Выбрать главу

– En la oficina tienen un listado, ¿no es así? Debemos ponernos en contacto con él.

– No lo sé. Yo soy de la oficina de Nueva York.

– Nueva York, ¡no me diga! -Al rubio se le iluminó la cara-. Yo crecí en Nueva York.

– -Estupendo. --Qué maravilla. 21.° piso, 22.° piso.

– Así es. Soy de Queens. Richmond Hill, pero eso fue hace mucho tiempo. -Me miró con un nuevo interés, como preguntándose si habíamos ido juntos a la escuela.

– ¿De Queens, eh? -Vi que me repasaba el cuerpo con los ojos y escrutaba mis gafas de sol. Recé para que no me reconociera ahora que mi foto era sin duda la de la primera mujer en la galería de BUSCADOS POR asesinato. Las mujeres progresaban en todos los frentes.

– Apuesto a que puedo adivinar de dónde es -dijo-. ¿Larchmont o Mamaroneck? ¿He acertado?

Mama ¿qué?

– -No. --23.° piso, 24.° piso.

– Entonces, ¿de dónde es?

– -Oh, no soy oriunda de Nueva York. Sólo trabajo allí.

Dejó caer sus anchos hombros.

– -¿Y de dónde es?

Y dale. La peor mentirosa del colegio de abogados. Miré al agente negro. ¿De dónde era él?

– -De Iowa. Grinnell, Iowa --dije.

El negro se encogió de hombros y yo le sonreí. 30.° piso.

– ¿No se va a quitar las gafas? -preguntó el rubio.

– No puedo. -31.° piso, 32.° piso. Busqué aire y una respuesta decente-. Resaca. Una inmensa resaca. Una resaca de muerte.

– Ya veo. -Su rostro se distendió en una amplia sonrisa-. De fiesta anoche, ¿eh?

– Ha acertado -dije con otra sonrisa.

– ¿Aunque tenga que trabajar al día siguiente?

33.° piso, 34.° piso. ¡Venga! ¡Más deprisa!

– Ya sabe cómo son esas cosas.

Sonrió con malicia.

– No, ¿cómo son?

35.° piso.

– Ya hemos llegado. -Las puertas del ascensor se abrieron con su característico swoosh y nos encontramos en la zona de recepción. Me alegré tanto de estar en la Costa Dorada que podría haber besado su fina alfombra persa. El frío del aire acondicionado me dio en plena cara recibiéndome con su inconfundible aroma de poder y dinero.

– -Debe estar bien --dijo el agente negro. Él también lo había captado.

A ambos lados de la recepción había puertas de hierro que bloqueaban el paso al otro lado. Busqué en la cartera la tarjeta de seguridad y la inserté en la ranura que había junto a la puerta. Se oyó un sonoro clic y la puerta empezó a subir. Casi aplaudo.

– Entren, caballeros -dije-. Verán los nombres en las puertas. Hoy día, todo el mundo tiene una placa con su nombre. Yo estaré en el despacho de arriba tomando un café horrible y trabajando como una esclava -me oí decir alborotada, de modo que me callé la boca.

El negro asintió con la cabeza y el rubio extendió la mano.

– -Zumo de naranja --dijo con aires de sabio.

– -¿Qué? -Mi mano aún tenía un sudor frío y la retiré rápidamente.

– Zumo de naranja. Una buena cantidad. Es lo mejor para esos resacones de muerte.

– Eso es lo que me dice mi novio -dije para frustrarle cualquier idea que tuviera sobre nuestro futuro en común. Después de todo, le era fiel a Grady, ¿verdad?-. Adiós, que tengan un buen día -dije, y volví al ascensor y apreté el botón. Vi que los policías desaparecían por el pasillo y casi entro de un salto cuando se abrieron las puertas.

Dios santo. Más cerca no podría haber estado. La policía me pisaba los talones por culpa de Sam. En cuanto averiguaran dónde vivía, se dirigirían allí. Estarían a un paso de mí, ya fuera a propósito o por azar. No me los quitaba de encima. Hasta que me atraparan.

34.° piso.

Se me hizo un nudo en el estómago. Pronto Azzic caería sobre el coche de Sam y empezaría a hacer más preguntas. No podía permanecer en Grun. Tenía que irme.

33.° piso.

