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– -Sí.

– ¿Quiere uno? -Abrí la cartera y le mostré a Jammie 17.

– Bennie, ¿de dónde has sacado ese gato? -me preguntó con los ojos muy abiertos.

Me reí, más sorprendida que ella.

– ¿Cómo supiste que era yo?

– -Te reconocería por más pelucas o gafas que te pusieras. Ahora quita de en medio ese maldito gato. ¿Qué estás haciendo con un gato en un hospital?

– -¿Y qué quieres? ¿Que lo deje en el coche? -Me quité las gafas y las puse en la cartera al lado de Jammie 17.

– ¿Dónde demonios has estado? --Se me acercó y me dio un abrazo con olor a talco y a cabello quemado--. Sabía que vendrías. Estás tan loca… -Me dejó sacudiendo la cabeza.

– No te preocupes. Estoy bien. ¿Dónde está mamá? ¿Ya ha entrado? -Estiré el pescuezo para ver por el pasillo.

– Sí. Se la llevó una doctora. No el médico de siempre, otra.

– ¿Por qué no el de siempre?

– Hay una doctora que se encarga de los tratamientos durante los fines de semana. No quise esperar hasta el lunes cuando esta mujer podía hacerlo hoy. -Hattie miró su reloj, un Timex fino y dorado incrustado en su gruesa muñeca-. Tienen que hacerle una revisión para ver cómo está. Tardarán un rato antes de someterla al tratamiento. La doctora saldrá a decírnoslo.

– -¿Estaba asustada?

– -¿Tú qué crees? Tiene miedo de todo.

Tragué saliva.

– -¿Se opuso a que la trajeras?

– -No, se portó bien cuando le dije que tenía que venir. Que tú habías dado tu aprobación. Se me rompió el corazón. -¿Preguntó dónde estaba?

– Le dije que estabas en el despacho. ¿Y dónde has estado?

– Si te lo dijera, tendría que matarte -dije, pero ella no se rió.

– Ese detective, el grandote, ha estado buscándote. Me hizo un montón de preguntas. Cuándo entrabas, cuándo salías.

– ¿Y qué le dijiste?

– ¿Tú qué crees? Nada, no le dije nada. Lo eché de casa.

– Bien hecho. ¿Le dijiste algo de mamá?

– Dije que estaba enferma, con gripe. No quise que supiera nada de ella. Pero te está buscando, puedes estar segura.

– -Primero tiene que atraparme y ahora tengo a este gato como protección. Mejor que se ande con cuidado Soy muy mala.

– -Pues me preocupas. Estoy realmente preocupada.

– No te preocupes.

Frunció el entrecejo.

– -Es asunto mío si decido preocuparme. Asunto mío Bennie, esos policías no se andan con chiquitas.

– -Lo sé. No están para bromas.

– -¿Qué vas a hacer? No puedes seguir ocultándote toda la vida.

Le conté la versión más breve de mi historia y me escuchó con la serenidad que la caracterizaba, lo que me permitió pensar con mayor claridad. Algo me decía que el vínculo era Yosemite Sam. De repente se abrió una puerta al fondo del pasillo y apareció una mujer vestida de blanco que avanzaba hacia nosotras.

– Es el médico. Esa es la doctora -dijo Hattie, y ambas nos pusimos de pie. Me puse la cartera con Jammie 17 a mis espaldas.

– ¿Cómo está? -le pregunté a la doctora. DRA. TERESA HOGAN, decía la cinta cosida con hilo rojo al uniforme; su rostro era anguloso y severo. Supongo que uno se endurece cuando tiene que electrocutar a la gente para ganarse la vida.

– -¿Quién es usted? --preguntó la doctora Hogan.

Ay, ay.

– -¿Quién? ¿Yo?

– -Es mi hija --dijo Hattie, y yo la miré, atónita. Era buena mentira, de no ser por la diferencia de raza.

La doctora parpadeó.

– No estoy segura de comprender.

Me aclaré la garganta.

– Mi padre era blanco, doctora. Pero no es asunto suyo.

– -Perdóneme --dijo sin parecer afectada. Se dirigió a Hattie--. Estamos listas para empezar. Las notas del historial de la señora Rosato indican que usted solicitó estar presente durante el procedimiento.

– -¡No! --exclamó Hattie-. Yo, no. Ni hablar.

