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– -¡A ver si mira por dónde va! --gritó un portero--. ¿Está bien, señorita? -Se me acercó. Era un hombre mayor con una gorra marrón y una chaqueta con hombreras.

– -Estoy bien.

– -¿Está segura? -Sus ojos acuosos mostraban preocupación-. Pensé que se la llevaba por delante.

– -Estoy bien, no se preocupe.

– -No está permitido correr así, ¿sabe? Esto es propiedad privada, no pública, ya me entiende.

– Sí, gracias, pero he de irme.

– Si están corriendo, ¿para qué necesitan un atajo? Se supone que quieren hacer ejercicio, ¿verdad? -siguió diciendo incluso cuando yo ya me alejaba-. ¿Por qué lo hacen?

Pero yo ya estaba en marcha vigilando la calle tras mis gafas de sol. No había coches de policía con o sin matrícula a la vista y la plaza estaba llena de viandantes que disfrutaban del buen tiempo. Había deportistas que corrían, amantes abrazados leyendo periódicos en los bancos. Caminé rápidamente por la acera del edificio de Sam y pasé de largo por la tienda de comestibles de la esquina porque era una clienta habitual.

Me dirigí a la soleada calle Veintidós pasando por las boutiques exclusivas que abastecían este distrito residencial de gente rica. Procuraba no levantar la cabeza para no encontrarme con nadie conocido, y me encaminé al supermercado de la calle Spruce. Era inmenso, anónimo y jamás hacía mis compras allí.

Me faltaba una manzana para llegar, pero me sentía acalorada en mi ropa arrugada. Miraba a un lado y a otro, fijando la atención en los coches que había a ambos lados de la calle. Ningún Crown Vic a la vista, pero cuando giré en la esquina me tropecé con un coche patrulla.

Dios santo. Respiré hondo. Era un coche blanco con el emblema dorado y turquesa de la policía de Filadelfia. Tenía el motor en marcha, pero no había nadie en su interior. Estaba frente a un restaurante chino. Tal vez el policía estaba tomando un café, tal vez no. ¿Me buscaban en las inmediaciones de la casa de mi madre o por todo el centro de la ciudad? La zona era pequeña.

Me apresuré al pasar por la tienda Great Scot y me olvidé de mis compras. El instinto me ordenaba salir corriendo, esconderme. Mantuve el ritmo en las piernas y giré en la esquina, saliendo de la calle Spruce y del área de visión del coche patrulla. Empecé a caminar más rápido mirando el reloj como si llegase tarde a algún sitio. Era una mujer con la ropa arrugada y con muchísima prisa un domingo por la mañana. ¿Llegaba tarde a misa? ¿O a una reunión de amigas?

Traté de correr sin mostrarme demasiado temerosa. No sabía adonde iba. Tampoco podía volver a casa de Sam. Era demasiado arriesgado. Estaba demasiado lejos de la casa de mi madre, si hubiera querido ir allí. No tenía adonde ir. Huía y tenía miedo.

Delante de mí, a pocas manzanas, estaba el Silver BuIlet. Un rascacielos impresionante. Grun. ¿Por qué no? Era un sitio tan bueno como cualquiera y yo todavía era Linda Frost. ¿Una abogada de Nueva York trabajando un domingo? Normal.

Mantuve el ritmo de mis pasos, adelanté a los domingueros de compras y a los turistas y me encaminé hacia el edificio. Estaba sudando, pero no jadeaba demasiado. Gracias a Dios por las gradas del estadio y por el remo. Gracias a Dios que aún estaba en libertad. Pensándolo bien, quizá creyera en Dios. Reduje el paso adoptando la parsimonia habitual en una abogada y empujé las puertas giratorias del edificio, donde de repente perdí toda compostura.

Frente al mostrador de recepción había dos policías de uniforme hablando con el guardia de seguridad.

29

No podía darme media vuelta e irme. No podía correr. Por un momento no supe cómo reaccionar. Pero reaccioné. Debía actuar. Me acerqué al mostrador de recepción con aplomo. Era la neoyorkina Linda Frost. Una abogada de altos vuelos en una ciudad de patanes. Hacía semanas que no comía un tiramisú decente; no podía encontrar un buen restaurante egipcio que me salvara la vida. Me subí las gafas con el índice y me acerqué al mostrador para firmar y sin prestar la más mínima atención a los presentes.

