– ¿Miau? -El gato saltó desde mis brazos con el rabo doblado como un signo de interrogación.
– No me lo preguntes a mí, gato.
El gato se dirigió a una habitación contigua que supuse que era el dormitorio. Lo seguí presa de nervios y tanteé la pared para encontrar la luz.
La encendí. La visión fue horrenda. Allí, sobre la cama, con pantalones y una camiseta, yacía Bill.
Muerto.
21
Bill tenía los ojos abiertos y su rostro parecía congelado; la piel tenía el típico color gris blanquecino de los cadáveres. Había sangre reseca que le había salido de la nariz y permanecía sobre sus pecas infantiles manchando de marrón la camisa y empapando una vieja alfombra al pie de la cama. Yo no podía creer lo que veía, incluso mientras inspeccionaba su cuerpo con la mirada.
Un globo rojo retorcido estaba anudado en el antebrazo como un torniquete. Parecía escandalosamente fuera de lugar, tan alegre y brillante, al lado de una aguja letal aún clavada en el brazo. El globo todavía estaba tenso, de modo que el brazo era la única parte del cuerpo de Bill que seguía conteniendo sangre. Lo tenía enrojecido y grotescamente hinchado, como del tamaño de una gran porra con los dedos amorfos y abultados. A su lado, sobre la cama, había una bolsa de plástico.
Me apoyé en la puerta del dormitorio. Me escocían los ojos, pero no podía apartar la mirada. Bill, ¿con drogas? ¿Una sobredosis? ¿Era posible?
El gato maulló. Saltó sobre la cama y se rascó inútilmente contra la pierna demasiado pálida de Bill.
Yo no había tenido la sensación de que Bill estuviera! metido en las drogas. ¿Era su primera dosis o se trataba de un error? ¿Acaso lo sucedido con Eileen y el presidente de Furstmann le había empujado a la adicción?
Recordé a la señora Zoeller. Bill era su único hijo. Si yo hubiera llegado antes… Si no me hubiera perdido.
¿Por qué había muerto?
Me obligué a reflexionar. Volví a la imagen de Bill en la comisaría, sus brazos delgados y fofos y la camisa de obrero. ¿Acaso no tenía los brazos en perfecto estado cuando yo lo vi? Yo había tenido un cliente drogadicto que me había mostrado los brazos en una ocasión. Estaban tan llenos de heridas y hematomas que parecía recién llegado de la guerra.
El gato volvió a maullar andando de una punta a la otra de la cama.
Traté de controlar mis emociones y me agaché sobre el cuerpo de Bill; me llegó un olor de sangre y heces. Tenía los brazos rígidos y los inspeccioné. No había rastros de inyecciones en ninguno de los dos. No tenía sentido. ¿Era la primera vez que Bill se inyectaba heroína? ¿Era eso posible? ¿Y Eileen? ¿Tenía ella algo que ver con esto? ¿Qué sabía Bill?
Miauu.
Miré la habitación.
Había una mesita de noche sin nada encima y una cómoda barata con algunos papeles junto a un peine Ace. No había nada que revelara lo que había sucedido. Más allá de la cómoda estaba el lavabo, adonde me dirigí para echar un vistazo. Sobre un fregadero diminuto y roñoso había un tubo de pasta dentífrica y otro de Clearsil. No había ningún botiquín de medicinas, nada más que el aseo y un viejo espejo con el marco destartalado.
Miré desde allí el dormitorio y al pobre Bill sobre la cama. Sentía los palpitos de mi corazón y el pecho congestionado. Por lo que se podía ver, él se había sentado en la punta de la cama, inyectado la primera dosis de heroína y caído hacia atrás fulminado por la sobredosis.
– -¡Miau! ¡Miau!
– -Oh, cállate --le grité al animal, y al momento me arrepentí. Después de todo, era el gato de Bill. Lo alcé de la cama. Lo sentí flaco y huesudo, pero lo abracé. Me dio más ánimos de lo esperado. Me resultó evidente que lo necesitaba. Eché una ojeada a Bill y realicé un último e inútil examen ocular de la habitación, luego recogí la funda del disco y me fui.
