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– ¿Por qué, Hattie? -Tomé un sorbo de café y moví la cabeza con disgusto-. ¿Por qué no puedo preparar un café decente? Cada mañana es lo mismo. ¿Qué hago mal?

Hattie tomó su café e hizo una pausa.

– -Demasiada agua.

– -¿Qué? El lunes me dijiste que ponía demasiado café.

Se rió con ganas.

– -Puedes ponerte delante de un jurado, puedes salir en las noticias de la tele. Hasta puedes argumentar en el Tribunal Supremo de Estados Unidos. Tengo la pluma para probarlo. -Se refería a la pluma blanca que los magistrados del Supremo daban corno premio de consolación, en mi caso, a los letrados que argumentaban delante de ellos-. Pero no puedes preparar un café que no sea una porquería.

Ambas nos reímos, luego nos callamos de golpe.

– Hattie, no me mires de ese modo. Sé lo que piensas.

– Ya era hora, nena. No puedo hacer que tome su Prozac; la mitad de las veces piensa que la estoy envenenando. Me arma tales escándalos que un día despertará a toda la ciudad. Se pone ansiosa, hecha un manojo de nervios. Ayer caminó toda la mañana de un lado a otro. Está siempre intratable debido a ese maldito Prozac.

Yo también lo había notado.

– -Sigamos con la medicina un poco más.

Con un golpe, puso la taza de plástico sobre la mesa.

– -Basta de dejarlo para mañana. Hasta el médico que debías poner manos a la obra y de eso ya hace dos o tres meses. Empeora día a día.

Pensé en el médico de mi madre, un joven afable una prematura barba gris que, de forma muy razonable intelectual, me había explicado la terapia de electroshock en su consultorio. Podía darse el lujo de mantener la calma; no era su madre la que iba a estar conectada a aquel enchufe.

– Ni siquiera saben cómo funciona -dije-. El propio médico lo ha admitido.

– ¿Y qué tiene que ver cómo funciona? ¿A quién le importa? El hecho es que funciona. -Adelantó el cuerpo poniendo sus grandes pechos sobre la mesa-. El doctor ya te lo ha dicho muchas veces en las últimas semanas. Eso es todo. Dijo que mejoraría en poco tiempo. Ya ha firmado la solicitud. Le hará bien.

– -¿El electroshock? ¿Cómo puede eso hacerle bien? ¿Una descarga de cien voltios en el cerebro?

– No es así.

– Sí que lo es, seguro. La electricidad produce un ataque cerebral, un gran ataque. A veces empiezan y ya no pueden parar. A veces el paciente muere.

Sus amplias facciones dibujaron una mueca de escepticismo.

– Leí el prospecto. ¿Uno de cada cuántos muere?

– ¿A quién le importa cada cuántos? ¿Y si le toca a ella? -Ni siquiera a mí me sonaron convincentes mis palabras, pero no se trataba de apuestas y números ni de teorías científicas. Se trataba de mi madre-. Además, perderá la memoria.

– Nena, ¿y qué crees que recuerda ahora? Vive en un mundo de pesadilla. Está aterrada siempre. No puede seguir así. Se morirá de hambre..

Sentí un nudo en el estómago.

– No, démosle un día más, luego la llevamos al hospital y que le pongan el tubo para alimentarla. La última vez funcionó.

– ¿Y cuántas veces crees que tu madre puede aguantar eso? ¿Entrar y salir del hospital? ¡Tiene casi setenta años!

– -Hattie, estoy defendiendo a un chico que cree que no se le debe hacer eso a un animal. A un mono. A un armiño. -Lo que fuera-. No tienen derecho.

– -No es una cuestión de derechos, Bennie. Ahora tiene sus derechos y se está muriendo. Muriendo --repitió en voz baja, y pude oír el acento de su Georgia ancestral, algo que sólo aparecía cuando estaba cansada o enfadada.

Sentí que lo estaba por partida doble y volví a mirarla a la cara. Los círculos oscuros, la mirada desvaída. Le habían engordado las mejillas, había ganado peso. Su problema de presión arterial había reaparecido y su comparecencia me había sido anunciada por el bote marrón de Lopressor sobre su mesa. El cuidado de mi madre le estaba pasando factura y eso me destrozaba. Tenía dos opciones: Hattie o mi madre.

