¿Qué estaba diciendo?
¡Por supuesto! ¡Yosemite Sam! Me había olvidado de él. Corrí al ordenador sobre el escritorio de Sam, lo encendí, pedí el menú y tecleé.
He aquí la información de cuentas que ha solicitado, me replicó el ordenador.
– -¡Eureka! --murmuré contemplando la primera página, luego la siguiente y la siguiente. Listados y más listados de cuentas enviadas y pagos recibidos, mucho dinero que fluía hasta Grun por intermedio de Sam. Le sacaba hasta el último dólar a esos casos de bancarrotas a un ritmo de cincuenta mil por mes. Yosemite Sam se estaba portando muy bien. De hecho, era uno de los socios más productivos de la firma. Y entonces, ¿por qué recibía dinero de Mark y en efectivo?
Aún no tenía la respuesta. Salí del archivo del ordenador y me apoyé en el respaldo. Fue entonces cuando vi algo sobre el escritorio de Sam. Puse a un lado los papeles y miré el bol Steuben. Estaba lleno de clips, chinchetas con la imagen de Bugs Bunny y gomas elásticas. Pero había algo más. Algo que no había visto antes. Metí una mano en el bol y pesqué algo de color muy vivo. Se movió entre mis dedos como un gusano rojo.
Un globo rojo. Del mismo tipo y color que yo había visto en el brazo de Bill en la cabaña. Se me secó la boca.
¿Qué significaba?
Volví a mirar el bol. Vi un plástico verde y también saqué otro globo. Luego uno amarillo y otro rojo y uno azul brillante que desparramé sobre el escritorio como confetis letales. Me quedé perpleja en la quietud de despacho de mi mejor amigo. Trataba de imaginarme cómo podía estar relacionado Sam con la muerte de Mark. No parecía posible, pero yo tenía el eslabón en mis manos.
Me metí el globo rojo en el bolsillo, volví a poner en su sitio los otros, y me encaminé a la Costa Dorada.
25
Tras mi descubrimiento, me di una ducha nocturna en el lavabo de la compañía. Estaba obsesionada con el globo rojo, pero no lograba establecer la conexión entre Bill y Sam, si es que existía. Estaba agotada. La ducha caliente aún me puso más nerviosa.
¿Cuánto había dormido en los últimos días? Ni siquiera intenté averiguarlo mientras me secaba y me vestía; luego me eché en el único camastro de la llamada zona de descanso. Puse la alarma de mi reloj a las cinco de la mañana, pero, pese a la fatiga, apenas dormitaba cuando sonó. Veía globos rojos en una pesadilla de fiestas de cumpleaños.
Fui a la cocina de la empresa para prepararme un café cargado y comer una galleta. Me obsesionaba la conexión entre Sam y la muerte de Mark, aunque ahora tenía un problema más urgente. No tenía con qué vestirme. Había usado el vestido amarillo dos días seguidos y empezaba a parecer un acordeón y a oler mal. Para el lunes, hasta los perdedores empezarían a extrañarse.
De modo que a las nueve de la mañana, con el café y una galleta a medio comer delante de mí, volví a la sala D y llamé por teléfono a una tienda cercana haciéndome pasar por la atareada abogada Linda Frost. Pedí que me enviaran por mensajero ropa y zapatos a Grun amp; Chase y hasta di mi aprobación al tendero para que me eligiera lo que llamó «vestidos happening».
Después de colgar, escribí una nota a la Administración solicitando que se extendiera un cheque a nombre de la tienda y que el importe se cargara a la cuenta de gastos del caso RMC contra Consolidated Computers como «regalos relacionados con el caso». La ropa serial pagada tan pronto llegara y yo tendría un problema menos. Luego recogí a Jammie 17 y salí.
Estaba a salvo en el piso 32, ya que ningún perdedor trabajaba los sábados, pero una vez que dejara ese pise empezaría la temporada de caza. Metí a Jammie 17 en cartera, pasé deprisa la puerta de seguridad que se cerraba los fines de semana y apreté el botón del ascensor Entré nada más abrirse, sintiéndome nerviosa y expuesta a cualquier peligro, incluso una vez dentro.
