– Escucha, sobre Jennings…
– Hace tiempo que quería conocerte. ¿Recuerdas cuando viniste a hablar en mi facultad? ¿El año pasado en Seton Hall?
Evité un fragante círculo de prostitutas.
– -¿Has hablado a fondo con Jennings?
– ¿Jennings?
– -Eileen Jennings, tu cliente.
– No me corresponde. Reemplazaba a otro.
– ¿A quién?
– Abrams, está en una audiencia. -Miró el reloj-. Mierda, ya tendría que estar arriba.
– -Quiero que sepas que pienso que Eileen Jennings es ¡peligrosa.
– -¿Estás bromeando? Es puro blablablá, nada de acción.
Esquivé una manada de polis.
– -¿Y el electrodo?
– -Bah. El jefe quiere que lo retire de la sala de pruebas para usarlo en la fiesta de navidad.
Una familia con varios cochecitos de bebé pasó entre nosotros dos.
– -¿Sabes si tiene una pistola o explosivos?
– -No es mi caso.
Lo cogí del brazo.
– -Tienes los documentos en tu poder; por tanto, asume tu responsabilidad. Tienes que averiguar si es realmente peligrosa. ¿Me entiendes?
– Tomo nota, ¿de acuerdo? -Se liberó el brazo y se marchó, desilusionado, y desapareció entre el gentío que esperaba el ascensor.
Me quedé allí, inmóvil entre la multitud. Ese defensor ni siquiera tomaría nota. Y si lo hiciera, ese papelucho se perdería en un océano de notas y de expedientes. Por supuesto, eran personas. Blancos y negros, dementes y cuerdos, altos y bajos, incluso los que circulaban a mi alrededor en aquel preciso instante. La mayoría eran presuntos pistoleros, pedófilos, navajeros, drogadictos y ladrones. Entraban en tromba y llenaban los pasillos y los corredores, seres humanos que habían sido rebajados al estatus de expedientes y finalmente devueltos a las estadísticas, seres humanos a los que se había desangrado y desprovisto de humanidad.
Por un instante, me quedé estupefacta pensando que no había nada que yo pudiera hacer al respecto por más que lo intentase. Ni siquiera si tenía o no razón sobre Eileen. Porque había otros veinte esperando ocupar su lugar, ansiosos por probar puntería. Se los ponía en fila como a los ejecutivos. E inevitablemente se enfrentarían con una fuerza similar, pero que tenía las armas y la ley de su parte. Había una guerra en marcha, una batalla encarnizada. Y por más claramente que yo la percibiera, no sabía de qué lado estaba.
Estaba en medio del océano, remando furiosamente y sin avistar la orilla.
4
A mediodía, caminaba por la avenida Benjamín Franklin bajo las banderas inmensas y coloridas que colgaban de las farolas. Ondeaban como velas marinas en la fuerte brisa que llegaba del río Schuylkill, a menos de diez manzanas, haciendo traquetear las cadenas que las ligaban a los postes. Al verlas, me entraron ganas de ir a remar al río. El agua estaría agitada por el viento y habría pequeños pájaros blancos dando vida al paisaje. Quizá esta noche, me prometí mientras me encaminaba al monolito cromado conocido como el Silver Bullet para encontrarme con Sam Freminet, mi amigo de los grandes éxitos, y convencerlo para almorzar juntos.
Entré en el vestíbulo de mármol del edificio y cogí el primer ascensor solo para sentir un conocido retortijón en el estómago mientras el ascensor ascendía hacia mi viejo bufete, el archi-conservador Grun amp; Chase. Lo llamábamos Gruñidos y Chanzas, pero evité los malos recuerdos. Yo había dejado de formar parte de Grun amp; Chase y no era propiedad de nadie.
– -¿Dónde está el Llanero Solitario? ¿Está en la casa? --le pregunté a la joven recepcionista cuando se abrieron las puertas en el piso de Sam. Ella no tenía ni idea de quién era yo, pero supo de inmediato a quién me refería.
– -Sí. ¿A quién debo anunciarle? --Estaba a punto de coger el teléfono, pero dudó de si era una abogada o una camorrista, cuando en realidad yo era un poco de cada cosa.