Me puse de pie; no podía aguantar más. Bear, echada a su lado, levantó la cabeza de entre sus patas; sus redondos ojos marrones me interrogaban. Se quedaba todo el tiempo con Hattie, que se pasaba los días viendo las telenovelas, haciendo sopa casera y cambiándole los pañales a mi madre. Los domingos, Hattie cogía el autocar a Atlantic City, donde se colocaba delante de las máquinas tragaperras de los casinos y apretaba los botones, atenta a las líneas en movimiento. Y dejaba que los chirridos y crujidos metálicos le borraran todo pensamiento. La entendía perfectamente.

Caminé hasta el dormitorio de mi madre con Bear pi sándome los talones. Abrí la puerta y me detuve un momento para percibir el familiar olor a té de rosas. Era perfume favorito de mi madre y perfumábamos el cuarto para satisfacerla y para enmascarar los olores menos a dables. No nos dejaba abrir las ventanas y había que deja las cortinas cerradas.

Miré a mi madre en la penumbra. Estaba acostad; sobre su vieja manta de felpilla; finalmente se había dormido de madrugada. Era una figura pequeñita sobre la cama. Casi una figurilla en una habitación llena de figurillas. Angeles de cerámica, un preciado Lladró, unas mudas esculturas de Hummel. Las había coleccionado cuando todavía salía a pasear, una época que ya casi ni recuerdo.

El cabello negro se le había encanecido, pero aún lo tenía rabiosamente rizado. Su nariz huesuda y ganchuda era beligerante incluso mientras dormía, lo mismo que su mentón puntiagudo. Lo único que me unía a ella era el apellido porque no me parecía en nada a ella, había salido a mi padre. Lo suponía, ya que no lo conocí. Nunca vi su fotografía. A mi madre no le caía bien y se negó a casarse con él. Al menos eso es lo que me contaron de niña, aunque yo había llegado a sospechar algo diferente.

Desde que tuve memoria, ella había estado amargada y resentida. Luego el resentimiento se transformó en furia y la furia penetró en su interior y la devoró. Así es como yo la veía en mi infancia, aunque los demás decían que era una «enfermedad de los nervios», luego, una «crisis nerviosa». Más tarde la ciencia entró en escena y los médicos decidieron que mi madre sufría un «desequilibrio electrolítico», como si le bastara con beber Gatorade. La hicimos tomar la medicación; primero, Pamelor, luego Elavil, pero no reaccionó. Se hacía mayor y más difícil de controlar. Nos quedamos sin remedios justo cuando se nos acabó la paciencia y el dinero.

Aunque un tío nos mandaba dinero para la comida, con el tiempo y a medida que yo crecía, los parientes que nos habían ayudado empezaron a desaparecer por diversos motivos que desembocaban en una única razón. Algunos fallecieron y en un momento determinado me pregunté si esa sería la única salida. Pero antes de que pudiera tomar conciencia de la situación, ya la estaba afrontando; tenía dos trabajos después de la escuela y pedí ayuda social para ella. A los diecisiete años ya consultaba a los médicos, hasta que desistí de hacerlo porque no tenían nada que ofrecerle. Y yo misma le cambiaba los pañales.

Luego encontré a Hattie y pude respirar por primera vez. Fui a la universidad con una beca, en Pennsylvania, luego a la facultad de derecho con media beca. Me gradué y ahorré lo suficiente como para mantener con vida a la personita de la cama. Una vieja dama italiana, pero dura; como una gallina vieja, exhausta, pero aún dando guerra. Yo pensaba que luchaba contra la muerte. Hasta que me di cuenta de que lo hacía contra la vida.

– ¡Bennie, Bennie, ven, corre! -Era Hattie de pie ante el televisor de la cocina. Bear se puso en estado de alerta y levantó las orejas ante el tono de su voz.

– ¿Qué pasa? -dije, y cerré la puerta del dormitorio.

– Mira, ven. ¿No es esa tu empresa?

Corrí a la tele y quedé estupefacta ante la imagen de la pantalla. Estaban sacando una gran bolsa negra sobre una camilla de acero y la metían en una furgoneta de la policía. La imagen pasó a la fachada de ladrillos de la casa, luego a un primer plano de la placa que decía ROSATO amp; BISCARDI Subí el volumen, pero por alguna razón no quise oír las noticias. No podía soportarlas.