Me podían reconocer los guardias de seguridad de planta baja o quizá alguien nuevo en el turno del fin semana. En la calle, cualquiera me podía reconocer pe las fotos de los periódicos. ¿Y los policías? ¿Merodearía por los alrededores o en el aparcamiento?
Corría un riesgo, pero tenía que hacerlo. Busqué la cartera las gafas de sol y me las puse.
Ahora debía bajar.
Hundí la cabeza en el asiento delantero del bananamóvil esperando al otro lado de la calle del hospital. Las gárgolas me hacían muecas desde su fachada de piedra, pero supuse que no me reconocían debido a las gafas de sol Mi madre debía llegar dentro de una hora, pero yo quería asegurarme de que no la seguían.
– ¿De acuerdo, Jammie 17?
El gatito solo ronroneó como respuesta y se durmió rápidamente sobre mi regazo. Era un milagro considerando que se había bebido media lata de Coca-Cola, pobrecito podría haber estado volando con la cafeína o se le podrían haber caído los dientecitos de estalagmita. Yo estaba triste. Ahora resultaba que era una mala madre. Lo acaricié y esperé a mi propia progenitora.
Llegaron a la hora prevista en un taxi amarillo. Hattie salió primero; era un foco brillante de cabellos naranjas, luego los pantalones turquesa y una blusa blanca de cuello alto. Tendió una mano a mi madre, que apareció lentamente a la luz del día.
Mi madre elevó la vista al cielo apenas estuvo fuera, la boca abierta, llena de dudas y confusión. Parecía tan frágil como un espectro con un vestido de estar por casa y zapatillas. Hattie la cogió en sus fuertes brazos y prácticamente la subió a pulso por los escalones de mármol hasta la entrada del hospital, donde desaparecieron de la vista.
Me quedé en estado de shock. Hattie tenía razón. Mi madre se había estado muriendo delante de mis propios ojos, pero yo no me había dado cuenta. Hice un esfuerzo para no seguirlas y me obligué a vigilar por si había policías en las inmediaciones. Esperé y esperé. No apareció ningún coche patrulla ni ningún Crown Vic sin matrícula.
Aun así, seguí esperando instalada en los recuerdos. Era una cena en el día de Acción de Gracias en casa de mi tío, cuando aún manteníamos el contacto con mis parientes. Todos estábamos sentados alrededor del pavo relleno y de la lasaña humeante, todos excepto mi madre. Ella andaba por la sala en círculos golpeándose la cadera con un kleenex, toda una demente en plena protesta. Se está haciendo tarde, se está haciendo tarde, repite una y otra vez, pero todos la dejan de lado. Todos ellos alrededor de la mesa, pasándose contentos la botella de chianti y la ensalada de brécol; era una alegre fiesta italiana con platos humeantes.
Para todos, salvo para la que baila con el kleenex.
Y la gente alrededor de la mesa charla y se pasa la comida como si no sucediera nada. Ella alza la voz, se está haciendo tarde, se está haciendo tarde, se está haciendo tarde, pero ellos hablan entonces más alto gritando por encima del escándalo que ella está armando. Mientras, yo no puedo con la riquísima comida, de modo que dejo los cubiertos a un lado y voy hasta ella, le pongo el abrigo y su bufanda de lana y llamo un taxi. Aún no tengo edad para conducir, pero tengo la suficiente como para saber que esta gente, los que simulan que todo está bien, están aún más locos que ella. Han optado por algo a lo que mi madre no puede optar y eligen la demencia.
Dejo atrás los recuerdos, salgo del bananamóvil y cruzo la calle hasta el hospital. Ahora estoy en medio de la gente, en pleno centro urbano. Por primera vez en muchos días no me preocupo por mí. Ahora tengo por quién preocuparme.
Sentí alivio de un modo extraño. Llegué a los escalones de la entrada, le saqué la lengua a las gárgolas y entré.
Hattie estaba sentada en una sala de espera en la que no había nadie más. Me senté dos sillas detrás de ella.
– ¿A usted le gustan los gatos, señora? -le pregunté simulando una voz más ronca.