Volví a cruzar el bosque a trancas y barrancas con las garras del gato clavadas en la ropa. La lluvia nos empapó hasta que al final logré ver el coche que brillaba en la oscuridad. Me encaminé hacia él confusa y aún atónita, tratando de pensar en Bill. Tenía que llamar a la señora Zoeller. Al diablo con mis temores telefónicos; su hijo había muerto. Temí su reacción. Llegué al coche, dejé al gato y marqué el número de los Zoeller.
– ¡Asesina! -gritó en cuanto le di la noticia.
– ¿Qué? -contesté, perpleja.
– ¡Asesina! -repitió con un grito angustiado.
– -No…
– -¡Ha sido usted! ¡Bill! ¡Oh, Bill!
– No, espere. Yo no lo maté, nadie lo mató. Se metió una sobredosis. ¡He visto la aguja!
– ¿Sobredosis? ¡Bill jamás probó las drogas en toda su vida! Jamás! ¡Usted lo mató y pretende hacer creer que lo hizo él mismo con drogas!
– -¡No! Debe de haber…
– ¡Nunca! ¿Con una jeringuilla? ¡Jamás! -Se puso a llorar--. Bill se desmayaba cuando veía sangre. ¡Siempre!! Nadie podía… pincharle sin que se mareara. Ni siquiera la enfermera del colegio.
Se me hizo un nudo en el estómago en el coche oscuro y frío. Me estaba confirmando algo que no me había permitido ni considerar. Mark asesinado… ¿y ahora Bill? ¿Dónde encajaba el directivo? Me sentí enferma.
– -Su padrastro siempre le decía que era una marioneta por esa misma razón, pero no lo era. ¡Usted lo mató! Dijo que iría a ayudarlo, pero fue para matarlo.
– Señora Zoeller, ¿por qué haría yo una cosa semejante? ¡Es absurdo!
– Bill sabía que usted había asesinado al presidente de la compañía. Se lo iba a decir a la policía… ¡y usted lo mató! ¿Gus? ¡Gus, llama a la policía! ¡Llama al 911!
Colgué el teléfono; me temblaba la mano. Encendí el motor y salí a toda prisa del lugar.
Tenía que alejarme. Lo más rápidamente posible. Aceleré, avanzando por un camino del bosque que esperaba me sacara de allí. Las luces largas describían un arco sobre los troncos mojados de los árboles cuando tomaba una curva. Al cabo de un rato, el lodo y las piedras dejaron paso al asfalto, donde el coche salió disparado. Lejos del bosque. Nadie me seguía; apreté a fondo el acelerador.
Las horas siguientes se convirtieron en una mezcla oscura de lluvia y miedo mientras me deslizaba sobre el asfalto resbaladizo. Vigilaba el retrovisor para ver si aparecía un coche patrulla mientras trataba de concentrarme en lo que había visto y oído. Bill se desmayaba a la vista de la sangre y no había señales de inyecciones en sus brazos. Había sido un asesinato manipulado para que pareciera una muerte por sobredosis. ¿Quién lo había cometido? ¿Estaba relacionado con el de Mark? Presentí que así era, pero no sabía exactamente cómo. Ahora, más que nunca debía descubrir lo que estaba sucediendo.
Encendí la radio para oír las noticias. ¿Anunciarían este último crimen? Ya tenían bastante con que acusarme. ABOGADA DE FILADELFIA ASESINA A TRES… Aceleré pese a las señales amarillas que recomendaban cautela. Sabía dónde iba; lo había decidido en el momento en que puse en marcha el coche. Todo el tiempo pasado en el campo me había sentido fuera de lugar. El campo, los bosques, el interior. Yo allí me perdía. No encajaba con mi traje y los zapatos hechos a medida. Estaba fuera de mi elemento, como pez fuera del agua.
Necesitaba regresar a Filadelfia. Era el sitio más peligroso para mí, pero también era el único lugar en el que sabía desenvolverme. Había vivido allí toda la vida. Conocía los barrios, las costumbres, los modos de hablar. Allí podía desaparecer, sabía cómo hacerlo. ¿Qué sitio es más anónimo que una ciudad? ¿Qué persona puede pasar más inadvertida que una abogada vestida con un traje a medida?
Iba a un lugar acorde con mi ropa. Conduje en medio de la noche, la tormenta y el miedo. Era una Midnight Cowboy con un objetivo.
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