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Me dirigí tambaleándome hacia el río, gritando y haciendo señas a la gente para que se apartase.

Cerca del embarcadero, oí una voz severa y amplificada gritar: — ¡Alto!

Los poligolems llevan altavoces donde la mayoría de nosotros tenemos órganos sexuales sintéticos… una substitución pavorosa que llama la atención.

A mi izquierda sonaron varios impactos agudos. Una piedra golpeó mi deteriorada carne mientras otra rebotaba por la acera, resbalando hacia el policía real. Tal vez ahora los azules se concentraran en los amarillos de Beta. Cojonudo.

Entonces ya no tuve más tiempo para pensar, porque mis pies se quedaron sin superficie de apoyo. Siguieron agitándose en el vacío, por costumbre, supongo… hasta que golpeé las aguas sucias con gran estruendo.

Supongo que hay un gran problema con esto de contarles esta historia en primera persona: el oyente sabe que conseguí llegar a casa de una pieza. O al menos en algún estado que me permitió contarlo. Entonces, ¿dónde está el suspense?

Muy bien, así que no acabé allí, con la caída al río, aunque tal vez debería haberlo hecho. Algunos golems están diseñados para el combate, como los que los hobbistas envían a los campos de batalla gladiatoriales… o los modelos secretos que se rumorea que tienen en las Fuerzas Especiales. Otros ídems, fabricados para el hedonismo, sacrifican parte de su élan vital por la carga de células de placer hiperactivas y la memoria hi-fi. Se puede pagar más por un modelo con miembros de más o ultrasentidos… o que sepa nadar.

Yo soy demasiado agarrado para permitirme todas esas opciones a la moda. Pero una característica que siempre incluyo es la hiperoxigenación: mis ídems pueden contener mucho tiempo la respiración. Viene bien para un trabajo en el que nunca sabes si alguien va a gasearte, o a meterte en el maletero estanco de un coche, o a enterrarte vivo. He absorbido recuerdos de todas estas cosas. Recuerdos que no tendría hoy si el cerebro del ídem hubiera muerto demasiado pronto.

Afortunado de mí.

El río, frío como el hielo lunar, corría ante mí como una vida desperdiciada. Una vocecita habló mientras me hundía cada vez más en las turbias aguas, una voz que había oído en otras ocasiones.

«Ríndete ahora. Descansa. Esto no es la muerte. El tú verdadero continuará. Hará realidad tus sueños. Los pocos que te quedan.»

Bastante cierto. Filosóficamente hablando, mi original era yo. Nuestros recuerdos diferían sólo en un horrible día. Un día que había pasado descalzo, en calzoncillos, haciendo trabajo de oficina en casa mientras yo investigaba por los bajos fondos de la ciudad, donde la vida vale menos que en una novela de Dumas. Mi continuidad presente importaba muy poco en la gran escala de las cosas.

Respondí a la vocecita como de costumbre.

«Al carajo el existencialismo.»

Cada vez que entro en la copiadora, mi nuevo ídem absorbe instintos de supervivencia que tienen un billón de años.

«Quiero mi otra vida.»

Para cuando mis pies tocaron el resbaladizo fondo del río, estaba decidido a darle una oportunidad. Casi no tenía ninguna posibilidad, por supuesto, pero tal vez la fortuna estaba dispuesta a estrenar un nuevo mazo de cartas. Además, otro motivo me impulsaba.

No dejes que ganen los malos. Nunca les dejes salirse con la suya. Tal vez yo no tenía que respirar, pero moverse seguía siendo difícil mientras luchaba por plantar los pies, de cabeza en el lodo, donde todo era resbaladizo y viscoso al mismo tiempo. Habría sido difícil conseguir avanzar con un cuerpo entero, y el reloj de éste se estaba agotando.

¿Visibilidad? Casi ninguna, así que maniobré basándome en la memoria y en el sentido del tacto. Pensé en abrirme camino río arriba hasta los puntos de atraque de los transbordadores, pero recordé que el barco vivienda de Clara estaba atracado a un kilómetro más o menos, corriente abajo, desde la plaza Odeón. Así que dejé de luchar contra la fuerte corriente y me dejé llevar por ella, dedicando todos mis esfuerzos a permanecer cerca de la orilla.

