Выбрать главу

– -Ya están lavados. Lo ha hecho Hattie. -Fui hasta la cama y la cogí de la mano, que estaba débil y cálida. Le aparté un mechón de la frente húmeda.

– Lava los platos. Están en la cocina.

– Hattie ya los ha lavado. Están guardados. Están limpios. ¿Cómo te encuentras?

– Está oscuro. -Trató de sentarse, luego se dejó caer sobre las almohadas-. Es tarde. Debes irte a casa. Vete a casa. Vete a casa.

– Estoy en casa. Hattie me dijo que hoy has tomado un poco de sopa. Eso está muy bien.

– Está oscuro. Está oscuro. Lava los platos. Lava los platos. Dame un kleenex.

– ¿Cómo estás? -Me senté en la cama, que crujió sonoramente. Otra cosa que no me dejaba cambiar- Necesitas un kleenex, olvídate de los kleenex. ¿Qué has comido hoy? ¿Un poco de sopa?

1-Lo necesito. Lo necesito. Está oscuro. -Levantó la voz hasta transformarse casi en un chillido de ansiedad-. Lo necesito. Lo necesito. Lo necesito.

– Muy bien, cálmate. -Saqué un pañuelo de papel de la caja que había en la mesilla de noche y ella lo agarró y lo arrugó y lo apretó como si fuera un corazón palpitante. Dentro de poco, lo haría trizas y luego se metería los restos en los bolsillos de la bata. Lo que quedara lo escondería bajo la manta y la almohada-. ¿Ya estás mejor? ¿Contenta con tu kleenex? -No podía evitar la irritación en la voz. Gastaba cada día un paquete de kleenex, aunque Hattie los compraba de tamaño familiar. Los necesitábamos del tamaño familia enloquecida.

– Léeme algo. Léeme. Léeme. Está oscuro.

– De acuerdo. -Arrastré una silla hasta el borde de la cama, me quité los zapatos en la oscuridad y puse los pies sobre el travesaño de la mesilla.

– -Lee, lee, lee.

– -Calma. Todo está bien, mamá. Cálmate y lo haré. --No es que fuera a encender la luz ni que me molestara en coger un libro, no tenía sentido. Cada noche le contaba todo lo que me había pasado ese día. No tengo ni idea de por qué lo hacía ni me engañaba a mí misma pensando que me comprendía. Simplemente se lo contaba como si se tratase de una novela, y entonces se calmaba y al rato empezaba a dormitar. Lo había hecho cada noche desde que se volvió loca, que para mí era ya una fecha perdida en las brumas del pasado. Había destrozado suficientes kleenex como para reforestar el noreste del Pacífico.

– Lee, lee, léeme algo. -Empezó a destrozar el kleenex-. Ahora, ahora, ahora.

– Pues hoy se enteró de que su amado había sido asesinado --dije, y conté toda la historia. Ella parloteaba sin escuchar nada de lo que le decía. Y, sinceramente, yo tampoco escuchaba lo que ella decía.

Estaba pensando en Hattie.

Más tarde, de pie junto a Bear en medio de mi sala, escuchaba la voz preocupada de Sam en el contestador automático. Había llamado cinco veces para ver cómo estaba; sus mensajes se mezclaban con los de los periodistas, pero aún no podía contestarle. Debía analizar los destrozos causados por el huracán Azzic.

El apartamento estaba más desordenado de lo que a mí me gustaba. Los libros habían sido sacados de las estanterías y tirados sobre la alfombra. El contenido de un cajón se encontraba sobre la mesita de café frente al televisor y habían robado algunos discos compactos. Los almohadones del sofá descansaban en el suelo junto al mando a distancia. Al menos los policías se habían dado suficiente maña para encontrarlo. Debía estar en el sofá. Siempre está allí.

Pasé sobre el basurero de la cocina con Bear a mis taIones. Cacerolas y sartenes se amontonaban por los rincones. Una caja abierta de cereales estaba volcada y los cajones de la cocina abiertos. El polvillo de detección de las huellas cubría los armarios y la mesa como carbonilla. ¿Qué buscaban? Mark nunca había vivido aquí; siempre había tenido su propia casa. ¿Por qué hacían esto? Por que podían.

