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– Sí -dijo Grady, y Azzic se detuvo.

– -¿Bromea?

– -No, de donde vengo todo el mundo fuma. Usted fue lo bastante amable como para preguntar y yo preferiría que no lo hiciera.

Azzic esbozó una sonrisa y se guardó el paquete en un bolsillo, pero con el cigarrillo sin encender entre los dedos.

– Señorita Rosato, le hemos pedido que viniera aquí porque acaso usted disponga de información que nos ayudaría a comprender lo sucedido al señor Biscardi.

– No hará ninguna declaración, teniente -dijo Grady.

Azzic lo miró fríamente.

– Sería de gran ayuda si nos pudiera explicar lo que pasó anoche entre ella y el señor Biscardi.

– Me doy cuenta, pero ella no va a hacerlo de esa manera. No hará ninguna declaración. Por favor, limítese a hacerle preguntas.

Azzic se me acercó lo suficiente como para que pudiera percibir el olor a nicotina que despedía su americana.

– Señorita Rosato, muchos testigos se hacen un gran favor contando su historia sin abogados de por medio.

Casi lanzo una carcajada.

– Soy abogada, teniente, y ya estoy de por medio.

Los dedos de Grady me apretaron tan fuerte que los sentí a través de las hombreras.

– Ella está representada, teniente. Por favor, hágale la primera pregunta.

– Muy bien. Lo haremos a su manera, al menos al principio. -Azzic cruzó las piernas y asomó la pistolera que llevaba en el tobillo. Se la tapó con el pantalón, pero eso no eliminó el efecto intimidatorio.

– -Señorita Rosato, ciertamente usted conoce el derecho penal y los procedimientos policiales, pero es mi deber decirle cuáles son sus derechos. Tendrá que sufrir en silencio.

– -Adelante.

Recitó mis derechos. Me parecía una rutina cuando se los leían a mis clientes, pero tomaron un significado muy especial ahora que estaba sentada sobre una silla atornillada al suelo y a medio metro de una pistola sujeta a un tobillo. Me esforcé por relajarme y me inventé el juego de descubrir el acento de Azzic. Era rudo, de clase obrera, con unas vocales oriundas del norte de Filadelfia. Tal vez del parque Juniata o acaso de Olney.

– Volvamos al principio -dijo Azzic-. ¿Por qué se peleó anoche con el señor Biscardi?

– No fue una pelea -corrigió Grady-. Fue una discusión.

Azzic lo aceptó casi elegantemente.

– ¿Sobre qué discutió anoche con el señor Biscardi?

Me aclaré la garganta.

– Mark quería disolver la sociedad.

– Pero usted no.

– Bennie… -empezó a decir Grady, pero no le hice caso.

– Me sorprendió, pero yo no tenía otra opción. La sociedad se podía romper por decisión de cualquiera de las partes.

– No le gustó nada, ¿verdad? Usted y él habían fundado la empresa y vivieron juntos muchos años antes de que él empezara la relación con la señorita Eberlein.

Grady me retorció el hombro.

– -Teniente, le recomiendo a mi cliente que no conteste a esa pregunta, si es que se trata de una pregunta. Por favor, prosiga.

Azzic suspiró.

– -Le gritó usted al señor Biscardi durante esa discusión, ¿verdad? Usted estaba enfadada.

Grady volvió a presionarme el hombro.

– Teniente, usted pregunta y se contesta. Hubo una discusión sobre la disolución de la sociedad, pero ambas partes decidieron continuar. Próxima pregunta o lamentaré decirle que tendremos que irnos.

Azzic jugueteó con el cigarrillo entre los dedos.

– Señorita Rosato, ¿sabía usted que heredaría veinte millones de dólares como resultado del testamento del señor Biscardi?

– -¿Qué? --exclamé, perpleja. ¿Veinte millones de dólares?

– -Teniente --dijo impasible Grady--, ella ya le ha dicho que no sabía que el señor Biscardi hubiera hecho testamento.

La cabeza me daba vueltas. La cantidad era tan exorbitante que me aterrorizó la situación en que me encontraba. Era casi imposible no creer que yo hubiera matado a Mark por semejante cantidad de dinero.