– -¿Su despacho está en el piso 32? --preguntaba uno de los agentes a Dave Ricklin, el guardia de seguridad que había conocido el primer día.

– Eso es lo que dice en el directorio -dijo Ricklin verificando esos datos-. El señor Sam Freminet. Trabaja en Grun; es uno de los socios. Lo veo casi cada mañana. Siempre llega temprano.

Sam. Estaban buscando a Sam. El corazón me dio un vuelco, pero firmé con la mayor naturalidad posible.

– Acaso la señorita Frost les pueda llevar allí -dijo Ricklin a los policías-. Se necesita una tarjeta de seguridad para entrar, pero ella la tiene porque también trabaja aquí.

¿Qué? Tragué saliva, pero seguí escribiendo, ajena a cualquier necesidad que no fuera la mía. Una verdadera abogada de Nueva York.

– -¿Señorita? --preguntó uno de los policías--. ¿Señorita?

Levanté la mirada. Tenía que hacerlo.

– -¿Sí?

– -¿Le importaría llevarnos arriba? --El policía tendría unos cuarenta años, ojos azules, frondosas cejas rubias y unos abultados bigotes también rubios. Un auténtico bombón, pero no era mi tipo. Le habría presentado una demanda.

– -Es un asunto policial -dijo el otro agente, alto, delgado y negro. Ambos llevaban chapas cromadas con sus nombres, pero estaba demasiado atemorizada para leer sus apellidos.

– Se lo agradeceríamos mucho -añadió el rubio, expectante.

Tierra, trágame.

– De acuerdo. -Me giré como un autómata y me fui hacia el ascensor con los dos policías detrás de mí. Luchaba por controlar el pánico. Se me hizo un nudo en la garganta. Quería salir corriendo, pero en cambio apreté el botón y me recordé que no era culpable de tres asesinatos, sino que iba a preparar un caso complicado.

– Es una vergüenza tener que trabajar en un domingo como este --dijo el rubio. Se quitó la gorra con el aplomo de un jugador de béisbol de la liga nacional.

– -No tengo otra alternativa. Debo preparar un juicio.

Escruté sus facciones atractivas desde detrás de mis gafas oscuras y vi que no lo conocía de ninguno de mis casos anteriores. Tuve la sensación de que aprobaba lo que le decía y un sexto sentido me dijo que le caía muy bien. POLICÍA SE ENAMORA DE FUGITIVA.

Entré en el ascensor en cuanto llegó, ellos detrás de mí, con las esposas colgando de sus gruesos cinturones de cuero. Cada uno portaba un receptor con una gruesa antena de cobre sujeta al cinturón, y pistolas de servicio con gastadas empuñaduras de madera. Me alejé un poco de las armas cuando se cerraron las puertas del ascensor.

– -Debemos ir al 35 --dijo el rubio.

– De acuerdo. -Apreté el botón y comprobé, aliviada, que no me temblaba la mano.

– -¿Conoce a Sam Freminet, señorita Frost?

– -No, no soy de la oficina de Filadelfia. --Mentía con la vista fija en los brillantes números anaranjados del ascensor. Tercer piso, cuarto piso. Hacía calor porque el aire acondicionado no funcionaba los fines de semana-. ¿Tiene algún problema el señor Freminet, agente?

– Llámeme Bob. Bob Hall.

– De acuerdo, Bob. -Mierda-. ¿Decía?

– Ah, sí. Encontramos su coche abandonado. No le han dejado nada.

Octavo piso, noveno piso.

– -Mala suerte.

– -Peor que eso. Es un coche de ochenta mil dólares.

– Diablos. -Con razón Sam había llorado.

– -También encontramos un portafolios con papeles del señor Freminet. Pero la matrícula había desaparecido y no pudimos encontrar su registro ni ninguna otra identificación. Usted no le conoce personalmente, pero ¿sabe dónde vive? No figura en el listín de teléfonos y nuestro servicio de identificación no nos puede dar una respuesta hasta mañana lunes.

– No, no tengo la menor idea. -13.° piso, 14.° piso. Vamos, vamos, más rápido. Estos malditos ascensores subían más rápido cuando yo trabajaba allí.