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Los ídems que se encuentran en esa zona fueron enviados a misiones que tienen poco que ver con los negocios o la industria.

Un cartel destellante gritaba: ¡E-VISCERAL! Los reclamos esperaban fuera, teñidos de colores chillones, llamando a los transeúntes para que entraran a disfrutar del «viaje de sus vidas». A través de las pa_ redes arrasadas vi que un edificio de veinte plantas había sido convertido en una gigantesca atracción de feria: una montaña rusa que giraba salvajemente sin correas ni arneses de seguridad, y con la característica añadida de que muchos clientes tenían armas e intercambiaban disparos con los que viajaban en otros carros. ¡Qué divertido!

A continuación llegó una fila de barroalcahuetas e idburdeles (con exagerados golems de toda clase sonriendo tras ventanas con chillonas cortinas) para aquellos que no pueden permitirse que sus fantasías sean fabricadas a la carta y enviadas a sus casas.

Luego llegamos a los mismos carriles de batalla cubiertos de hollín que visité de adolescente, aún marcado con advertencias de riesgo de cintaleteante y kioscos baratos que alquilaban armas para aquellos que habían olvidado traer las suyas propias. Se anunciaba una colección de cabezas gratis, como si alguno de aquellos negocios se atreviera a cobrar por el servicio tradicional. «¡Déjenos prepararle su guerra de bandas!», gritaba otro. «¡Descuentos en fiestas de cumpleaños!»

Ya sabes. La basura de siempre. Embarazosos recordatorios de juventud.

Me distraía por otro motivo. Mi piel había empezado a desgajarse. La cobertura gris que había parecido tan pija y de alta calidad en la mansión Kaolin, cuando recibí mi tratamiento de renovación para otro día de vida, no era al parecer más que un rociado barato. Una vez que empezó a pelarse, todo empezó a caerse a tiras, descubriendo la capa anaranjada de debajo. Cuando froté el picajoso material recuperé el tono original de mi cuerpo: verde utilitario. Bueno para cortar el césped y limpiar el cuarto de baño, no para jugar a los detectives.

—Gira aquí a la izquierda, luego a la derecha en el siguiente cruce —dijo ideal. Sus garras se me clavaron—. Pero cuidado con los Capuletos.

— ¿Cuidado con qué?

Supe a qué se refería pocos minutos después, al doblar una esquina, y me detuve sorprendido a contemplar una calle que había sido intensamente transformada desde la última vez que me aventuré en esta zona del idemburgo: todo un bloque, meticulosamente reconstruido como un fragmento perdido de la Italia renacentista, desde los adoquines a una llamativa fuente de Brunelleschi en la gran piazza, frente a una iglesia románica. A cada extremo se alzaba una fortaleza-mansión ornamentada de balcones festoneados con los aleteantes estandartes de casas nobles en competencia. Bravucones multicolores se asomaban a las terrazas para gritar a los que pasaban por abajo, o patrullaban con caireles en los muslos, con calzas y abultadas entrepiernas. Hembras pechugonas deambulaban entre las tiendas de seda, exhibiéndose ante los vendedores que ojeaban mercancías sabrosamente arcaicas.

Una recreación tan lujosa era demasiado para el idemburgo, donde todo podía quedar arrasado por el fuego de bazooka de una golemguerra cercana fuera de control. Pero pronto advertí que el riesgo era la justificación de su existencia. El motivo de su población indídgena. Unos gritos estallaron cerca de la fuente. Un tipo a rayas rojas y amarillas empujó a otro con la piel y la ropa a lunares… cada uno los colores de una casa feudal. Brillantes espadines silbaron bruscamente, resonando como campanas, mientras una multitud se reunía para animar y apostar en argot falso-shakespeariano.

«Ah —pensé, comprendiendo—. Uno de ellos debe de ser Romeo. Me pregunto si todos los miembros del club representan el papel por turnos, o si es una cuestión de grado. Tal vez rifan el honor a diario, para financiar este lugar.»