– Bennie Rosato, su italiana favorita -dije, e ignoré su mirada recelosa. Había visto esa mirada tantas veces como había oído la consabida frase «¿Hace frío en esas alturas?», porque, por alguna razón, no tengo ninguna pinta de italiana.
Pasé junto a los costosos tapices Amish y los inmensos óleos de las paredes, y junto a secretarias con carpetas en las manos que daban un ostensible sentido laboral a sus risitas conspirativas. No reconocí a ninguna; todas las conocidas habían sido lo bastante listas como para marcharse.
– Hola, señoras -dije de todos modos, porque siento especial simpatía por las secretarias. Mi madre lo había sido, o al menos eso dice.
– Hola -contestó una de las secretarias. El resto sonrió suponiendo que yo era un cliente, ya que ningún abogado de Grun se hubiera molestado en saludar a las secretarias.
Pasó un letrado dándose ínfulas, pero tampoco lo reconocí. De los quince asociados que éramos, sólo había seguido Sam, más tarde promocionado a la categoría de socio. Desde entonces, había ascendido los distintos niveles de socio hasta llegar a la cúpula. Se convirtió en el socio más joven de la historia, lo que representa un módulo fiscal equivalente al de un teniente general. Si hubieran sabido que Sam era homosexual y no un simple excéntrico, lo habrían despachado sin pérdida de tiempo.
Llegué al soleado despacho de Sam y cerré la puerta detrás de mí.
– ¡Cariño, soy yo!
– ¡Beenniiiee! -Sam levantó la mirada. Sus ojos azules brillaron tras las gafas. Tenía un rostro apuesto con una nariz recta y finas mejillas flanqueadas por un cabello casi pelirrojo que se recortaba cada cuatro semanas-. ¿Cómo estás? -dijo dando la vuelta al escritorio para darme un abrazo cariñoso.
– Necesito ánimos. ¿Cómo estás tú?
– Loco, como de costumbre, y animar al prójimo es mi especialidad. Siéntate. -Me señaló un sillón de cuero y volvió a su silla tras el escritorio dando pasitos de payaso-. Tranquila, tranquila. Liquidaremos a quien te moleste.
Me reí y dejé caer en el sillón.
– ¿Ves? Ya está funcionando.
– Lo sabía. Por eso he venido. -Paseé la mirada por las viñetas de cómics enmarcadas que colgaban de las paredes entre sus dos diplomas de Harvard. Desplomados sobre una mesa de cristal junto a una ventana estaban los muñecos de Sylvester el Gato, Foghorn Leghorn y Porky Pig. Pepe Le Pew había caído en un abrazo pornográfico con el Demonio Tasmanio-. Veo que Pepe está fuera de control una vez más.
– Como de costumbre. Ese forajido es un perfecto imbécil.
– No digas eso de mi Pepe.
– Pepe no tiene ni idea de lo que importa en la vida. Daffy es todo lo contrario. Es un águila con las prioridades.
– -¿Como cuáles? --pregunté, aunque la respuesta me estaba mirando a la cara. Sobre el escritorio había una estatuilla de Daffy sentado sobre una montaña de dólares y una leyenda que decía: CUANTOS MÁS, mejor; más rápido, MÁS BARATO--. ¿Dinero?
– -Sí, dinero, y no lo pronuncies de ese modo. Daffy es la mismísima realidad, Bennie. Daffy es Dios.
– Es demasiado codicioso.
– -Nunca se puede ser demasiado codicioso, chica. ¿Sabes por qué soy el mejor abogado en bancarrotas de estos pagos?
– ¿Porque estás en bancarrota moral?
– -Solo en parte, pero la razón principal es que comprendo el dinero. Adonde ha ido, dónde tendría que haber estado, cómo conseguir que vuelva. Tengo un sexto sentido para eso. Tú, por otro lado, mantienes la absurda creencia de que el amor es más importante que el dinero. ¿Qué clase de abogada eres?
– -Un dinosaurio.
– -Se han extinguido.
– Que así sea, pero Pepe Le Pew es mi hombre.
– Ah, ze l'amour. Ah, ze toujours. Ah, la grande ilusión -dijo Sam en su francés chapurreado-. Un Romeo sentimentaloide. A ti se te puede comprar, ¿sabes?
– Y una mierda.