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Una limusina negra todoterreno esperaba delante de la dirección que Ritu me dio. Le envié a Nell un escaneo de la matrícula y me respondió que pertenecía a Hornos Universales.

»Vaya. El bueno de Kaolin le ha prestado una limusina —pensé. Pero claro, no pierdes todos los días un amigo íntimo y tu ayudante un padre.»

Aparqué mi desvencijado coche detrás del brillante Yugo y me acerqué a la casa: una verdadera casa, más grande que la media, sin mucho patio pero cubierta por paneles solares inclinados para atrapar cada rapo de luz, placas oscuras para energía fotovoltaica y verdes para reciclar residuos domésticos. Había suficientes celdas de alcantarilla-do para una familia activa, pero sólo unas cuantas tenían cultivos de algas. De hecho, la mayoría parecían completamente abandonadas.

Un pisito de soltero, entonces. Y el soltero se pasaba largos períodos fuera de casa.

Subí catorce escalones, pasando entre loquots decorativos que merecían más atención. Al detenerme ante los pobrecillos, me sentí tentado de sacar mi cortador y cortar algunas ramas entrecruzadas. Después de todo, era temprano.

Entonces advertí que la puerta estaba entornada.

Bueno, me estaban esperando. A pesar de todo, tuve mis dudas. Como detective privado con licencia y cuasiagente del cuerpo civil, no podía entrar sin más. Según la ley, tenía que anunciarme.

¿Ritu? Soy yo, Albert —evité el modo de hablar ídem gramáticamente correcto, aunque iba disfrazado de golem. La mayoría de la gente es lenta con esos detalles, al fin y al cabo.

El suelo del recibidor estaba moteado por una claraboya mosaico de elementos activos que ofrecía colores aleatorios y producía efectos de luz y sombra. Ante mí, unas escaleras subían dos rellanos antes de llegar al piso superior. Al mirar a la izquierda, vi un salón despejado, amueblado con un estilo cyberpunk algo falso.

Un leve ruido (más bien un roce apresurado) me llegó desde la derecha, más allá de un conjunto de puertas dobles de madera tallada con cristales esmerilados. No había ninguna luz dentro de esa habitación, pero se distinguía una sombra que se movía furtivamente al otro lado.

Un murmullo… unas cuantas palabras que no podía oír bien, algo así como: «… dónde habrá escondido Betty…».

Un escalofrío me recorrió la espalda. Toqué una de las puertas. El cristal era ala vez áspero y frío: sensaciones perfectas que me recordaron el detalle principal que no debía olvidar.

»Eres real. Así que ten cuidado.»

¡Como si necesitara que me lo dijeran! Los recelos tamborilearon en mi Onda Establecida, corriendo de un lado a otro entre el único corazón orgánico y el único cerebro que tendré jamás. Como ídem, podría entrar a saco en la habitación de al lado, sólo para ver qué pasaba. Pero corno heredero orgánico de cavernícolas paranoicos, me contenté con dar un empujoncito a una puerta y luego mantenerme apartado del umbral mientras se abría.

Hablé más fuerte.

— ¿Hola, Ritu?

Allí estaba el despacho de Yosil Maharal, con una mesa y- una estantería llena de anticuados tomos de papel y folios impresoláseres. Un estante contenía sus premios y menciones. En otros había extraños trofeos, como uno hecho con manos montadas, de varios tamaños y colores. Algunos estaban abiertos para mostrar sus partes metálicas, reliquias de una época en que el barroid tenía que ser esparcido sobre armazones robóticos, cuando rechinantes duplicados eran tecnojugetes para los ricos, a la vez burdos y asombrosos, y permitían que los miembros de la elite dividieran sus vidas y estuvieran en dos lugares a la vez.

Una época en que los ídems era llamados «representantes», y los que podían permitírselos parecían destinados a tener vidas mucho más grandes que el resto de la humanidad. Antes de que Eneas Kaolin diera a las masas la posibilidad de autocopiarse.

Era toda una exposición. Pero en aquel preciso momento mi principal preocupación era la parte de la habitación que no podía ver, lejos de la ventana, envuelta en sombras.

