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Es un avance magnífico, si tienes una habilidad comercial.

El ébano tenía razón. La investigación del lugar del accidente había llegado a un nuevo punto.

En pantalla, la imagen mostraba una enorme extensión de desierto al sureste de la ciudad… un extraño reino donde las imágenes en tiemporreal dignas de confianza eran tan escasas como el agua potable y donde hacía falta mucha sofisticación para seguir la pista de un coche en marcha. Obedeciendo mis instrucciones, Nell había seguido una mancha espectral de ciclones giratorios durante toda la noche, moviéndose antes y después del lugar donde Maharal se había encontrado con la muerte. La superposición mostraba una línea de puntos que se dirigía hacia una cordillera de montañas bajas cerca de la frontera mexicana, no lejos del Campo Internacional de Combate. Una vez dentro de estas colinas, yo sabíaque la pista de minitornados se desvanecería entre un remolino de turbulencias en los desfiladeros.

Pero había visto lo suficiente para sentir un extraño escalofrío. Conocía este territorio.

—Meseta Urraca —susurré.

— ¿Cómo dices? —preguntó Nell.

Yo sacudí la cabeza.

—Llama a Ritu Mallará —ordené—. Tenemos que hablar.

15

Copiones

…donde un monstruo de Frankenstein descubre por qué no debería existir…

Por fortuna, el permiso de gastos de mi verde estaba aún activo (Albert no me había desposeído todavía), así que pude contratar un microtaxi en la plaza Odeón queme llevó por toda Ciudarreal en una única girorrueda con dos asientos ajados. Puede que fuera rápido, pero el viaje fue también agotador porque el conductor no paraba de hablar y hablar sobre la guerra.

Al parecer, la batalla en el desierto había empezado mal para muestro bando.

El taxista echaba la culpa al mando, ilustrando su argumento recuperando los momentos álgidos de acciones recientes en una burbovisión que me envolvió, atrapado en el asiento trasero, entre escenas de violenta carnicería de bombas y metralla, rayos cortadores y desmembramiento cuerpo a cuerpo, todo amorosamente comentado por aquel ávido aficionado.

Albert había aprendido mucho gracias a Clara a lo largo de los años, lo suficiente para saber que no merecía la pena llevar la contraria a las opiniones de salón. El tipo tenía una franquicia de taxis con once duplicados amarillos y a cuadros negros conduciendo, presumibleménte dándole todos la tabarra a los acorralados clientes. ¿Cómo conservaba un índice de satisfacción lo suficientemente alto para merecer tantos taxis?

La respuesta era la velocidad. Tenía que reconocerle eso. La llega-da me ofreció la mayor oleada de placer del día. Le pagué al taxista y escapé al laberinto de cemento del parque Fairfax.

Al gran Al no le gusta el sitio. No hay hierbajos. Demasiado espacio con rampas de hormigón, espirales y placas, de la época en que los niños reales podían pasarse cada momento libre de su vida haciendo cabriolas en bicis, monopatines y motos ruidosas, arriesgándose a romperse el cuello por pura diversión. Es decir, hasta que los nuevos pasatiempos los barrieron dejando tras de sí un laberinto de paredes de metal reforzado y torres como murallas olvidadas, algunas de tres pisos de altura, demasiado costosas de demoler.

A Pallie le encanta el lugar. Todo ese retar enterrado actúa como tina Jaula de Faraday parcial, bloqueando transmisiones de radio, y frustrando mosquitos espía y escuchadores, mientras que la caliente superficie de hormigón ciega los sensores visuales y de IR. Tampoco está por encima de arrebatos de nostalgia, y surca las viejas pendientes con su última silla de ruedas, saltando por bordes y pendientes, aullando y sacudiéndose mientras los catéteres y las intravenosas se agitan a su alrededor como estandartes de guerra. Algunas diversiones hay que experimentarlas en carne, supongo. Incluso carne tan maltrecha como la suya.

