– Tiene un promedio mediocre. Jamás podría entrar en una facultad de derecho.
– Significa que le pisaré los talones vaya donde vaya hasta el día que la ponga entre rejas.
– ¿Ah, sí? Entonces pésqueme si puede, teniente. -Me di media vuelta y salí corriendo.
El motor rugió cuando Azzic puso la primera, pe yo crucé la calle y corrí en dirección contraria. En dos manzanas de sentido único por las calles Pine y Sprucer lo había perdido de vista y corría con entera libertad.
Uno, dos, tres, respira. Uno, dos, tres, respira.
Franklin Field es un estadio de fútbol y una pista de atletismo en el límite este del campus de la Universidad de Pennsylvania, rodeado por gradas y un alto muro de ladrillos. Desde mis tiempos universitarios, subía corriendo sus escalinatas para incrementar mi capacidad pulmonar y mi fortaleza para remar. El tablero electrónico estaba a oscuras en esta época del año y la pista vacía, pero las escalinatas estaban disponibles para cualquiera lo suficientemente loco como para correr subiendo y bajando escalones.
Uno, dos, tres, respira. Saltaba de grada en grada, de silla en silla. Hacia arriba con una rampa del cincuenta por ciento. Lo llamábamos «saltar los peldaños», pero saltar los peldaños habría sido más fácil que correr por los bancos, que estaban más separados. Empecé a sudar copiosamente. Manten altas las rodillas. Uno, dos, tres, respira.
En lo alto había bancos que se habían puesto grises y viejos. Aquí y allá habían instalado un tablón de madera contrachapada y había pesados pernos, ennegrecidos por la mugre y el paso del tiempo, incrustados incongruentemente en la madera. Mientras corría sobre las sillas, jugaba a evitar los pernos, y dejaba libres mis pensamientos. Era el único modo de recordar. Y necesitaba hacerlo.
Un, dos, tres, respira. Cae sobre las plantas de los pies. Subía y mis pasos relampagueaban cuando alcancé las alturas vertiginosas del estadio. Salí del sol y entré bajo la aireada tribuna superior, bajo las columnas que sostenían el techo del estadio. Allí soplaba el viento y estaba fresco y en penumbra. Arriba, arriba, arriba. Me resbalaba el sudor por la frente. Y el corazón me palpitaba como un pistón. Había corrido así con Renee aquel día. Traté de reconstruir mentalmente la escena.
El sol picaba de verdad. Renee llevaba unos pantalones cortos de la marina y una camiseta demasiado gruesa. Sudaba y resoplaba; alrededor de su cuello se balanceaba una cadena de plata a medida que corría.
Llegué a la última fila y me detuve un momento, jadeante, luego me di la vuelta y bajé corriendo. Un, dos, tres, abajo. Bajar era más duro de lo que parecía, ya que había que mantener el equilibrio a cincuenta metros del suelo y con la cabeza mareada por el ejercicio. La suela de goma de mis zapatillas se aferraba a la madera de los bancos cuando bajaba saltándolos de uno en uno.
Un, dos, tres, respira. Los últimos quince bancos eran de un plástico azul y rojo muy cursi y me dirigí hacia ellos a toda velocidad. Cuando llegué abajo me detuve un momento para recuperar el resuello y luego reemprender la subida. Era una Sísifo jurídica.
Uno, dos. Me costaba respirar. Trataba de mantener el ritmo. Trataba de recordar. Renee, con unos quince kilos de sobrepeso, era incapaz de seguirme. Se detenía y descansaba resoplando bajo el techo del estadio. Allí hacía fresco, casi frío. Parecía un lugar más íntimo, casi secreto. Se detuvo para recuperar el aliento y le hice compañía. Empezamos a hablar.
Pasé los bancos de colores y llegué a los de madera. Tenían números pintados en blanco, 2, 4, 6, 8. Aquí y allí, se veían manchas y ahora todos los bancos se convertían en manchas.
La conversación con Renee pasó de trapos a hombres. «Tenía un novio -dijo-, pero me dejó.»