—Luces —probé desde la puerta. Pero el ordenador de la casa funcionaba con una voz concreta, impidiendo a los invitados desconocidos ni siquiera el control de cortesía. Yosil era todo un anfitrión.

Podría transmitir la orden a través de Nell, presentando mi con-trato de investigación con la hija y heredera de Maharal. Pero la cadena de apretones de manos y regateos probados podía tardar minutos, distrayéndome todo el tiempo.

Sin duda tenía que haber a mano un interruptor convencional… al alcance también de alguien que acechara en la oscuridad armado con todas las armas que mi ansiosa imaginación podía proporcionar.

¿Estaba siendo paranoico? Bien.

—Ritu, si es usted, dígame que entre… o que espere fuera.

Oí un suave ruido en el interior. No respiración, sino otro roce. Sentí tensión tras la puerta. Algo como energía acumulada.

— ¿Es usted, idAlhert?

La voz llegó desde las escaleras, detrás de mí. Ritu me llamaba, sin ningún atisbo de sospecha.

— ¡Síl Soy yo —respondí sin volverme—. ¿Tiene… tiene compañía?

A través del cristal esmerilado, divisé otro movimiento. Esta vez se enderezaba, quizá con resignación. Me aparté varios pasos, dejando espacio a quien quisiera salir.

También busqué rutas de escape, por si acaso.

— ¿Qué ha dicho?-gritó de nuevo Ritu desde arriba—. No le esperaba hasta dentro de una hora. ¿Puede esperar?

Una silueta cruzó la mitad cerrada de la doble puerta esmerilada. Alta, angulosa… y gris. Se acercó más.

¡Por un instante, creí que lo tenía! ¿Un gris furtivo, en esta casa? ¿Quién podía ser sino el fantasma? ¡El fantasma de Maharal! El que no quería pasar sus últimos momentos en un laboratorio, siendo diseccionado en busca de recuerdos. Ahora sería un espectro hecho despojos, sobreviviendo por pura fuerza de voluntad, quemando su reserva inicial de élan vital antes de derretirse.

Me dispuse a saltar, exigiendo respuestas. ¡Como qué había pasa-do con mi propio ídem! El que envié a la mansión esa maña…

Entonces parpadeé sorprendido. La figura que salió no era el fantasma de Maharal. Ni tampoco ora gris, estrictamente hablando.

Un brillante platino salió a la luz moteada. El golem-sigil de su frente brillaba como una joya.

—Vic Kaolin —dije.

—Sí —asintió el ídem, disimulando su agitación con antipatía—. ¿Y quién es usted? ¿Qué asunto le trae a esta casa?

Sorprendido, alcé una ceja pintada.

—Vaya, el trabajo para el que usted me contrató, señor.

Eso no era estrictamente cierto. Quería sondear el grado de ignorancia de aquel ídem. Su brillante expresión se congeló, transforman-do rápidamente la antipatía en protección.

—Ah… sí. Albert. Me alegra volver a verlo.

A pesar de su débil esfuerzo por recuperarse, aquél era claramente un idKaolin distinto al que yo había visto esa mañana temprano, cuan-do el amanecer iluminaba las ventanas cubiertas del edificio Teller. Tampoco compartía ningún recuerdo reciente con el que telefoneó a mi casa a eso de mediodía, molestándome mientras imprimaba al ébano. Éste no me recordaba en absoluto.

Bueno, en sí mismo, eso significaba poca cosa. Podría haber sido imprimado horas antes. ¿Pero entonces, por qué fingir que me conocía? ¿Por qué no admitir simplemente ignorancia? Podía enviar una so-licitud a su rig pidiendo una puesta al día al Kaolin real.

Aquí había una lección de la vida: no molestes al poderoso. Que conserven la dignidad. Siempre dales una salida.

Señalé el despacho de Yosil Maharal.

— ¿Ha encontrado algo útil?

La expresión de alerta aumentó.

— ¿Qué quiere decir?

—Quiero decir que está usted aquí por cl mismo motivo que yo, ¿no? Buscando pistas. Algo que explique por qué su amigo escapó de la ciudad y eludió el Ojo Mundial que todo lo ve durante semanas seguidas. Y sobre todo qué hacía anoche, cruzando el desierto a toda velocidad y estrellándose en el viaducto de la autopista.