– Yo sabía que la familia de Mark tenía dinero, pero no eran nada ostentosos. Tenían un chalet de dos plantas, una furgoneta. Jamás se me ocurrió que…

– Bennie, por favor -dijo Grady presionando con sus dedos.

La mirada de Azzic era impenetrable.

– ¿De modo que usted dice que no tenía ni idea de que el señor Biscardi hubiera heredado gran parte de ese dinero de sus padres?

Debí quedarme boquiabierta, porque Grady dijo:

– Eso es lo que ella está diciendo, teniente.

– -¿Asistió al funeral de los padres en compañía del señor Biscardi?

– -Pues sí. --El funeral había sido tenso y con muy pocos asistentes, ya que era una familia muy reducida. Mark casi no había reaccionado, ni siquiera en el cementerio. Sus padres murieron juntos en un accidente de automóvil, pero Mark se había criado en internados católicos, lejos de ellos-. No era una familia muy unida.

– ¿Le mencionó algo de la herencia?

– No. -Miré el cristal de la pared y me di cuenta de que me encontraba con los nervios a flor de piel. Nerviosa. ¿Quién estaba al otro lado del espejo? ¿Meehan?-. Nada.

– ¿Y usted no preguntó?

– No, nunca salió el tema. -Parecía extraño en retrospectiva. Pero era asunto de Mark y yo siempre había respetado su intimidad familiar. Dios sabe cuánto la necesitaba yo misma.

– Hay una cosa que no entiendo, señorita Rosato. Me dicen que el señor Biscardi le dijo en el transcurso de su discusión que quería hacer más dinero. ¿Por qué quería hacer más dinero cuando ya tenía tanto? ¿Me podría ayudar a aclarar este punto?

– Teniente -interrumpió Grady-, usted le está pidiendo que especule sobre el estado mental del señor Biscardii

– -Era su amante, ¿no es verdad? Quizá hablaron de ello.

– Bennie, te aconsejo que no contestes.

– ¿Qué dice, Rosato? -Los ojos de Azzic volvieron a clavarse en mí.

– Me niego a contestar debido a que esta pregunta puede incriminarme -dije sintiendo amargas las palabras, como pasa con cualquier mentira. Mark siempre había competido con su padre, un hombre de negocios hecho a sí mismo, y quería alcanzar tanto éxito como él. No sabía que su padre fuera millonario; vivían con mucha sencillez.

El teniente Azzic siguió jugueteando con su Merit; golpeteaba la mesa con una punta y luego con a otra.

– -Entonces, ¿usted no sabía nada del testamento, aunque fue preparado por un íntimo amigo suyo?

– Ya ha contestado a esa pregunta -dijo Grady.

– ¿Quién lo redactó? -pregunté.

– ¡Bennie! -exclamó Grady, pero no pude evitarlo. Estaba acostumbrada a actuar de abogada, no de cliente.

– -¿Quién fue, teniente?

– -Sam Freminet --dijo Azzic.

¿Sam? Me quedé de una pieza. Sam jamás lo había mencionado.

– -Usted es amiga del señor Freminet, ¿verdad, señorita Rosato? ¿íntima amiga?

Grady se interpuso entre los dos.

– Aconsejo a mi cliente que no conteste. -Se puso las manos en las caderas poniendo a un lado su chaqueta como si estuviera amenazando, tal como lo hacen al sur de la línea Mason-Dixon. Y no a los policías, sino a mí.

– Me niego a contestar porque puede incriminarme -dije obedientemente. Pero aún le daba vueltas. ¿Sam? Era un especialista en bancarrotas, no en derecho civil.

Azzic meneó la cabeza.

– ¿No es Sam Freminet un letrado de Grun amp; Chase, bufete en el que tanto usted como el señor Biscardi habían trabajado?

– Me niego a contestar a esa pregunta porque puede incriminarme.

– ¿Cuándo fue la última vez que habló con el señor Freminet?

Lo había llamado justo antes de este interrogatorio, pero no había dado con él. Hasta eso me haría quedar mal ahora.

– -Me niego a contestar…

– -Señorita Rosato --dijo Azzic levantando la voz--, ¿no estaba usted celosa de Eve Eberlein?

Repetí mi negativa.

– Me niego a contestar porque la respuesta puede hacerme pasar por una imbécil de primera categoría.