La mujer se puso tras el policía con las largas uñas rodeando al animalito como una zarpa de acero.
– -¡Lo dejó todo el día en el coche! No se ocupó para nada de él. ¡De no haber llamado a la policía, estaría muerto!
De modo que esa era la razón de la presencia del policía.
– No es así. Estaba bien. Aquí no hace calor y dejé la ventanilla un poco abierta.
– ¡No se tiene a un bebé como este todo el día encerrado en un coche!
– ¡No es un bebé, es un gato!
– ¡Es un gatito!
– ¿Y qué? Se puede dejar todo el día a un perro en el garaje. No hay problema. No le pasa nada. Y además de esto es asunto suyo.
– -Sí que lo es.
– -¿Qué es usted? ¿La gata de la policía? --Me estaba enfadando. Maldita bruja-. Ahora, déme mi gato.
– -¡No! --Se puso detrás del agente y aferró fuertemente al gato--. ¡Ahora es mío! ¡Me lo quedo!
– -¡No lo hará! --Me lancé a por el gato, pero el policía se interpuso entre las dos.
– -Señoras, por favor --medió-. Señorita Frost, ¿dejó usted el gato en el coche?
– -Sí, pero…
– No fue una buena idea. Hubo otra mujer que se quejó por ello, además de la señora Harrogate. El guardia de seguridad la buscaba por el mismo motivo.
Fantástico, UN GATO ENCUENTRA A LA ASESINA, EL FELINO ENCUENTRA A LA FUGITIVA.
– Lo siento. No pensé que me quedaría tanto tiempo en el despacho. Fui a buscar unos papeles y me retuvieron en el teléfono. Ya sabe.
– -¡Es mentira! --chilló la vieja--. La pobre criatura estuvo gimoteando toda la tarde. Vine a ver a mi abogado a las tres. El pobrecito lloraba cuando entré y aún lo hacía cuando salí. ¡Usted no tiene derecho a tener este gato!
– Pero ¿qué dice usted?
– -No tiene derecho. ¡Y es estúpido llamar a todos los gatos con el mismo nombre!
– ¡Basta ya! -interrumpió el policía levantando los dos brazos-. ¡Es suficiente!
Las dos guardamos silencio, ella un poco menos atemorizada que yo, ya que tenía menos que perder. La pena de muerte y todo eso.
– Tratemos de encontrar una solución -dijo el agente-. Señorita Frost, hay leyes escritas sobre la crueldad con los animales. Ordenanzas. Usted dejó el gato encerrado toda la tarde. Si usted permitiera que la señora Harrogate se quedara con el animal, nos podríamos ir todos a casa en paz.
Sentí una mezcla de resentimiento y alivio. Casi estaba fuera de la trampa. El policía estaba a punto de irse. Volvería a estar a salvo.
– -Estará mejor conmigo --cloqueó la vieja--. Yo lo cuidaría bien.
El policía se puso las manos sobre las caderas.
– Vamos, señorita Frost, no puedo pasarme la noche aquí. ¿Por qué no le entrega el gato a la señora Harrogate? Dice que lo cuidará bien. Y usted, como abogada, tiene que trabajar muchas horas. ¿Qué me dice?
– Déjeme pensarlo -respondí, pero sabía que era algo sensato. Era una fugitiva y no podía tener un gato. ¿Qué fugitivo tiene un gato? Miré al gato en los brazos de la vieja. De cualquier modo, no me pertenecía.
– ¿Y qué, señorita Frost? -El policía miró su reloj y yo tomé la única decisión que podía tomar.
– Devuélvame mi gato -dije.
Escondí a Jammie 17 bajo mi abrigo y lo metí en el ascensor. Cuando las puertas se abrieron en la planta baja, saludé con la mano a los dos guardias que estaban en el mostrador.
– -Hola, Dexter --dije--. ¿Cómo va todo, Jimmy?
– -Bien --dijo Dexter sonriendo mientras Jimmy me saludaba vagamente con una mano cuando entré en el otro ascensor. Ya estaba dentro antes de que pensasen de dónde me conocían.
Salí al piso de los perdedores y dejé libre jammie 17 en la sala D, donde le hice un lavabo con una caja y le puse un poco de Coca-Cola de dieta en una cajita de clips. A continuación cerré la puerta, coloqué el cartel de CONFIDENCIAL y me alejé. Aún tenía que hacer algunos trabajitos.