Albert más o menos se lleva bien con Pal… en parte debido a la culpa. Piensa que tendría que haber intentado disuadir con más fuerza a este tipo para que no saliera aquella noche en que lo asaltaron, le quemaron medio cuerpo y dejaron el resto por muerto. Pero, sinceramente, ¿cómo «disuades›) aun mercenario adicto a la acción que se mete de cabeza en una trampa, pidiendo que le arranquen las pelotas? Demonios, yo soy más cauteloso en barro que Pal en persona.

Lo encontré esperando a la sombra del Terror de Mami, la mayor rampa de patines, con una pendiente tan vertical que te mareas sólo con mirarla. Tenía compañía. Dos hombres. Hombres reales, que se miraban el uno al otro con cautela, separados por la silla de ruedas biotrónica de Pal.

Me sentí incómodo siendo el único ídem, y la sensación empeoró cuando uno de ellos (un rubio fornido) se volvió y miró a través de mí como si yo no estuviera presente. El otro sonrió, amistoso. Alto y un poco delgado, me pareció familiar.

—Hola, verde, ¿dónde está tu alma?—bromeó Pal, alzando un puño cerrado.

Le di un toque.

—En el mismo sitio que tus pies. Pero los dos vamos tirando. —Vamos tirando. ¿Qué te pareció ese mensaje avispa que te he enviado? Chuli, ¿eh?

—Un poco ciberretro, ¿no te parece? Un montón de trabajo para una simple llamada. Dolió un montón cuando me taladró el ojo. —Tonterías —dijo él, pidiendo disculpas con un gesto de la mano.

—¡Bueno, me he enterado de que te has soltado!

—Bah. ¿De qué le sirve a Albert un Albert que no es Al? —Cierto. No me imaginaba que Sobrio Morris pudiera crear un frankie. De todas formas, algunos de mis mejores amigos son mutantes, reales y de los otros.

—Típico de un verdadero pervertido. ¿Sabes si Al está planeando desposeerme?

—No. Demasiado blando. Pero puso un límite de crédito. Puedes cargar doscientos, nada más.

— ¿Tanto? No limpié ni un solo cuarto de baño. ¿Está cabreado?

—No lo sé. Me cortó. ’nene otros problemas. Parece que ha perdido los dos grises de esta mañana.

— ¡Uf! Me enteré de lo del primero, pero… maldición. El número dos se llevó la Turkomen. Era una buena moto. —Reflexioné un segundo. No era extraño que mi deserción levantara tan poco polvo—. Dos grises perdidos. Huir. ¿Coincidencia? ¿Casualidad?

Pallie se rascó una cicatriz que corría desde su pelo negro hasta la barbilla sin afeitar.

—Creo que no. Por eso te envié la avispa.

El rubio grandote gruñó.

— ¿Queréis dejar la cháchara inútil? Sólo pregúntale a la cosa repugnante si nos recuerda.

¿Cosa repugnante? Traté de mirar al tipo a los ojos. Evitó el contacto visual.

Pal se echó a reír.

—Éste es el señor James Gadarene. Cree que podrías reconocerlo.

¿Cierto?

Miré al tipo de arriba abajo.

—No lo recuerdo… señor —añadir alguna formalidad podía ser una buena idea. Ambos desconocidos gruñeron, como si medio esperaran esto. Me apresuré—. Naturalmente, eso no es ninguna garantía. El propio Albert se olvida de las caras. Incluso de las de algunos tipos que conoció en la facultad. Depende de cuánto tiempo haga que nos conocimos. Y además, sov un frank…

—Ese recuerdo debería tener menos de veinticuatro horas —me interrumpió Gadarene sin mirarme—. Anoche a última hora, uno de sus grises llamó a mi puerta, me mostró unas credenciales de detective privado y exigió una reunión urgente. El alboroto incluso despertó a algunos de mis colegas de la puerta de al lado. Accedí, reacio, a ver al gris, a solas. Pero en privado la maldita cosa se limitó a caminar de un lado para otro, diciendo tonterías incomprensibles de cabo a rabo. Finalmente, mi ayudante llegó de la habitación de al lado con noticias. El gris llevaba un generador estático. ¡Estaba torpedeando deliberada-mente mi grabador de entrevistas!