Era yo quien lo había solicitado, cuando la posibilidad de este tratamiento era aún teórica. Ahora que era una realidad, no estaba segura de poder aguantarlo.

La doctora Hogan asintió con la cabeza.

– Bien, porque jamás lo habría consentido con uno de mis pacientes. No es necesario, y no hay manera de prever cómo podría reaccionar.

Tomé una decisión. Si podía dar el visto bueno a la intervención, bien podía estar presente.

– Fui yo quien hizo esa solicitud, doctora. Quisiera estar presente.

– ¿Usted? -Arqueó las cejas-. Ni siquiera es pariente próxima.

– -Soy íntima de la señora Rosato. Soy su abogada.

– -Dudo que necesite un abogado en el hospital.

– -Vamos, todo el mundo necesita un abogado en el hospital.

Se cruzó de brazos.

– No la encuentro nada graciosa.

– No bromeaba. Estaré allí.

La doctora Hogan se dio media vuelta con la bata al viento y entregué la cartera con Jammie 17 a Hattie como en un glorioso pase de rugby. A mitad del pasillo alcancé a la bata blanca y la seguí a través de una puerta, cuyo cartel de SALA DE RECUPERACIÓN casi me da en las narices.

Entré en una gran sala con hileras de camas con pacientes aparentemente descansando después de una operación. La mayoría eran ancianos en distintos grados de sedación. Tenían enfermedades curables. Tumores que se podían extirpar, heridas que suturar. No sabían la suerte que tenían.

– Entre, por favor -dijo la doctora Hogan mientras abría una gran puerta que dejaba atrás la sala de recuperación.

La seguí y me detuve de súbito en el umbral. Ahí en medio estaba mi madre, echada inmóvil en una camilla y vestida con la bata azul del hospital. Tenía la cara cubierta por una máscara de oxígeno, una sonda clavada en el brazo y una goma para la presión arterial alrededor de la pierna, justo encima del tobillo. Estaba conectada con electrodos a una máquina azul que escupía un fino papel lleno de gráficos, supuestamente para controlar sus constantes vitales.

– -¿Va a pasar? --me preguntó la doctora Hogan.

– -Sí, lo siento. --Entré y cerré la puerta.

– Puede volver a la sala de espera si es demasiado duro para usted. Le aseguro que podemos continuar sin su presencia.

– No, gracias. -Sentí un nudo en el estómago y se me aflojaron las rodillas cuando eché una mirada en derredor de la habitación. Parecía gélida y estaba pintada de un azul chillón. El aire olía a medicinas, sobre la pared había estantes metálicos llenos de botellas y medicamentos. Los otros dos médicos estaban cerca de la cabeza de mi madre, médicos cuyos uniformes blancos los identificaban como anestesistas.

– Caballeros -les dijo la doctora Hogan-, esta es abogada de la señora Rosato, y cree conveniente estar presente durante la intervención.

– Hola -dijo uno de los médicos, y yo le contesté con un movimiento de cabeza mientras él sacaba la máscara de ooxígeno del rostro de mi madre. Dejó una marca rojiza que acotaba sus facciones como una máscara mortuoria.

La doctora Hogan se agachó e inyectó algo en la cánula de la sonda.

– Empecemos, caballeros.

– -¿Qué le ha inyectado? --pregunté.

– Atropina,

– ¿Qué es eso?

– Seca sus secreciones y mantiene abiertas las vías pulmonares. También previene que el corazón se desacelere, el llamado desmayo vagal.

Traté de no marearme y observé cómo la doctora comprobaba los datos en el monitor. Luego preparó otra jeringa y la inyectó en la sonda.

– -¿Y eso?

La doctora Hogan se irguió con la frente fruncida.

– Metohexital. Un anestésico de acción rápida. Es el procedimiento habitual en todos los hospitales en que he trabajado.

– ¿Y es necesario?

– Obviamente estará más cómoda. Ahora, con su permiso, ¿puedo proseguir?

No presioné más. Solo los médicos consideran que una pregunta es un desafio a su autoridad y es obvio que una mujer puede ser tan arrogante como un hombre. De cualquier manera, no importaba; solo importaba una cosa. Me acerqué a la camilla y le cogí una mano, una mano fría, con las venas azuladas y nudosas.