Cogí el ascensor hasta la Costa Dorada y esperé en la alfombrada zona de recepción mientras las puertas se cerraban. Parecía tan solitario como había imaginado, pero presté atención para asegurarme de que no se oía el menor ruido. No se oía nada por el pasillo. Ni un teléfono, ni un fax, ni siquiera un murmullo. Todos los triunfadores estaban en restaurantes, en conciertos o en partidos de béisbol; en cualquier sitio que diera notoriedad y que pudiera cargarse en la cuenta de la empresa. No solo se harían pagar el pato a la naranja, sino también el tiempo que les llevó digerirlo. Apura esa segunda copa. Costará unos trescientos cincuenta dólares más.
Giré a la izquierda y avancé por el corredor tras coger unos papeles con membrete del escritorio de una secretaria, pues lo mejor era parecer de la casa si me descubrían. Pasé junto a los tapices de patchwork y las acuarelas con paisajes mientras echaba un vistazo a cada despacho para asegurarme de que no había nadie. Los despachos eran inmensos porque los egos de la Costa Dorada exigían muchos metros cuadrados; cada uno estaba decorado según el fetiche favorito del inquilino. En mi recorrido, contemplé señuelos para cazar patos y media docena de trofeos deportivos, luego una flotilla de veleros, hasta que llegué a los cómics de Sam.
La puerta estaba abierta y el despacho, vacío. Eché una ojeada detrás de mí, entré y cerré la puerta. Necesitaba las facturas y minutas de Sam. Si no las podía conseguir con el ordenador, las conseguiría de este modo. Se trataba de una búsqueda y captura completamente insensata, pero yo tenía que descubrir quién había asesinado a Mark.
Puse mis papeles sobre el escritorio y me dirigí al armario de nogal que estaba detrás. Sobre el mueble había versiones afelpadas de Daffy Duck, Porky Pig y Elmer Fudd. La madera pulida reflejaba sus expresiones estáticas.
– No me miréis, muchachos. Estoy de caza.
Abrí el cajón superior. Dentro había archivos en orden alfabético: Asbec Commercial Realty, Atlantic Partnmers, Inc., Aural Devices. La mayoría eran bancarrotas y solo había dos asuntos de herencias. Busqué en Biscardi y en Mark, pero no había nada. ¿Se había llevado Sam a casa el expediente de Mark? ¿Era allí donde Sam guardaba sus minutas?
Cerré el cajón y abrí el siguiente. Más de lo mismo. Bancarrotas, pocas sucesiones. Un asunto fiscal. Ninguna información sobre pagos ni tampoco nada de Biscardi.
Mierda. Me erguí tratando de pensar. Fuera de las ventanas, largas cintas de farolas con vapor de mercurio se extendían por la calle Market hasta la estación de trenes y el río Schuylkill. Pero en ese momento no se me ocurrió pensar en los remos. Tenía que registrar el escritorio de mi mejor amigo.
Me di media vuelta y examiné los papeles al lado de Dafry Duck sobre el cristal del escritorio. Había correspondencia y notas con mensajes, bolígrafos Daffy y lápices con forma de zanahoria, pero de facturas, nada. Diablos. Empecé a mirar en derredor.
Había otro armario contra la pared junto al sofá de cuero negro. También era de nogal, aunque una versión más pequeña. Delante, había una versión gigantesca de otro personaje de cómic. Crucé la habitación, puse a un lado el juguete y revisé el cajón de arriba. Archivos de correspondencia.
Lo cerré y abrí el segundo. Más archivos de correspondencia.
Lo intenté con el tercero. Archivos de vieja correspondencia. Esto no conducía a ninguna parte. Cerré el cajón, me senté con las piernas cruzadas sobre la costosa alfombra y pensé un poco. Las facturas personales y las minutas son los documentos más personales de cualquier abogado de Grun. Tal vez Sam no guardaba copias, sino que las hacía desaparecer. O acaso las tuviera en casa. Traté de recordar dónde tenía Sam los archivos en su apartamento, pero hacía casi un año que no iba por ahí porque nuestros últimos encuentros habían tenido lugar en restaurantes.
Detuve la mirada en el gigantesco juguete de felpa y lo volví a poner delante del armario. Sus inmensos ojos me escrutaban bajo el sombrero Stetson demasiado grande para él. Le arreglé el bigote carmesí que se había deslizado hacia un lado. De sus ropajes colgaban varios revólveres. A mí nunca me había gustado Yosemite Sam.