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Aceleré y me lancé por la rampa. ¿Adonde iba Sam? Jamás había pisado esta zona, pese a que mi profesión me había llevado a algunos de los distritos más siniestros de la ciudad. Apreté el acelerador hasta el final de la rampa y miré a la derecha y luego a la izquierda. Demonios, lo había perdido.

Me quité las gafas y giré a la izquierda echando un vistazo en medio de la creciente oscuridad. Estaba anocheciendo, pero aún había luz suficiente para darse cuenta de que este era uno de los peores barrios posibles. Aceleré y fui dejando atrás una sucesión de casas de ladrillo abandonadas, un dramático contraste con las mansiones coloniales de la calle Pine. Estas casas adosadas no formarían parte de ningún registro histórico. Ya eran historia.

La mayoría de estos edificios tenían la fachada recubierta de planchas metálicas o tablones de madera. Algunas de sus ventanas superiores aparecían vacías y oscuras como las cavidades oculares en un cráneo. Los porches que aún sobrevivían se mostraban peligrosamente deteriorados; cada tres manzanas había solares repletos de basura, botellas y escombros. Algunas niñas jugaban en uno r de estos solares, saltando a la cuerda en la acera, una proeza tan admirable como la de cualquier atleta olímpico.

Pero estas chicas jamás llegarían a una olimpiada. Podrían considerarse afortunadas si seguían con vida.

Giré en una esquina buscando a Sam y me pregunté cuándo mi ciudad natal se había convertido en una zona» de guerra. Tenía la misma sensación que en la comisaría, en la División de Homicidios. Solo que ahora sabía del qué lado estaba. No tenía su mismo aspecto, pero me sentía tan marginada como solo puede estarlo una ex rubia despechada. Me preguntaba de qué lado estaría Sam cuando cambió la luz del semáforo.

Avancé y un coche patrulla apareció en el retrovisor. Oh, no. Mantén la calma. Se unió al tráfico que había detrás de mí. Solo nos separaba otro coche, un Trans-Am rojo con los cristales opacos. No podía quitar k ojos del espejo. Me aferré fuertemente al volante. Me apoyé en el respaldo del asiento y Jammie 17 alzó su rostro hacia mí.

– Es el calor -le dije, y volvió a amodorrarse, al parecer menos angustiado que yo. No llevaba ningún documento, no tenía licencia de conducir y nada a nombre de Linda Frost, salvo el carnet de identidad de Grun.

El Trans-Am giró bruscamente a la izquierda en una calle lateral, dejándome sin colchón protector entre los policías y yo. El coche patrulla se me acercó acortando distancias. Sentí que me subía la adrenalina por el miedo. Lo tenía pegado a mi parachoques cuando llegamos al siguiente semáforo, que cambió a rojo. No me decidí a acelerar. Frené con desgana y lamenté haberme teñido el pelo. A los policías les encantan las rubias, en especial a los policías jóvenes como los que tenía detrás de mí, sentados uno al lado del otro como hermanos gemelos.

La luz se puso verde y apreté el acelerador tratando del no dejarme llevar por el pánico. Sabía que actuaba de manera nerviosa. Estaba nerviosa. Los policías seguían detrás de mí cuando la calle se ensanchó con dos carriles. Pude ver que el policía acompañante hablaba por radio. ¿Llamaba para verificar mi matrícula? Oh, Dios santo. El semáforo de la esquina cambió la luz de amarilla a roja cuando llegué allí. ¡Maldita sea! Permanecí en el carril izquierdo, de modo que si se colocaban a mi lado estuvieran lo más lejos posible de mi cara.

Fue exactamente lo que sucedió. Llegué hasta la luz. Ellos se pusieron a mi izquierda. Mantuve la mirada al frente, pero podía sentir que me observaban. Me escrutaban y se hacían preguntas. ¿Qué hacía aquí una pelirroja bien vestida en un bananamóvil recién comprado?

Tenía que hacer algo. Pasar inadvertida. Hasta ahora, había funcionado.

– -Agente --llamé en voz alta dirigiéndome al policía más próximo-. ¡Gracias a Dios que los encuentro! ¿Me podrían ayudar? Creo que me he perdido.

– Creo que sí -dijo sonriente; su compañero se rió y apagó la radio-. ¿A dónde quiere ir?

– A la 1-95 en dirección sur. He llevado a mi gato al veterinario, pero debo haber tomado la salida equivocada al volver. -Cogí a Jammie 17 del pescuezo y el animal maulló-. ¿Verdad que es precioso?