Desempleados y aburridos de los cautelosos juegos del extrarradio, aquellos aficionados tenían que levantarse temprano para enviar aquí sus ídems al filo del amanecer, y luego pasar inquietos el resto del día en casa, esperando ansiosamente otra descarga de drama, vivo o muerto. Nadalegalmente experimentable en carnerreal podría equipararse a la vívida y alterna vida que llevaban aquí.

¡Y yo que creía que frene era rara!

«Tranquilo, Albert —me reprendió una parte de mí—. Tú tienes un trabajo y montones más. El Inundo real tiene significado para ti. Otros no tienen tanta suerte.»

«¿Ah, sí? —respondió otra voz interior—. Cierra el pico, capullo. Yo no soy Albert.»

Varios bravucones a lunares se apartaron del duelo para observarnos a Pal y a mí, mientras pasábamos bajo un cercano porche con columnata. Se nos quedaron mirando con mala cara, las manos en los pomos de las espadas.

Deben de ser Capuletos», me dije, y esbocé una rápida e inofensiva reverencia para apresurarme luego, la mirada gacha.

Gracias, Pal. Menudo atajo.

Vaya moda. Pronto descubrí que todo aquel sector del idemburgo había sido entregado a las simulaciones, extensiones enteras de edificios abandonados que recobraban la vida como modelos de imitación. La manzana siguiente tenía por temática el salvaje Oeste, con pistoleros teñidos de todos los tonos del desierto Pintado. Otra calle continúa un escenario de metal y cristal estilo ciencia ficción que no tuve tiempo de estudiar con más detalle mientras pasábamos de largo. El punto común era el peligro, por supuesto. Oh, cierto, la realidad virtual digital ofrece una gama aún mayor de sitios raros, vívidamente mostrados en la intimidad de tu propio chador. Pero ni siquiera los apliques sensores pueden hacer que la RV parezca real. No como esto. No es extraño que el ciberreino sea cosa de los ciberchalados.

La siguiente zona era la más grande de todas, y la más aterradora.

Abarcaba seis manzanas enteras, con gigantescas holopantallas a cada extremo, y producía la ilusión de un interminable paisaje urbano. Un cruel paisaje urbano de casas desvencijadas y gélida familiaridad. Un mundo que mis padres solían describirme. La Transición de la Perdición. Esa época de miedo y guerra y racionamiento casi había terminado cuando yo nací, cuando el idemboom empezó a liberar su cornucopia, junto con el salario púrpura. Pero las cicatrices mentales de la Perdición todavía afligen a la generación de mis padres, incluso ahora.

«¿Por qué?», me pregunté, mientras contemplaba la inmensa imitación. ¿Por qué iba nadie a tomarse tantas molestias e incurrir en tamos gastos tratando de recrear un infierno del que escapamos a duras penas? Incluso el aire parecía neblinoso, cubierto de algo acre que picaba en los ojos. «Smog», creo que se llamaba. Para que hablen de verosimilitud.

—Casi hemos llegado —me urgió Paloide—. Ese edificio de ladrillo a la izquierda. Luego sube las escaleras.

Seguí sus indicaciones, y subí de dos en dos los escalones frontales de un arrasado edificio de apartamentos. El realista vestíbulo tenía goteras que recogían en un cubo y un papel pintado anticuado despegado de la pared. Estoy seguro de que habría olido a orines si hubiera estado equipado con todos los sentidos.

No vi a nadie mientras subía tres tramos de escaleras. Pero oí ruidos tras las puertas cerradas; sonidos furiosos, ansiosos, apasionados o violentos, incluso el llanto de los niños. «La mayoría probablemente han sido generados por ordenador, para darle realismo —pensé—. Para hacer que el lugar parezca repleto de clientes.» Con todo, ¿por qué querría nadie experimentar esa clase de vida, ni siquiera por capricho?

Mi compañero indicó un sucio pasillo.

—Alquilé uno de estos apartamentos hace unos meses, para que me sirviera de piso franco para reuniones especiales. Es mejor que mantengamos nuestra reunión aquí, en vez de en mi casa. Además, está más cerca.