No me habría venido mal ir equipado con sensores de dolor de control variable. Como carecía de ese rasgo opcional (y mientras maldecía mi propia tacañería), contuve una mueca de agonía mientras avanzaba paso a paso por el absorbente lodo. El duro fango me dio poco tiempo para pensar en el angst fenomenológico al que se enfrentan las criaturas de mi especie.

«Yo soy yo. Por poca vida que me quede, sigo considerándola preciosa. Sin embargo renuncié a lo que queda al saltar al río para ahorrarle a otro tipo unos pocos créditos.

»Un tipo que le hará el amor a mi chica y se aprovechará de mis logros.

»Un tipo que comparte todos mis recuerdos, hasta el momento en que él (o yo) se tumbó en la copiadora, anoche. Sólo que él se quedó en casa en el cuerpo original, mientras que yo fui a hacerle el trabajo sucio.

»Un tipo que nunca sabrá qué día de perros he tenido.»

Es como lanzar una moneda al aire, cada vez que usas una copiadora-y-horno. Cuando se termina, ¿serás el rig… la persona original? ¿O el rox, el golem, el mulo, el ídem-por-un-día?

A menudo apenas importa, si reabsorbes los recuerdos como se supone que tienes que hacer, antes de que la copia expire. Entonces es sólo como dos partes de ti que se vuelven a fundir. ¿Pero y si el ídem sufría o lo pasaba mal, como me había pasado a mí?

Me resultaba difícil mantener mis pensamientos unidos. Después de todo, mi cuerpo verde no había sido construido para un intelecto. Así que me concentré en la tarea que tenía por delante, arrastrando un pie tras otro, y avancé por el lodo.

Hay sitios ante los que pasas cada día, y sin embargo apenas piensas en ellos porque no esperas adentrarte en ellos nunca. Como este lugar. Todo el mundo sabe que el Gorta está lleno de basura. Yo no paraba de tropezar con cosas que los rastreadores-limpiadores habían pasado por alto: una bici oxidada, un acondicionador de aire roto, varios viejos monitores de ordenador que me miraban como ojos de zombi. Cuando yo era niño, solían sacar del río automóviles enteros, a veces con pasajeros dentro y todo. Gente real que no tenía copia de repuesto en aquella época para continuar su vida una vez destrozada.

En tiempos del abuelo, el Gorta apestaba a contaminación. Las ecoleyes devolvieron la vida al río. Ahora la gente pesca desde el embarcadero. Y los peces acuden cada vez que la ciudad arroja algo comestible.

Como yo.

La carne real es obediente. No empieza a descomponerse a las veinticuatro horas. El protoplasma es tan tenaz y duradero que incluso un cadáver ahogado tarda días en descomponerse.

Pero mi piel ya se estaba cuarteando incluso antes de caer al río. La desintegración puede retrasarse a fuerza de voluntad durante un rato, pero las cadenas orgánicas sincronizadas en mi cuerpo artificial se desintegraban y se desgajaban a desconcertante velocidad. El olor era fuerte y atraía a los oportunistas que acudían corriendo de todas partes para comer, llevándose los trozos que parecían a punto de desprenderse. Al principio traté de espantarlos con la mano que me quedaba, pero eso sólo me retrasó sin molestar mucho a los carroñeros. Así que continué avanzando, dando un respingo cada vez que un receptor de dolor recibía el mordisco de un pez ansioso.

Me harté cuando empezaron a dirigirse a los ojos. Iba a necesitar la visión todavía un rato.

En un momento dado una fuerte corriente de agua caliente llegó de repente de la izquierda, desviándome de mi rumbo. Espantó a los carroñeros un minuto y me dio la oportunidad de concentrarme.

«Debe de ser el canal de la calle Hahn.

»Veamos. El barco de Clara está anclado en Little Venice. Debe de ser la segunda abertura después de ésta… ¿O es la siguiente?»

Tuve que abrirme paso a la fuerza para dejar atrás el canal sin ser empujado a aguas más profundas, y de algún modo conseguí por fin llegar al embarcadero de piedra del otro lado. Por desgracia, los bancos de peces que me perseguían volvieron a congregarse en ese punto (peces desde arriba y cangrejos desde abajo), atraídos por mis heridas rezumantes, mordisqueando y pellizcando mi piel, que se deterioraba rápidamente.