Lo peor era el dormitorio. Me quedé en la puerta mirando. Me habían hecho trizas la ropa de cama y el colchón dejaba al descubierto una vieja mancha menstrual del tamaño de un hígado de ternera. Santo cielo Imaginé a los policías haciendo bromas.

Me abalancé sobre la cómoda. El cajón de mi ropa interior estaba revuelto, invadido por manos desconocidas. Faltaban mis fotos de Mark, así como sus viejas cartas de amor y las tarjetas del día de San Valentín. Lo mismo le había sucedido a mi diafragma. Fantástico. Prueba A. También habían revisado los otros cajones. Los jerséis se mezclaban con las camisetas. Las bragas con las medias, la mitad por el suelo. Habían desechado mi equipo de remo.

Crucé sobre los despojos hasta el armario, donde sucedía lo mismo. Los vestidos estaban desordenados, hasta los de seda terminaron por el suelo. Los zapatos formaban un montón. Era una pesadilla, hasta para alguien desordenado como yo.

Respiré hondo, me quité los zapatos y entré en el baño. Un tarro hidratante Lancome estaba abierto, la crema había sido presionada por un dedo gigantesco y el tubo de dentífrico estaba despanzurrado. La puerta del armario de primeros auxilios estaba abierta; habían revisado todos los frascos de aspirinas y las cajas de píldoras.

Me senté sobre la tapa del inodoro y saqué los papeles de mi chaqueta; una orden de registro, una lista de lo confiscado y un acta notarial. Había visto actas notariales como esta en los viejos tiempos. Ahora estaban encabezadas con mi nombre.

Bear se sentó en las frías baldosas y levantó sus ojos interrogantes, de modo que leí en voz alta:

– «Cartas y correspondencia, ordenador personal y disquetes, material de oficina, archivos de facturas caseras y cosas por el estilo, prendas de vestir». -Supuse que esto último se refería a la ropa que me había puesto el día de la muerte de Mark. Para buscar muestras de fibras. También toda la ropa sucia, ya que a la policía le encantaba como prueba y también por su poder de intimidación. Mostrar tu ropa sucia, literalmente.

La lista continuaba:

– «Zapatos y zapatillas, abrigos de invierno y de entretiempo y ciertos artículos de joyería como se especifica a continuación…». -Y seguía el inventario de todas mis joyas, la mayoría de las cuales pertenecían a mi madre. Hasta habían requisado su anillo de compromiso, un diamante regalado por un hombre que no se había quedado para la boda.

– Malditos sean -mascullé, y arrojé el documento al suelo del lavabo, donde aterrizó al lado de una gran mancha negruzca.

Más polvillo para huellas. Seguí la mancha hasta la bañera, donde los policías habían buscado más huellas y posiblemente muestras de mi cabello y de mi vello público. Qué maravilla. En ese momento, la policía sabía más que yo de mi sistema reproductor. Apoyé el mentón en una mano. El pensador en medio del caos.

Bear se me acercó, dio media vuelta y posó su pesada cabeza sobre mis pies. Luego echó la cabeza hacia atrás y me sonrió casi boca abajo. Qué perra. Un día se daría cuenta de que es más fácil mirar a alguien frente a frente. Le rasqué el mechón de piel de detrás de las orejas y se echó mimosa en el suelo, con la cabeza entre las patas y estirando el cuerpo como una alfombra de ducha. Solo sus ojos seguían fijos en mí preguntando: «¿Vas a poner orden de una vez o vas a sentir lástima de ti misma?».

– De acuerdo, voy a poner un poco de orden.

Satisfecha, Bear cerró los ojos.

Me levanté, encontré el aparato de música, elegí los mayores éxitos de Bruce Springsteen y puse manos a la obra. En unos segundos, ya chillaba a coro con Bruce, concentrada en la tarea hasta que una canción me hizo dejar de cantar y de trabajar. Una canción que me hizo verla realidad de lo que estaba pasando.

Murder, Incorporated, sindicato del crimen.

Mark estaba muerto. Alguien lo había matado. En mi interior había angustia, pero allí fuera estaba su asesino. Alguien que seguía respirando cuando Mark ya no lo hacía. Era injusto. Obsceno. Supe lo que tenía que hacer. Tenía que reponer fuerzas y seguir adelante.

Estás lidiando con Murder, Incorporated.