Continué el ascenso, pasé la blanca mancha de números mientras el sol me picaba en la espalda y los hombros. Uno, dos, tres, respira, muchacha. Había un total treinta y un bancos. O treinta. Traté de contarlos, por cada vez la cuenta me salía distinta. La conversación ce Renee volvía a mí en fragmentos inconexos, como señal de radio que se vuelve estática.
«Me suena», le dije. Nuestras miradas se cruzaron, las dos supimos que estábamos hablando de Mark.
«Me dijo que me fuera, así, como suena, en medio de una nevada. Íbamos a comprar la casa a medias.» Estábamos sentadas a la sombra, bajo los techos, con las espadas contra el muro frío y áspero de ladrillo. «Realmente no me sentí muy herida, sino indignada. Demonios, estaba furiosa.»
«Yo también», dije pensando en Mark.
Recuerda. Piensa. Llegué al final de la escalera y me quedé a la sombra con el pecho agitado y el corazón palpitante. A mí alrededor, el viento se movía. Me dolían los músculos y la sangre corría por mis venas. Me sentí bien, fuerte. Traté de recordar. Tenía que hacerlo. Estiré los brazos apuntando con los dedos hacia el cielo azul en un intento por recordar; los brazos estirados para alcanzar la cima del mundo.
«Solía desear que se muriese, como en un accidente de coche -me dijo con una risita nerviosa-. Cada día leía las esquelas y rezaba por que estuviera allí.»
«¿De verdad?»
«Y cada vez que veía que alguien más joven que él se moría, pensaba: "Qué mala suerte. Otra oportunidad perdida".» Y chasqueó los dedos.
«Le tendrías que haber matado --dije yo--. Eso es lo que yo haría. ¿Por qué dejarlo al azar?» Ambas nos reímos porque ambas sabíamos que estaba bromeando.
Pero ahora no sonaría de ese modo. Especialmente a Azzic.
O al jurado.
17
La casa de Marshall estaba en un barrio residencial del oeste de Filadelfia, no lejos del Franklin Field, con un ornamentado porche pintado en tres colores diferentes. Llamé a la puerta pintada de gris. Aún estaba con la camiseta sudada y los pantalones de deporte. Finalmente se abrió la puerta. Unas campanitas atadas al pestillo repiquetearon sonoramente.
– ¿Qué quiere? -preguntó la mujer que me atendió. Era una arpía de exuberante cabellera con una falda larga que, evidentemente, compartía las ideas políticas de Marshall, pero no su dulzura y simpatía.
– Usted debe de ser una compañera de Marshall. Yo soy…
– La vi hoy en las noticias. Es la jefa de Marshall.
– -Sí. Hoy no ha venido a trabajar.
– Lo sé.
– -Me gustaría hablar con ella.
– -No está aquí.
– -¿Dónde está?
Su única respuesta fue encoger los flacos huesos sus hombros a través de la camiseta teñida.
– ¿Qué quiere decir? ¿Que no lo sabe o que no me dice?
– Mire, ¿qué quiere?
– -Quiero que le haga llegar a Marshall un mensaje mi parte. Es importante. Dígale que yo no lo hice. Y dígale que espero que ella tampoco.
Me cerró la puerta en las narices y las campanillas tintinearon alocadamente.
Volví corriendo hasta la oficina pasando por el puente de la calle Tercera y entré en la ciudad cuando todo el mundo salía de ella. El tráfico se encaminaba hacia la autopista Schuylkill. El sol ya estaba bajo y ardía, naranja, en mi hombro izquierdo. No había nada que pudiera hacer con Renee y, al parecer, lo mismo me ocurría con Marshall. Era de suponer que esta no corría peligro, dada la reacción de su amiga. ¿Tuvo algo que ver con la muerte de Mark? Era la única del despacho que podía navegar por las profundidades del sistema informático. Tal vez había descubierto los archivos ocultos de Mark. ¿O había acaso otros secretos cibernéticos? ¿Secretos que yo desconocía?
Cogí la calle Lombard corriendo en dirección contraria y giré en la Veintidós, pasando por la pizzería griega, un videoclub y las mansiones más lujosas del barrio. Aminoré la marcha al acercarme al despacho porque allí había una verdadera conmoción.