Hice un inventario de mis pertenencias. Aún tenía el teléfono móvil, pero el bananamóvil estaba fuera de juego. Jammie 11 estaba mejor con Sam. ¿Cómo podía escapar sin coche? Estaba en una ciudad. Había trenes, autocares, metros. ¡Vete!

32.° piso.

Se abrieron las puertas y salí al piso de los perdedores. El aire acondicionado funcionaba a medio gas y la recepción olía a meada de gato. Traspasé rápidamente con la tarjeta la puerta de seguridad. Me dirigí corriendo a la sala D de reuniones y abrí la puerta.

Mi nueva ropa había llegado envuelta en bolsas de plástico. También los zapatos, en su caja correspondiente. Cogí la ropa, el portafolios y los papeles. Oí que llamaban a la puerta en el momento en que me disponía a huir. Mierda. Contuve la respiración. ¿Sería la policía?

– ¿Quién es? -pregunté.

Volvieron a llamar, esta vez con más fuerza.

– ¿Quién es? -repetí en voz más alta.

No había respuesta. ¿Qué pasaba? ¿Era la puerta de entrada a la prisión, a la que me habían traído los policías engañándome? Puse mi cara de piedra de Linda Frost y abrí la puerta.

Jamás lo hubiera imaginado. Ni en un millón de años.

30

Era más bajo de lo que recordaba, pero su rostro estaba tan arrugado como siempre tras las gafas de concha con montura transparente. La calva se le había redondeado y aparecía recubierta de pecas por el sol. Aunque era domingo, vestía la usual camisa blanca y corbata, así como traje caqui de Brooks.

El Grande y Poderoso. De pie ante la puerta de la sala D de reuniones, esperando amablemente a un lado.

– Señor Grun -dije atónita.

– ¿Qué? -exclamó llevándose una mano a la oreja.

– ¡Señor Grun!

Sonrió y la parte del labio que quedó a la vista era de un inesperado rojo humedecido.

– -Sí. ¿Me conoce?

Ay, ay.

– -He visto su foto. En el directorio.

– -Mucho gusto en conocerla. --Le flaqueaba la voz, pero aún era firme. Me tendió la mano, que me pareció frágil y reseca--. Usted debe de ser la señorita Frost.

– -Sí, señor.

Entró en la sala de reuniones propulsado por las leyes de la termodinámica y su propia voluntad, luego tomó asiento en cuanto le alcancé una silla.

– Gracias -dijo.

– De nada.

– Entonces, usted debe de ser la señorita Frost – repitió, y me estudió con la mirada. Movía la cabeza calva como la de una tortuga en su cuello duro-. Pues su cara me resulta conocida.

Me dio un vuelco el corazón.

– No, no nos han presentado.

– Su padre. ¿Lo conozco?

– No. -Ni siquiera yo lo conocía.

– ¿No estuvo en Piper, Marbury?

– No, no era abogado -dije, aunque no sabía lo quien era. Un sinvergüenza, según mi madre.

– Pues me resulta tan familiar… ¿Cómo se llamaba su padre?

– Frost, como yo.

– ¿Y su nombre de pila?

¿Jack? No. ¿David? Peor.

– -Grinnell. Grinnell Frost. Como la ciudad de Iowa -Oh, Dios, enséñame a mentir mejor.

– -Grinnell Frost. --Meneó la cabeza vagamente-. Creo que no. De modo que usted viene de nuestra oficina Nueva York. Me gusta mucho la oficina de Nueva York

– -A mí también.

– Tenemos allí muy buenos abogados.

– Así es.

– Pero no me gusta la ciudad de Nueva York.

– A mí tampoco. -Pero no tengo tiempo de hablar de eso.

– La gente no-tiene modales.

– Tiene razón. No prestan atención a nadie.

– La gente -dijo haciendo una filigrana con la mar en el aire- tiene demasiada prisa.

– Demasiada, sí.

– Y las calles están sucias.

– Mucho.

– Inmundas.

– Ruidosas. -Nunca había estado tan de acuerdo con él. Nunca estoy de acuerdo con alguien en muchas cosas, pero me dieron ganas de salir disparada. Salir del edificio.

– -Debe estar trabajando duro, señorita Frost.

– Desde luego.

– -Leí su nota sobre el caso de sistemas informáticos en el que está trabajando.