Cuarta, cubierto por una armadura corporal, mientras sus ídems de piel azul se desplegaban, ágiles y sin protección, sin necesitar órdenes porque cada uno conocía los deseos del proto más perfectamente que un pelotón de infantería bien entrenado. Su única arma (dedos terminados en punta de aguja con aceite aturdidor) detendría en seco a cualquier humano o golem.
Me aparté de ellos, sopesando mis opciones.
Físicamente, mi ídem no le había hecho daño a nadie. Con todo, las cosas se estaban poniendo feas. Se había molestado, incluso perturbado, a personas de verdad. Suponiendo que escapara de los hampones amarillos de Beta y consiguiera llegar a un congelador policial, mi original podría acabar acusado de suficientes infracciones menores como para perder la recompensa por localizar a Beta. A los polis incluso podría traerles al pairo congelarme a tiempo o no. Lo estaban haciendo mucho últimamente.
Seguro que varias cámaras privadas y públicas me estaban enfocando. ¿Pero lo suficiente como para hacer una identificación válida? La cara de este verde era demasiado blanda, y aún más deformada por los puños de la banda de Beta, así que no sería fácil reconocerla. Eso dejaba una posibilidad. Llevar esta carcasa estropeada a un lugar donde nadie pudiera recuperarla o identificarla. Que se devanaran los sesos intentando adivinar quién había empezado aquel tumulto.