El agente asintió con entusiasmo.

– Diríjase hasta el próximo semáforo y gire a la izquierda. Siga por allí hasta salir a la 95.

– Gracias.

La luz se puso verde. Los policías me adelantaron. Yo respiré hondo, puse a Jammie 17 en mi regazo y seguí al coche sin chistar. Mi escolta policial y yo llegamos al cruce juntos y ellos siguieron recto. Yo giré a la izquierda como me habían señalado y conduje por una calle oscura que estaba cada vez más desierta a medida que avanzaba.

Empezaba a respirar más tranquila cuando lo vi. Allí, a la derecha. Aparcado tras una fila de coches más sencillos estaba el brillante Porsche rojo. La matrícula decía LOONEY 1.

Pegué un frenazo. En el Porsche no había nadie. Miré detrás de mí. El coche patrulla había desaparecido.

Aparqué en un lugar vacío en el lado izquierdo de la calle, cerré las puertas y ventanas y acaricié a Jammie 17 mientras vigilaba el Porsche. Ronroneó plácidamente, ajeno por completo a mis maniobras.

Observaba el Porsche desde mi asiento delantero sin saber en qué casa habría entrado Sam. Estaba demasiado oscuro para ver más allá del coche y la mayoría de las farolas estaban rotas. Me arrellané en el asiento. Los policías habían sido un peligro demasiado próximo. Me sobrevino una oleada de agotamiento. Sentí la bilis que aún tenía en los dientes. Exhausta, eché la cabeza sobre el respaldo.

A esta hora no había niños jugando ni cuerdas para saltar. Todo estaba tranquilo y silencioso. Una bomba de agua perdía líquido, que goteaba hasta un desagüe roñoso que había debajo del Porsche. Me pregunté si no tendría que haber aceptado la pistola que Grady me había ofrecido, pero estaba demasiado cansada como para que me importara. ¿Dónde estaba Sam? Miré la hora. Eran las veintiuna y quince. Cerré los ojos y esperé con una mano sobre Jammie. Hacía días que no dormía. No sabía cuánto más podría aguantar.

La siguiente vez que miré la hora ya eran las once y media. Me había dormido. Me toqué el cuerpo, el pecho. Estaba a salvo. Jammie 17 andaba por el asiento rascándose contra la caja. La calle estaba a oscuras, pero Porsche había desaparecido.

– ¡Maldita sea! -exclamé aferrando el volante. Encendí el motor, puse las luces y arranqué. Fui hasta donde había estado estacionado el coche de Sam y entonces lo vi, sobre la acera.

Caído y hecho un ovillo había un hombre sobre el pavimento. Aunque no podía verlo claramente, supe de quién se trataba.

– -¡Sam! --lo llamé, atemorizada. Giré el volante hacia la acera, frené de golpe y salí del coche. No podría soportar que también le hubiera sucedido algo a Sam.

– -¡Sam! ¡Sam! --Me arrodillé a su lado y le toqué la frente. Estaba sudorosa, ensangrentada y con salpicaduras del pavimento. Me lancé sobre su pecho auscultándolo.

– -Permítame que me presente --dijo una voz ronca.

– -¿Sam? --Me erguí como movida por un resorte.

Movió sus párpados y me sonrió de una forma demencial.

– -Me llamo Wile E. Coyote, un genio --dijo, y volvió a cerrar los ojos.

– No puedo creer que se hayan llevado el coche -murmuró Sam mientras le ponía hielo sobre un ojo.

– Tienes problemas mucho más graves que la pérdida del coche.

– No, no es así. ¿Cómo puedo vivir sin el Porsche?

– Muchos hemos podido. Tú también.

– No, yo no puedo. Pueden llevarse mi dinero, me pueden chupar la sangre, pero no me pueden dejar sin mi Porsche. --Sam suspiró mientras se agachaba sobre el borde del inodoro en su pequeñísimo cuarto de baño. La ropa sucia sobresalía del cesto de mimbre y junto al lavabo había un montón de toallas con la imagen del Demonio Tasmanio. Los azulejos blancos estaban grises y manchados y en la cortina de la ducha se veían tiznes negros. El cuidadoso corte de pelo de Sam estaba endurecido por la sangre y su jersey rojo, rasgado y sucio. Era difícil saber quién estaba peor, Sam o su cuarto de baño.